Llego a un rojo atardecer a Citrusdal. El alojamiento está en un alto en la carretera, fuera de la ciudad. Entro en la recepción y me recibe el olor de la cocina. Resulta acogedor. Steve me entrega las llaves y me acompaña a una especie de adosado que será mi habitación. Cuenta con un porche con hamaca y barbacoa. En su interior hay una pequeña cocina y una mesa. Un pequeño apartamento familiar. Me pregunta si cuenta conmigo para la cena, a lo que respondo que por supuesto. Del menú tomé carne y una tarta de almendras y albaricoque con una copa de vino. El resultado al paladar estuvo a la altura de lo que prometía su aroma.
Al día siguiente me levanto pronto y me siento a desayunar. Steve me pregunta qué quiero, a lo que respondo qué puede ser. Me explica las opciones que normalmente prepara. Dudo y decide prepárame un bol de yogur con cereales y unos panqueques con sirope de roibos y bacon. La gente se ha ido marchando y me da un poco de conversación. Cuando le digo que soy español evoca unas vacaciones en España, hace bastante tiempo, en las que acudió a una boda de tres días de fiesta, en Madrid. Se le ilumina la cara y se lo recuerda a Caro, su mujer que es quien cocina. Marcho enseguida, que hoy tengo un gran día de carretera.
La carretera N7 tiene dirección norte y pronto cambia el paisaje, pasando de los campos de trigo a pastos de ganado para llegar a paisajes áridos de semidesierto.
A mediodía decido parar para descansar y avituallarme en Bitterfontain, un pequeño pueblo en medio de este yermo paisaje. Salgo de la carretera y pronto veo un edificio con reclamos que me llama la atención. Entro en una gran sala llena de mesas en las que se expone de todo: galletas, libros, ropa,… Pregunto si sirven comida ya que aquello no parece precisamente un bar, a lo que Maretha señala unas mesas camufladas entre tanto objeto vintage. Me explica lo que puede ofrecerme y finalmente tomo un pastel de cordero con verduras y un té frío. Mientras como, ella me explica su viaje con interrail hace unos veinte años, la sequía que están padeciendo y lo corta que es la temporada en la que se dan las flores silvestres de Namaqua, únicamente en el mes de agosto.
La vida aquí es dura y no sólo por la escasez de recursos, también por la soledad. Me costó marchar de allí. Maretha quería un poco más de conversación. Finalmente se despide indicándome que sobre las 17h estaré cruzando la frontera.
A partir de este punto la calzada se hace infinita. El paisaje es monótono y el trazado es una inmensa recta. Recuerdo en este momento cuando me enseñaron de pequeño la diferencia entre segmento y recta, costándome entender el concepto de infinito. Observando las rectas sin fin del desierto africano, me hubiera sido mucho más sencillo.
Antes de llegar a la frontera, paro a repostar y descansar en Springbok, la última gran ciudad sudafricana. Tiene ese aire canalla de las ciudades fronterizas. Entro en un hotel con aspecto de ser el ‘de toda la vida’. El recepcionista, un señor con el bigote teñido de amarillo por el tabaco, queda empequeñecido entre tanto poster de viejas glorias locales. Me indica donde se encuentra la cafetería. Allí, las camareras, también viejas glorias vestidas como las de los bares de carretera de las películas americanas, me sirven rápido un café con leche. Pago y me voy.
Llegué a la frontera a la hora pronosticada por Maretha. No hay colas y los trámites son rápidos, salvo a la hora de pagar las tasas por el uso de la red namibia de carreteras (242 dólares namibios, unos 16€). No dispongo de efectivo, así que me permiten entrar clandestinamente en el país para acceder al cajero más próximo para obtener el dinero.
La vida discurre tranquila en esta parte del mundo.