Siempre existe un momento, en el que lo que parecía una idea estupenda se transforma en una idea no tan buena o por decirlo claramente en una mierda de idea. Justo en ese instante me encontraba yo, parado, sudando, muerto de calor, intentando recuperar el resuello en una cuesta interminable y con una pendiente inhumana frente a mí. ¿En qué momento me pareció una buena idea subir hasta la cima de esta colina, bajo el sol abrasador del mediodía Africano?¿por qué no compre más agua cuando pude? y sobretodo ¿por qué no me doy la vuelta , bajo a casa, me ducho y me voy a esperar a A. a nuestra roulotte de siempre? pero ya que hemos llegado hasta aquí… una vez que me recupere un poco, vuelvo a emprender la marcha, animado pero despacio, atacando las interminables cuestas con parones cada quince o veinte metros.
Pero vayamos al principio de esta pequeña aventura.
La verdad es que una pequeña, tirando a pequeñísima, ciudad del interior de Angola por muy capital de provincia que sea y por muy exótico y aventurero que suene, no tiene muchos divertimentos que ofrecer y N’Dalatando no es una excepción. La única diversión en la ciudad, se produce los fines de semana, y se resumen en un concierto de Koduro, música que vuelve locos a todo angolano sea hombre o mujer menor de cuarenta años, ofrecido por alguno de los grupos locales, y quizás posteriormente la visita a una de las dos discotecas que hay en la ciudad. Sé que no parece mucho y realmente no lo es. Si además a eso le sumamos, que el Koduro está bien pero después de cuatro canciones acaba haciéndose cansado y que, ir a las discotecas, que queréis que os diga, pues se me pasó la época, da como resultado un horizonte muy poco apetecible.
Y la verdad es que tras 20 días de estancia ya no me quedaban muchas actividades lúdicas que realizar antes de caer en el puro aburrimiento. Ya conocía la ciudad y sus recovecos casi como un nativo. Había caminado, evitando ser atropellado por alguno de los vehículos que circulaban por la carretera, los tres kilómetros que separan la ciudad del centro biológico de Quilombo, una especie de parque de la naturaleza, y donde según dice la leyenda el actual y sempiterno presidente angolano Joao Do Santos vivió durante la guerra civil que sufrió el país en el palacio construido por el antiguo gobernador portugués de la provincia y que actualmente esta reconstrucción, y disfrutado de sus bosques tropicales, pájaros cantarines, flores desconocidas, pequeños mamíferos como puercoespines, avistado esquivos monos, de cantarines riachuelos y caminos intrincados. Aquí debo reconocer que el miedo, pese a los carteles que avisaban de que la zona estaba totalmente desminada, a que aún existiesen algunas minas enterradas sin desactivar y especialmente a que se activasen por mi pie, me hizo no salirme, pese a mis ganas de perderme por el interior del intrincado bosque, de los caminos y senderos señalizados.
Había cogido los autobuses colectivos que unían la ciudad con las poblaciones cercanas, y visitado algunas de ellas, me había apuntado a alguna visita de trabajo que A. y sus compañeros habían organizado a poblaciones y ciudades lejanas, me había hecho mas o menos amigo de los camareros de los dos bares que solía frecuentar. Había vagabundeado por los diversos barrios de la ciudad y ya era conocido por niños a la salida de los colegios que me habían bautizado como Branco Maluco mientras se reían. Había visitada la moderna estación de ferrocarril de la ciudad y el sueño de viajar en tren se había esfumado al conocer la frecuencia de paso de los “comboies”, Un tren de ida con destino final en la capital de los diamantes angolanos Bengela que pasaba el lunes y otro de regreso desde Bengela a Luanda que pasaba el viernes. Eso si a cambio de mi desilusión, había disfrutado del inmenso hall de la estación y descansado en unos de sus decenas de bancos blancos todos vacios, salvo un par de ellos ocupados por un par de personas que parecían vivir allí, disfrutando de su aire acondicionado, y observando a través de la gran cristalera que ocupa uno de los lateral la triste imagen de un par de maquinas de ferrocarril, todo herrumbre y desidia que estaban varadas en la playa de vías de la estación y preguntándome cuanto tiempo llevarían en ese lamentable estado.
Tampoco mi "trabajo" como voluntario, enseñando nociones de ofimática básica a los trabajadores locales de una ONG, me absorbía tanto tiempo: únicamente tres horas diarias dos días a la semana, y como digo no era algo que ni remotamente pudiésemos catalogar como difícil o complejo, así que mis días en la pequeña ciudad angolana transcurrían muy lentamente. Y claro al final, acabe fijándome en ella, siempre presente, desafiante en su presencia. Al asomarme a la terraza de la casa me la encontraba allí elegante frente a mí, al pasear por la calle me bastaba con mirar a mi izquierda y levantar un poco la vista para verla. Por la noche, en la oscuridad, las luces de las casitas que se levantaban a sus pies, perfilaban su forma. Es una colina grande, las mas alta de las que rodean la ciudad y de tierra roja, como es toda la tierra por aquí, un rojo que se acentúa en época seca como en la que estábamos, un rojo solo roto aquí y allí por las pinceladas verdes de los arbustos. En la cima de la colina, unas antenas repetidoras, y es allí a aquellas antenas donde me propuse subir.
Pero vayamos al principio de esta pequeña aventura.
La verdad es que una pequeña, tirando a pequeñísima, ciudad del interior de Angola por muy capital de provincia que sea y por muy exótico y aventurero que suene, no tiene muchos divertimentos que ofrecer y N’Dalatando no es una excepción. La única diversión en la ciudad, se produce los fines de semana, y se resumen en un concierto de Koduro, música que vuelve locos a todo angolano sea hombre o mujer menor de cuarenta años, ofrecido por alguno de los grupos locales, y quizás posteriormente la visita a una de las dos discotecas que hay en la ciudad. Sé que no parece mucho y realmente no lo es. Si además a eso le sumamos, que el Koduro está bien pero después de cuatro canciones acaba haciéndose cansado y que, ir a las discotecas, que queréis que os diga, pues se me pasó la época, da como resultado un horizonte muy poco apetecible.
Y la verdad es que tras 20 días de estancia ya no me quedaban muchas actividades lúdicas que realizar antes de caer en el puro aburrimiento. Ya conocía la ciudad y sus recovecos casi como un nativo. Había caminado, evitando ser atropellado por alguno de los vehículos que circulaban por la carretera, los tres kilómetros que separan la ciudad del centro biológico de Quilombo, una especie de parque de la naturaleza, y donde según dice la leyenda el actual y sempiterno presidente angolano Joao Do Santos vivió durante la guerra civil que sufrió el país en el palacio construido por el antiguo gobernador portugués de la provincia y que actualmente esta reconstrucción, y disfrutado de sus bosques tropicales, pájaros cantarines, flores desconocidas, pequeños mamíferos como puercoespines, avistado esquivos monos, de cantarines riachuelos y caminos intrincados. Aquí debo reconocer que el miedo, pese a los carteles que avisaban de que la zona estaba totalmente desminada, a que aún existiesen algunas minas enterradas sin desactivar y especialmente a que se activasen por mi pie, me hizo no salirme, pese a mis ganas de perderme por el interior del intrincado bosque, de los caminos y senderos señalizados.
Había cogido los autobuses colectivos que unían la ciudad con las poblaciones cercanas, y visitado algunas de ellas, me había apuntado a alguna visita de trabajo que A. y sus compañeros habían organizado a poblaciones y ciudades lejanas, me había hecho mas o menos amigo de los camareros de los dos bares que solía frecuentar. Había vagabundeado por los diversos barrios de la ciudad y ya era conocido por niños a la salida de los colegios que me habían bautizado como Branco Maluco mientras se reían. Había visitada la moderna estación de ferrocarril de la ciudad y el sueño de viajar en tren se había esfumado al conocer la frecuencia de paso de los “comboies”, Un tren de ida con destino final en la capital de los diamantes angolanos Bengela que pasaba el lunes y otro de regreso desde Bengela a Luanda que pasaba el viernes. Eso si a cambio de mi desilusión, había disfrutado del inmenso hall de la estación y descansado en unos de sus decenas de bancos blancos todos vacios, salvo un par de ellos ocupados por un par de personas que parecían vivir allí, disfrutando de su aire acondicionado, y observando a través de la gran cristalera que ocupa uno de los lateral la triste imagen de un par de maquinas de ferrocarril, todo herrumbre y desidia que estaban varadas en la playa de vías de la estación y preguntándome cuanto tiempo llevarían en ese lamentable estado.
Tampoco mi "trabajo" como voluntario, enseñando nociones de ofimática básica a los trabajadores locales de una ONG, me absorbía tanto tiempo: únicamente tres horas diarias dos días a la semana, y como digo no era algo que ni remotamente pudiésemos catalogar como difícil o complejo, así que mis días en la pequeña ciudad angolana transcurrían muy lentamente. Y claro al final, acabe fijándome en ella, siempre presente, desafiante en su presencia. Al asomarme a la terraza de la casa me la encontraba allí elegante frente a mí, al pasear por la calle me bastaba con mirar a mi izquierda y levantar un poco la vista para verla. Por la noche, en la oscuridad, las luces de las casitas que se levantaban a sus pies, perfilaban su forma. Es una colina grande, las mas alta de las que rodean la ciudad y de tierra roja, como es toda la tierra por aquí, un rojo que se acentúa en época seca como en la que estábamos, un rojo solo roto aquí y allí por las pinceladas verdes de los arbustos. En la cima de la colina, unas antenas repetidoras, y es allí a aquellas antenas donde me propuse subir.
Durante un par de días me dedique a preguntar sobre la colina a todo el mundo, a los compañeros angoleños de la oficina, a las personas que nos protegían la casa, al camarero que me servia una cerveza EKA bien fría, en definitiva con todo aquel con el que tenía algo de confianza le pedía opinión. ¿Se podía subir hasta allí arriba sin problemas?, ¿había algún camino? y ante su respuesta afirmativa, me decidí. Pregunte igualmente por donde se llegaba a la base de la colina y me indicaron que era por una calle que yo ya conocía, pues la había recorrido en su primer tramo. Después de dos cervezas y tras pensarlo un poco lo decidí. Seria al día siguiente, así no me daría tiempo a arrepentirme, me levantaría temprano, y subiría hasta la cima, esa noche antes de dormir deje la mochila preparada, básicamente consistió en meter dentro una botella de agua y la cámara de fotos.
Roulotte: pequeños recintos, normalmente una desvencijada caravana, o unos bloques de cemento que hacen las veces de bar en los pueblos y ciudades de Angola