Otra vez a las 6:30 en pie y a comernos todo lo que encontremos. La misma compañía de ayer nos espera en el puerto de Civitavecchia para llevarnos hasta Roma. No sé si resistiré otro viajecito porque estos italianos conducen horriblemente mal y me dan miedo, pero mucho, mucho.
Por fin estamos en Roma, la primera parada es el Mirador de Gianicolo, al que hemos llegado después de dejar la embajada española atrás. Puede verse toda Roma, aunque la niebla (o la contaminación) no deja que la vista sea tan espectacular como la de ayer.

Desde aquí nos dirigimos al Coliseo que, aunque temprano, ya estaba lleno de gente. Nos explicaron que tiempos ha, estaba recubierto de mármol, pero que se habían ido llevando paulatinamente toda la cubierta, así como gran parte de las piedras para construir varios palacios. Aún así, se te queda la boca abierta.


Acabábamos de empezar, pero al pisar las calles empedradas de Roma se siente algo especial. Uno se transporta a su niñez, pisando unas calles similares y viviendo la misma majestuosidad, no en vano, mi tierra y está capital están hermanadas desde hace años.
En frente, los restos del templo de Vesta, y los disfrazados de gladiadores, con un cabreo de tres pares de eggs, porque les hemos fotografiado sin pagarles un duro (ah estos espagnolos) :ohno:
Dejamos atrás el Coliseo y el Arco de Costantino y caminamos por la Vía dei Fori Imperiali hacia los Foros Romanos, al mismo tiempo que puede verse unos enormes murales que reflejan la evolución del Imperio Romano. Los Foros se definen con dos palabras a lo “Jesulín” IM-PRESIONANTE. Es una pena que no haya tiempo para disfrutarlos a gusto.





En frente se encuentran los restos de la Basilica Emilia y la Columna de Trajano. Lo cierto es que Roma es alucinante, todo es digno de admiración, yo no he visto más restos por metro cuadrado, y lo que debe de quedar aún escondido.

Seguimos caminando y ante nosotros se abre la Piazza Venezia. La mole desentona con la sobriedad romana, es como si lo hubieran traído de otro lugar y lo hubieran dejado en medio de la plaza. Es tan… blanco, pero en el fondo quiere recordarnos lo mismo que el resto, que Roma ha sido grande y poderosa.

Bajamos un poco más y nos damos de morros con el Teatro de Marcello, que a mí me pareció una preciosidad. Y no muy lejos de allí, se encuentra Santa María de Cosmedín, la iglesia que aloja en su pórtico la Boca de la Verdad (no os quejéis porque tarde en escribir, son las dificultades de hacerlo con una sola mano).



Siguiente parada, Plaza de España y nuestra embajada ante la Santa Sede, contemplar la escalinata de la Trinitá dei Monti y la Fontana de la Barcaccia, donde se organizó una enorme cola para avituallarnos de agua, que además nos supo a gloria tan fresquita.

Y desde allí, a la Fontana de Trevi. Te esperas una enorme plaza y una pequeña fuente, cuando es justo al contrario. Aquello estaba “abarrotao”. Y por supuesto, como buen guiri que se precie, había que cumplir el ritual. Nos sugirieron que para volver había que colocarse la mano izquierda en el corazón y con la derecha tirar las monedas por encima del hombro izquierdo. Si querías encontrar novio, había que tirar monedas de oro (sale más barato un gigoló) y para los hombres y, considerando como ha aumentado la población de gays, les dijeron que directamente nos tiraran a la fuente y se buscaran otra novia.

Claro, que con el calor que hacía, tampoco me hubiera importado hacer un remake de “La dolce vita” aunque no sea Anita Ekberg, ni sea tan rubia, tan alta ni tan maciza.

Como hacía ya hambre, comimos allí mismo en un local de pizzas al peso (un rato buenas) después de hacer uso de mis fascinantes dotes de italiano y de pegar voces como energúmenos. Es lo que tiene que todo el mundo queramos comer a la vez. Y por fin pudimos utilizar un servicio sin pagar.
La siguiente parada fue uno de los lugares que más me fascinó de todo Roma, el Panteón de Agripa. Me molestó ver el sello papal en su fachada y más saber que Urbano VII se llevó casi todo el bronce que recubría la cúpula para el Vaticano (qué manía de quedar siempre por encima). Es una construcción simplemente magnífica.


Ya va quedando menos, y hemos llegado a la Plaza Navona, presidida por la que se supone que es la Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini, digo supone, porque ese pedazo de andamio como que no me deja ver mucho. En cambio, la Fuente de Neptuno puede contemplarse en todo su esplendor. Aquí ha caído un glorioso tartufo, 4 € de delicioso helado de varios chocolates directito a las cartucheras. :zpop:


Después de atravesar el barrio de los anticuarios, llegamos al río Tíber y ante nosotros se aparece majestuoso el Castillo Sant Angelo. Es como una rosquilla pero a lo bruto. Pasa como con el monumento a Víctor Emmanuel, es agradable de ver, pero parece que no pega con lo que le rodea.

Tuerces a la derecha, cruzas la calle, y acabas de entrar en el Estado más pequeño del mundo, y también en el más rico y en el que tiene más obras de arte por metro cuadrado. Estamos en el Vaticano.

La plaza es inmensa, ya hay colas y como buenos borregos que somos, nos ponemos en una. Hemos pasado el primer control con escáner y arco detector incluidos. El segundo control es el delos modelitos. Aquí no se enseña más de lo imprescindible, faltaría más, que estamos muy pervertidos. Como buena sor que soy, me he traído el modelo “informal pero arreglao” de las excursiones domingueras, que luego el “jefe” me pone negativos.

Ya estamos dentro. Me imagino que los fieles sentirán algo distinto a lo que siento yo en este momento. Ver tanto poder y riqueza juntos hace que mi mente se desplace a países remotos donde un plato de arroz vale más que la vida. ¡Qué rabia da pensar que pertenece a sólo unos pocos! En fin, no hay más ciegos que aquellos que no quieren ver. Que cada uno saque sus conclusiones.
Yo voy a quedarme con lo que me embarga, la belleza, el color, la suavidad de los perfiles de las figuras. Y me cachis en el turco de las narices que atacó La Piedad y obligó a encerrarla tras un cristal. Y por supuesto, el modelito imperdible de la guardia suiza.



La visita ha acabado. No hay tiempo para lo museos vaticanos y me queda la pena de no llevarme una tortícolis a casa por contemplar la Capilla Sixtina. Pero es una excusa estupenda para volver a Roma, con calma, disfrutando cada plaza y cada calle.
Volvemos hacia el barco acongojados (por lo menos yo), que estos conductores italianos me van a provocar un infarto. Antes de subir hay que pasar el escáner, en el que espero que no me confisquen mi tesoro más preciado: coca cola de verdad, que estoy hasta la toca de la M de los polvos con agua que ponen en el barco de las narices.
Hoy toca noche tropical, así que nos vestimos acorde (no soñéis, no hay testimonio gráfico), pero parezco una Vaitiare cualquiera en minifalda a la que sólo la falta Julio Iglesias. Ains, pero como me aburren estas cosas.