![]() ![]() De Ejecutivo a Trotamundos. ✏️ Blogs of Indian Subcontinent
Aventuras, amores, viajes y tragedias en París, Marruecos, Calcuta, Katmandú y Himalaya de Nepal e India.Author: Poegea Input Date: ⭐ Points: 5 (7 Votes) Index for Blog: De Ejecutivo a Trotamundos.
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![]() Acababa mi tercer día en compañía de Jack. Me pesaban la soledad y la incertidumbre. Saqué de la mochila la pintura sobre tela que había comprado hacía unas semanas en Katmandú y la desenrollé. Era el retrato de una dama nepalesa ¿de hacía cien años, doscientos? Me había atraído su belleza serena. Debió permanecer olvidada en un desván durante un buen tiempo y, aunque había sido restaurada con cuidado, tenía unos agujeritos en el sombrero y en el vestido que cubría su pecho. Su rostro, excepto alguna marca en la frente, estaba intacto. Quizás era una idealización pues parecía más inglesa que oriental. Su tez era blanca y tersa, boca pequeña de labios rojos bien dibujados, ojos de color ámbar claro, nariz grande y recta, cabello negro liso. Tres círculos de perlas ceñían su cuello y otro collar de turquesas adornaba su escote. Llevaba colgantes de otras perlas pequeñitas y un gran aro dorado en la oreja derecha. La izquierda no se le veía pues tenía la cabeza levemente inclinada hacia ese lado en una pose recatada mirando hacia abajo. Me hizo pensar en Úrsula y también recordar a Monique. “Qué manera de complicarme la existencia. Pero, ¿no había decidido romper con todo, cambiar de vida? En vez de pensar en el difícil contexto en la que me encontraba en mitad del Himalaya, allí estaba preocupándome como un iluso por mis dos amores imposibles. Estaba claro, lo importante era salir de esa situación. Si no, no volvería a ver a una ni a otra”. Pero los pensamientos y los afectos son indomables. Y, además, me gustaba pensar en ellas. ![]() Sí, en este refugio precario entre los picos y las nieves, entre el temor y el silencio, la soledad y la espera, acompañado del sueño intranquilo de Jack, recordé aquellos días en el avión y luego en Calcuta con Monique. Había sido tan solo unos meses atrás, en este mi segundo viaje al Himalaya. Primero fue la sorpresa del encuentro con aquel encanto de mujer; luego, la intensidad de nuestra relación, más platónica que carnal. Sentimientos enterrados, impropios ya, quizás, de mi edad y experiencias. Rememorar aquella escena me emocionó y transportó; ensanchó mi boca con una sonrisa de añoranza. Sí, con cuanto afecto la recordaba. Y, todavía más, tristeza. Cerré los ojos y volví a verla aquella mañana al alba. ![]() La sábana cubre la parte inferior de su cuerpo. Está acostada boca abajo. Contemplo su piel tersa, de natural moreno y que adivino suave al tacto. La luz del incipiente amanecer entra a través de la raída cortina que cubre el mirador de la habitación. Viejos muebles ingleses, fotografías de oficiales británicos y maharajas posando vanamente orgullosos junto a los cuerpos de tigres salvajes convertidos en tristes piltrafas, molduras de yeso ennegrecidas por el paso de los años, un ventilador renqueante y bombillas desnudas colgando del techo en donde antes habría arañas de cristal de Bohemia. ![]() Fue una mansión colonial de prosapia, pero ahora es un decaído hotel en Sudder Street, la calle donde nos alojamos la mayoría de los mochileros al llegar a Calcuta. Se llama Fairlawn. Lo regenta una pareja de ancianos: él, inglés; ella, armenia; tan simpáticos como estrambóticos, para quienes los tiempos del Raj parecen no haber terminado. Son custodios de las pasadas grandezas del Imperio Británico en la India cuando Calcuta era su pomposa capital. Manuel, Monique y yo compartimos una habitación triple, en rigor una doble con una alcoba, donde duerme el sujeto de mi atención y de deseo, lo confieso, en ese momento. ![]() Ahora se gira. Su joven rostro, inocente en el sueño, sus preciosos senos de adolescente y su cadera izquierda quedan al descubierto. Siento una gran ternura por ella. Más que eso, quizás. Por eso la contemplo desde una cierta distancia apoyado en la pared. Me fascina pero no hay deseo lujurioso en mi mirada, no me siento un voyeur. ![]() . . . . . . . . . Había conocido a Monique y a Manuel, dos días antes, en el vuelo París – Calcuta, vía Kuwait. Estábamos en Abril y yo volvía al Himalaya, tras mis aventuras del año anterior, con la intención de recorrerlo durante cinco o seis meses para realizar un libro de imágenes sobre sus paisajes y sus gentes. Monique era francesa, iba sentada a mi derecha junto a la ventanilla. Manuel, argentino, la treintena, alto, desgarbado y rubio, lo que denotaba su ascendencia alemana, iba sentado a mi izquierda. Monique tenía veinte años. Era de Orleáns. Me contó que era budista. Una decepción amorosa la llevaba a buscar el sentido de la existencia. Tras unas semanas en una comunidad en los Alpes y ocho días de meditación encerrada en una habitación diminuta se dirigía a Nepal para la gran prueba: tres meses de aislamiento y ayuno sentada en posición de loto en una celda de un monasterio lamaísta frente a las cumbres nevadas de la gran cordillera. Era morena, de ojos castaños, bonita cara ovalada y con el pelo corto a lo garçon. La vi idealista, ingenua y llena de fervor. “Otra Juana de Arco”, me dije. . . . . . . . . ![]() Al día siguiente a media mañana nos sumergimos en la ciudad. Tras la atmósfera seca de Kuwait, el aire que pendía sobre Calcuta te envolvía como las arcadas de un hipopótamo ahogándose en una alcantarilla atascada. La ciudad, por otra parte, parecía como si en los últimos años hubiera padecido una docena de inundaciones alternando con otra docena de incendios. Tal era el aspecto de calles y edificios con las enormes manchas de humedad en sus bajos y la negritud de sus fachadas y tejados. Ironías de esta ciudad, solo el monumento a la memoria de la reina Victoria, emperatriz de las Indias, brillaba impoluto en su augusta magnanimidad de mármol blanco, entre dos estanques, allí en un lado de la ancha explanada del Maiden. ![]() Las calles bullían de gentes, de rickshaws arrastrados por hombres solo vestidos de cintura para abajo por sus dhotis que dejaban al descubierto sus torsos y piernas escuálidos, tartanas tiradas por caballitos esqueléticos y autobuses renqueantes, sus carrocerías inclinadas hacia la izquierda debido a los racimos humanos que colgaban de sus dos puertas abiertas en ese lado. En las aceras suficientemente anchas acampaban familias enteras cubiertas de harapos, protegidas del sol por viejos toldos colgados entre ramas y verjas, y rodeadas de nubes de moscas. Sobre los cables del tendido eléctrico graznaban los cuervos y no faltaban algunas vacas a la búsqueda de algo vegetal que rumiar, mientras los perros revolvían entre los montones de basuras. ![]() En una calle cerca de Park Street, una larga fila de madres con sus bebés esperaba su turno junto a un consultorio benévolo de médicos, muchos de ellos occidentales. Hermoso ejemplo de caridad. Manuel había venido a Calcuta a hacer algo similar y yo, por primera vez, fui consciente de una manera intensa de la necesidad de ayudar a los países pobres. Estuvimos un buen rato contemplado las idas y venidas de las madres, sus actitudes pacientes ante la espera, sus rostros de esperanza o de preocupación mientras los doctores auscultaban a los niños y explicaban tratamientos o daban consejos. Journeys 7 to 9, Total 10
Después de comer propuse tomar un rickshaw para ir a Kalighat, el templo de Kali.
−Ni hablar, no voy a aposentarme en uno de esos cacharros como una marquesa y que un pobre hombre tire de mí. La frase de Monique sonó tan espontánea como indignada. −No deberías verlo de esa manera −le respondí−. No es nada deshonroso. Para ellos es su trabajo. Como otro cualquiera. Al que emplees, le haces un gran favor. A un indio le cobra cuatro o cinco rupias por una carrera; a ti te va a cobrar veinte o treinta. Lo suficiente para pagar el alquiler diario del vehículo, porque no es suyo, y dar de comer dos o tres días a su familia. −Visto así, me parece bien −opinó Manuel. −Sigo creyendo que es un trabajo degradante −insistió Monique− pero en fin… ![]() . . . . . . . . . Encontramos que el templo carecía de interés artístico pero, a esa hora de la tarde, era un hervidero de devotos que se apretujaban en su entrada y en las calles circundantes convertidas en un bazar, donde se vendían ofrendas para la diosa y pinturas que representaban su negra efigie chorreando sangre, con serpientes y cráneos alrededor del cuello y una variedad de armas en sus cinco pares de brazos. −Absurdo, todo este fanatismo −señaló Monique− me repugna. −Pues sí, totalmente de acuerdo, esta es la peor muestra del hinduismo –le respondí. −Bueno, esto es el hinduismo más popular, pero no hay que confundirlo con la religión brahmánica, que es el verdadero hinduismo −señaló Manuel−. Pasa en todas las religiones. Hay que distinguir entre la doctrina y los rituales, entre la filosofía y la necesidad del pueblo de creer en cosas que le atemoricen y no entienda, en misterios y supersticiones. −Y lo sucio que está todo. Y tantos plásticos, papeles y mierda de vaca. –añadió Monique −¿Sabéis que me dijo un indio la otra vez que estuve aquí? –les pregunté sonriendo irónicamente–. Pues que fuimos nosotros, los turistas occidentales, quienes les enseñamos a ser sucios; antes no tenían nada que tirar. ![]() Entretanto habíamos llegado a su puerta. Se nos acercó un joven brahmán, nos ofreció celebrar una puja. Animé a mis compañeros a compartir la experiencia. Nos descalzamos y le seguimos. Se detuvo delante de uno de los puestos donde vendían ofrendas. −No se acerca uno a la deidad con las manos vacías –nos dijo y eligió un coco, unas flores y unas varillas de incienso. −Cien rupias −anunció el vendedor. Habíamos visto pagar diez rupias a la clienta anterior. Así que le ofrecimos veinte, pues es normal en Oriente que los extranjeros paguen bastante más que los locales. Tras el consiguiente regateo, se conformó con treinta. A base de empujones, nuestro guía se abrió paso entre la multitud y llegamos justo a un lado de la escalinata del altar principal cerrado por unas gruesas puertas de plata tras las cuales se suponía se hallaba la divinidad. ![]() Así nos lo indicó el brahmán al tiempo que nos preguntaba nuestros nombres para repetirlos a la diosa junto a unas invocaciones en sánscrito que, desde luego, no entendimos. Depositamos las flores en una bandeja que desbordaba de ramos similares, encendimos el incienso, el brahmán partió el coco en dos golpeándolo contra la verja de hierro y luego derramó la leche por encima de nuestras cabezas. . .- . . . . . . . . ![]() Después de cenar, Monique y yo fuimos a pasear al vecino parque Maiden. Nos sentamos en un banco. Me contó más cosas de su vida. De sus padres divorciados cuando ella apenas tenía siete años. De cómo él, su padre, apenas se había interesado después por ella. De cómo vivía con su madre y su nuevo marido que la molestaba. De su novio que la había dejado hacía unos meses sin ninguna explicación. Pero ahora había encontrado su vía. −Aunque tengo miedo −me confesó. −Es natural. Creo que lo que vas a hacer, encerrarte en una celda tú sola con tus pensamientos y tu pasado infeliz acechándote, no es una buena idea. −Meditar no es pensar en el pasado, sino dejar la mente en blanco –levantó la barbilla y cerró los ojos−. Hay que rechazar todo lo negativo –continuó−, no dejarse envolver por las emociones, pensar en positivo. −Sí, muy bien pero ¿cómo se consigue eso en soledad? Te aseguro que es relacionándose con otras personas y siendo activo en nuevos escenarios. La naturaleza es perfecta para ello, el contacto con ella te hace sentir mucho mejor. Ven conmigo a recorrer los caminos del Himalaya –proseguí mientras tomaba sus manos−, a descubrir, a conocer otras gentes, a sentir los gozos y los sufrimientos del caminante. Luego, después, siempre podrás ir a tu monasterio. −Pero no tengo equipo, ni botas ni anorak… ![]() … .. . . . . . . . . . . Regresamos al hotel en silencio. Ella a su alcoba, yo a la habitación contigua donde Manuel ya dormía. Unas horas después me despertaron sus preparativos para marcharse. Mientras la oía recoger sus cosas fui perdiendo la poca esperanza que me quedaba. “La iba a perder. En solo un par de días su idealismo, su ingenuidad y su belleza habían penetrado en mi yo más íntimo, y en unos minutos dejaría de verla para siempre”, pensé mientras me vestía con el propósito de acompañarla al aeropuerto. Pero no quiso. −Sería más difícil, para ti y para mí –me dijo. Nos abrazamos. No podía soltarla. −Ha sido maravilloso conocerte. Espero que seas feliz. −Me acordaré de ti –me contestó−. Nos veremos en París dentro de unos meses. Me había dado su dirección, pero yo sabía que sería harto improbable. Que me lo decía para consolarme. −Ahora tengo que irme, por favor. Abrí mis brazos. Rozó con sus labios los míos y se despegó de mí. Tras despedirse de Manuel, quien había fingido dormir, se cargó la mochila a la espalda, abrió la puerta de la habitación y la cruzó sin volver la cabeza. . . . . . . . . . . Me dejé caer en la cama. Los ojos mirando al techo. Luego cerrados. “Parece que me gusta sufrir un poco”, me dije. Pero, al cabo de unos minutos, me rehíce: yo también tenía mis planes. Tras un cordial abrazo, Manuel y yo nos dijimos adiós. Él se fue a pasar unos meses con Madre Teresa, como tenía planeado, y yo tomé el pequeño tren hacia Darjeeling y sus laderas plantadas de té para, desde allí, seguir con mis proyectados caminos a la búsqueda de las montañas voladoras. Pero en el fondo de mi mente sabía que dentro de unas pocas semanas, cuando llegase a Katmandú, buscaría a Monique hasta hallarla. Journeys 7 to 9, Total 10
“El Everest se alza no tanto como un pico sino como una montaña prodigiosa. No hay desorientación para la vista. La más alta de las montañas del globo solo tiene que hacer un gesto de magnificencia para ser el señor de toda ellas; inmenso en su incontestada y aislada supremacía”.
George Mallory (muerto cerca de su cima en 1923) ![]() Tras las historias que Jack me había contado sobre el Nanda Devi −siempre allí vigilante de nuestras angustias o inspiradora de nuestras esperanzas−, las vicisitudes de mi trekking al Everest llenaron mi memoria. (Corresponde al Cap. XV de la novela) Por fin. Allí estaba yo, Octubre de 1978, mi segundo trekking hasta encima del campo base. Ligero, eufórico, sin resuello, buscando oxígeno para mis pulmones. Erguido sobre la cumbre del Kala Patar, a 5.650 metros de altura, frente a frente al Everest: Chomo Lungma o Diosa Madre de la Tierra, como lo llaman desde siempre los tibetanos. Sagarmatha, lo habían bautizado recientemente los nepalíes para mostrar que el pico también les pertenecía a ellos. Apenas unos pocos kilómetros me separaban de su cumbre a vuelo de pájaro. Poderoso, dominador. ¡El techo de la tierra! Objeto de deseo de todos los alpinistas. A mis pies, el campo base. Tiendas de campaña azules, anaranjadas, verdes, y bidones, ropas, plásticos y montones de basura abandonados por las sucesivas expediciones. La famosa curva de los seracs (pináculos de hielo) y la cascada helada del glaciar de Khumbu, picando hacia arriba por toda la cara Oeste del gran pico, camino del collado Sur y de la cima. También frente a mí, ligeramente a la derecha y aún más cerca y por ello más impresionante, la fachada abismal y helada, toda blanca, del Nuptse y, justo detrás, otro gigante, este negro y blanco, el Lhotse, la cuarta montaña más alta de la Tierra. De la cúspide del Everest el viento arrancaba un penacho permanente de nieve en polvo. ![]() −Namaste –saludé juntando las palmas de las manos sobre el pecho. Había una mujer sentada en cuclillas entre las rocas y el manto de nieve. La había visto la noche anterior en la cabaña de Gorak shep donde ambos habíamos dormido. La reconocí por su anorak estampado de margaritas. Debía de ser norteamericana, pensé. El gorro bien encajado y las gafas de glaciar apenas dejaban ver su rostro. Pero recordé que tenía unos ojos azules muy claros y tristes. No la había visto por la mañana. Pero me había cruzado con el sherpa que la acompañaba al iniciar yo, hacía un rato, el ascenso. Ella había debido de levantarse y emprendido la jornada antes de que yo me despertara, muy cansado como estaba de la marcha del día anterior. −“Hi” −me respondió, al tiempo que me saludaba con la mano ligeramente levantada. −Menuda vista, qué maravilla. Lo hemos conseguido −añadí en inglés. −Sí, claro –calló unos segundos−. Perdóneme, no me siento muy comunicativa. Su acento, sin duda, era british puro. Respeté su silencio. Tomé unas fotos, primero con el 28 mm. en horizontal para coger el mayor panorama posible. Después cambié el filtro polarizador al 50 mm. y tomé con éste unas en vertical con el Nuptse en primer plano. A continuación puse el zoom y tomé planos más cercanos y detalles de las laderas, los hielos y los picos. En todos los casos sobreexponiendo uno o dos diafragmas para compensar la luminosidad de la nieve. El día estaba muy claro pero el viento azotaba con fuerza en este lugar sin ninguna protección. −Mi marido está allá arriba −me dijo la mujer cuando acabé de tomar las fotos. −¿Está subiendo al Everest? −No. Desapareció allí −e hizo un gesto con la cabeza levantando la barbilla y señalando la cumbre−. La primavera pasada. Es lo único que le importaba. Un loco… maldito loco –añadió−. Me prometió que era la última vez. Siempre lo hacía. Y esta vez… −Lo siento –musité sin saber qué más decir. −He venido para ver dónde y, también, para intentar entender... entender. −Perdóneme, lo siento –volví a murmurar–. ¿Quiere que la deje sola? −No, no se vaya. No ha subido hasta aquí para solo estar dos minutos. ¿No? Llevará, como yo, días y días andando y sufriendo estas pendientes −se quitó las gafas y descubrió sus ojos húmedos. Me quité también las mías−. ¿Llegó a Lukla en avión? ¡Qué experiencia!, ¿no?, aterrizar en una ladera en medio del Himalaya. −Pues, sí. Emocionante. Pero lo es aún más al despegar, ya lo hice el año pasado y parece que caes al vacío. Es mi segunda vez aquí. Pero este es mi límite −añadí. −Entonces no es usted alpinista; no me puede explicar por qué lo hacen. −Bueno, esa es la gran cuestión: la atracción de las montañas, su conquista, el probarse a sí mismo. Dicen que es como una droga. Unos, buscan el record de muchas montañas o cosas peligrosas como subir más alto, ser más veloz. Para mí eso no es el amor a la montaña. En el amor a la naturaleza o a una mujer la velocidad es lo último. Una nube ocultó el sol. Se notó, de repente hizo más frío. Ella se estremeció. Volvió a mirarme con sus ojos azules. A la luz del día, eran todavía más claros. Pero me parecieron menos tristes y en ellos brillaba un gesto de amistad. −Siéntese a mi lado, si quiere. En la montaña todos somos iguales. Y no hay mala gente. Obedecí y me presenté. −Soy Francisco, de España. −Elizabeth, inglesa. −Y, ¿cómo fue? −No está muy claro. Fue en el descenso. No sabemos si se despeñó o no pudo seguir más y murió agotado. Tampoco, si llegó a hacer cumbre –se le quebró un momento la voz pero luego continuó−. Sabe usted, como dice un proverbio montañero, la cumbre es solo la mitad del camino. La mayoría de los accidentes ocurren durante el descenso. La gente va ya agotada tras doce, catorce o más horas de lucha contra el relieve, los vientos y contra sí mismo por llegar. Eso es lo que he leído y me han contado. −¿Iba solo? −Sí. Su compañero se volvió antes de llegar a la antecima Sur. No le funcionaba el oxígeno y ya no podía más. William siguió, pero era ya bastante tarde. Lo cogió la noche sin poder regresar al campo IV –hizo una pausa e inclinó y balanceó la cabeza con un gesto apesadumbrado−. Si al menos pudiera ver su cuerpo. Todavía no se ha encontrado. Mientras no lo vea, no me lo puedo creer −añadió. −Entiendo. No debí haber dicho eso, pensé. ¿Cómo podía yo entender lo que esta mujer sentía? Quedamos en silencio. Volvió el sol a mitigar el ambiente frío. −Hay una expedición polaca y otra de japoneses intentando hacer cumbre −dijo– aunque no veo a nadie. Solo un par de tiendas allá arriba, debajo del collado. −Esperemos que tengan suerte y el buen tiempo les acompañe –apunté−. Dicen que la ascensión en sí no es de las más complicadas, comparada con el Annapurna o el K2; pero claro, el tiempo... −Sí, eso esperan. Y únicamente piensan en subir y conquistar. No les importa arriesgarse y eso lo entiendo. Mi marido decía que la montaña no es una apuesta, es un sentimiento; ¡pero sufrir! Yo creo que les gusta. Pero no piensan en lo que dejan detrás: mujeres, hijos, padres, novias, amigos –hizo un gesto de impotencia–. Y así una y otra vez. Hasta que no vuelven. Tenía razón. Siempre nos fijamos y lamentamos la muerte de los montañeros despeñados desde las alturas, perdidos entre los hielos. Nos lo cuentan en los periódicos, en las teles y los libros. Pero nadie nos describe el sufrimiento de los que quedan, de tantas vidas destrozadas por la ausencia. Me pareció inútil expresarlo. Elisabeth, esa viuda rota, lo sabía mejor que yo. Seguimos un buen rato contemplando ese escenario fastuoso. Ambos, desde luego, con ojos y pensamientos bien distintos. Me dije, egoístamente, que tenía que aprovechar el momento y hacer más fotos; no se está todos los días frente a un espectáculo semejante. Había empezado a declinar el día. Algunas nubes subían desde el valle y dejaban a este en sombra, pero el resplandor del sol seguía allá en lo alto del cielo azul oscuro y todos los altos picos brillaban, siquiera más suavemente, con una llama escondida como si los iluminara un fuego interno a través de las rocas y los hielos. Las nubes siguieron su ascenso, se aproximaron a las bases de las montañas y pareció que aquellas ya no nacían del suelo, no tocaban la tierra, sino que colgaban ingrávidas de la bóveda celeste. ¡Ah, mis montañas voladoras! Recordé el pensamiento de Albert Camus: “No hay sol sin sombras y es esencial conocer también la noche”. ![]() Había iniciado mi trekking quince días antes desde el altipuerto de Lukla, una precaria pista colgada de la falda de una montaña a 2.500 metros de altura, tras una hora escasa de vuelo en un pequeño avión de hélice desde Katmandú. En la capital nepalesa había esperado un par de días a que las condiciones atmosféricas hicieran posible el aterrizaje y por tanto el vuelo. Una vez llegado, en la misma pista, escogí a un jovial sherpa, Dhama, entre los varios que esperaban, para que cargase con mi mochila de catorce kilos y, con toda la vida por delante, me dije, di el primer paso hacia el macizo del Everest, pues, según un repetido proverbio chino, toda gran aventura empieza con solo un primer paso. No comencé sin embargo con mucha suerte. Aquella primera noche, tras solo tres horas de caminata, dormimos en Phakding, en una casa con huerto adyacente propiedad de un japonés recién instalado allí con el propósito de dar comida y espacio para el saco de dormir a los senderistas. No sé si fue la cena o el desayuno, pero el caso es que al día siguiente a media mañana, en plena subida hacia Namche Bazar, la “capital” del país sherpa, justo después de haber atravesado una profunda garganta por un precario puente hecho de tablas y cuerdas que se balanceaba a cada paso y bajo el cual tronaba el Dudh Kosi, empecé a encontrarme con fuertes molestias gástricas. Creí reconocer los síntomas de una giardisis, pues ya había tenido una el año anterior en Katmandú al regreso de mi primer trekking. Entonces el amable propietario del Hotel Shakti, donde me hospedaba, había llamado a un médico. Este tras los análisis correspondientes había determinado la presencia de esos molestos parásitos en mis intestinos. La solución, unos días de reposo en cama y dos pastillas de Flagyl cada doce horas durante ocho días. Así que creía estar al tanto de la solución para mi mal, pero no cómo llevarla a cabo en los salvajes territorios donde me encontraba. Quizás en Namche Bazar hallaría la medicación y una cama donde aguardar la muerte de los parásitos, pues no pensaba que unos simples bichitos pudieran conducirme a la mía. Cuando tras ocho horas de marcha, en vez de las cinco que hubiera requerido en situación normal, llegamos al citado pueblo −muy pintoresco con sus casas de piedra y pizarra acostadas en semicírculo en una loma, a más de tres mil metros de altura, sobre un ensanchamiento del valle que trae las aguas del Everest y otros gigantes− no había ni médico, ni farmacia. Pero sí, nos dijeron, en el pueblo de más arriba, Khumjung, donde se encontraba la pequeña clínica que Sir Edmund Hillary −el larguirucho neozelandés y primer hombre en hollar la cima del Everest− había donado al pueblo sherpa en agradecimiento a la ayuda que prestaba a todos los montañeros que por allí pasaban y, en particular, a él mismo. Hora y media más de agónica subida y me encontré frente al joven médico japonés que regentaba la clínica. −Pues sí, debe de ser una giardisis −me dijo–. Tiene usted dos soluciones, ocho días de descanso y Flagyl, aquí está –continuó mientras me alargaba una caja de la medicina− o bien, se toma doce pastillas esta noche y otras doce mañana por la noche, y todos los bichitos muertos. “Entre este samurái y el de abajo que me ha metido los bichitos quieren acabar conmigo”, me dije. “Pero, en fin, ¡qué voy a hacer! Esta infección es muy corriente en estos lares, así que este buen hombre sabrá lo que dice”. Encontramos cobijo en una casa. Me tomé la primera docena de pastillas mezcladas con el arroz y descansé arrebujado en el saco encima de los yaks y las cabras que, resguardadas en la planta inferior, proporcionaban calefacción natural a los moradores. A la mañana siguiente me encontraba bastante bien y, además, hacía buen tiempo, así pues seguimos camino. Pasamos por Syangboche, una pequeña pista de aterrizaje con un sencillo hotel a su lado, donde se alojan por una noche, enchufados a sendas botellas de oxígeno, los turistas que llegan en avionetas desde Katmandú para contemplar el Everest y sus acólitos. El hotel estaba vacío pero en su terraza había un guapo sherpa cosiendo con una vieja Singer. Él, en primer plano, con su cabello recogido y trenzado con una cinta roja enmarcando su rostro y el bellísimo Ama Dablam al fondo, fueron motivo para una hermosa foto. ![]() Descendimos, a continuación, quinientos metros hasta el Dudh Kosi y sus enormes molinos de oraciones dirigidas al Buda accionados por las aguas turbulentas. Volvimos a ascender otros ochocientos metros hasta el famoso monasterio de Tyangboche: un perfecto Shangri-La situado a 3.800 metros entre los últimos pinos y los últimos rododendros. En esos años era el monasterio habitado más alto del mundo. Y en el escenario más espectacular con los afilados picos del Ama Dablam, el Kantenga y el Tameserku encuadrando sus fachadas blancas y rojas. Nos recibieron las cantinelas, los címbalos y las trompetas de los monjes −pues era el tiempo de las oraciones del atardecer−, la buena noticia de que dentro de diez días −justo a nuestro previsto regreso− se celebraba la fiesta del Mani Rindu −con danzas de los monjes convertidos en demonios. ![]() Había decidido no seguir desde Tyangboche el camino habitual hacia el Everest, pues ya lo había hecho el año anterior -en el que, por cierto, descubrí, al firmar en el libro de registro de entrada al Parque Nacional de Sagarmatha, que era el primer trekker español camino del Everest. Me habían precedido, unos días antes, una sevillana acompañada por un italiano que iban a Tyangboche y, en 1974, los alpinistas de una expedición vasco española que llegaron hasta el campo 6, justo encima del collado Sur. Esta vez quería recorrer un camino mucho menos trillado, al Oeste, que llevaba a los lagos de Gokyo, a los pies del Cho Oyu y, desde allí, por un paso a más de cinco mil metros, cruzar hasta el glaciar del Everest. Confiaba en que no habría hielo o mucha nieve. Así que tras recibir la bendición del lama superior, como contrapartida a un billete de diez rupias envuelto en el tradicional pañuelo de gasa blanca, ascendimos siguiendo el estrecho valle del Dudh Kosi hacia Maccherma, nuestra siguiente etapa. Maccherma era un pequeño grupo de cabañas de pastores, a más de cuatro mil metros de altura, donde aquellos se alojaban cuando subían a apacentar a sus yaks fuera de la temporada de nieves. Su nombre era bien conocido entre los “exploradores de lo imposible” y los amantes de los misterios. Aquí había tenido lugar, el 11 de Julio de 1974, la aparición más espectacular del yeti u “hombre de las nieves”. Lakpa Domani, una sherpaní de dieciocho años, lo contó así: “Estaba cerca de la cabaña cuando oí a mis espaldas un gruñido sordo. Me volví y me encontré frente a una especie de mono grande de pelaje rojo oscuro, de ojos muy hundidos y pómulos salientes. El animal me agarró y me llevó hasta el torrente. Allí me tiró al suelo. Se fue contra los yaks y los atacó”. El informe de los policías que vinieron de Namche Bazar decía: “Hemos encontrado los restos de tres yaks; dos parecían haber muerto a golpes con una piedra grande o con una maza; el tercero tenía la nuca rota”. En años anteriores, otros signos de la existencia del yeti por el Himalaya habían sido unas huellas inclasificables encontradas en la nieve, fotos borrosas y algún avistamiento desde bastante distancia. La consecuencia de todo ello para los expertos era que no existían pruebas para afirmar la existencia del supuesto homínido ni tampoco para negarla. El pretendido escalpelo que se guardaba, y yo había visto, en el cercano monasterio de Pangboche se había analizado por una universidad americana y se había llegado a la conclusión que estaba hecho de piel de cabra. Journeys 7 to 9, Total 10
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