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Una noche de finales de Junio, con la carrera de ingeniero industrial recién terminada, abordaba el exprés Irún/Bilbao. En Hendaya, tras el escrutinio del pasaporte y aduanero por parte de policías, funcionarios y gendarmes, cambié de tren. Eran las nueve de la mañana. Uno de mis compañeros de compartimento, gallegos de Mondoñedo, abrió al rato su maleta de cartón. Solo había una camisa, una muda y una hogaza rellena de albóndigas y pimientos verdes. Me invitaron a almorzar. Las albóndigas sabían a terruño pero eran algo menos jugosas que las de mi madre, quizás porque debían de llevar hechas un par de días. Luego me dormí. Cuando me desperté, las torres góticas de la catedral de Chartres sobresalían por encima de los trigales. Me admiró la simetría de los campos y la abundancia de bosques y sus grandes árboles.
Era casi de noche cuando llegamos a París. Estación de Austerlitz, junto al Sena, puerta de entrada de tantos españoles en esos años y en los precedentes, tras la guerra civil. Estos últimos, con sus corazones agobiados por sentimientos de exilio y derrota. Los que llegábamos ahora, lo hacíamos plenos de ilusión y un cierto temor a la superioridad de un país más desarrollado. Eso, al menos, pensé entonces. Sabía que debía ir a buscar un hotel para pasar la noche, pero me encontré arrastrando mi maleta por un ancho puente sobre el Sena, maravillado de la amplitud de las vistas, de las luces de las farolas prolongadas a diestra y siniestra por las avenidas y a lo largo del río bien encauzado entre sus murallones. Al fondo distinguía el ábside iluminado de Nôtre Dame. Me acodé sobre el pretil con la maleta entre las piernas y contemplé arrobado el escenario.

Qué distinto al que ahora contemplaba. Las nubes habían bajado a refugiarse en la garganta del río. Hasta hacía un momento eran rojizas, ahora se habían tornado oscuras pues el sol acababa de esconderse tras las montañas que cerraban mi visión el oeste. Su esencia permanecía. En su declinar último tornaba de color púrpura las nieves que coronaban los picos. Las del Nanda Devi fueron las últimas en apagarse. El cielo se ensombreció, pero quedó limpio. Esperanza para el mañana.

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Así, tan fácil, empezó mi estancia de tres años en París. Una ciudad universal donde un paseo por un bulevar, un puente o una plaza evocaba un gran pasado, donde en cada rincón se había vivido un trozo de la Historia. Percibí a los últimos existencialistas del café Deux Magots en Saint Germain y a los últimos bohemios de La Coupole en Montparnasse. Descubrí la editorial Ruedo Ibérico y sus ediciones de “El Laberinto Español” de Gerald Brenan, la “Historia secreta del Opus Dei” de Jesús Ynfante y la “Historia de la Guerra Civil” de Hugh Thomas. Estas tres obras cambiaron mi percepción de la historia reciente de España. Me enteré de muchas verdades, no lo que la historia que aprendí en el colegio y lo que la prensa y las radios de mi juventud contaban. Conocí las tertulias republicanas y anarquistas en los cafés del Barrio Latino. Y el significado real de palabras como política, socialismo, democracia, huelga…

Y el primer gran amor. Y el sexo. Y también sentí la libertad y la soledad. Van, a menudo, juntas. Me percaté de que, en el fondo, somos ángeles de una sola ala. Debemos abrazarnos a otro medio ángel si queremos volar. Y, entonces, lo encontré. Era más bien un diablo encantador y se llamaba Marianne.
− ¿Voulez vous danser avec moi?
Estábamos en Le Jardin de Montmartre, un bar dansant en la misma Place du Tertre. Era sábado por la noche. Hacía ya tres semanas que había llegado a París. Era un colega español de la fábrica quien me había llevado. Tras la puerta acristalada se extendía a la izquierda la barra del bar. Una docena de hombres acodados en ella con un Pernod o una cerveza en la mano. Algunos, como nosotros, vestidos muy normales, sencillo traje de verano o jersey encima de los hombros. Otros, la mayoría, portaban camisas apretadas abiertas −pelo en pecho−, pantalones ajustados en las caderas y acampanados abajo, bigotes finos y patillas alargadas. Johnny Hallyday o Elvis Presley como modelo. No les faltaba el pañuelo anudado al cuello ni el cigarrillo gitanes o gauloises colgando entre los labios.

A continuación se accedía a la terraza-jardín. Era una pista de baile moderadamente iluminada, rodeada de veladores y sillas de forja bajo la penumbra de un emparrado. Bastantes parejas, algún grupo de turistas y chicas solas en dúos y tríos. Encontramos una mesa cerca de la pista y pedimos dos copas del vino más barato de la carta. El ambiente, sin llegar a canalla, era un poco chulesco y parecía que, más o menos, todos se conocían. Al cabo de una hora solo había conseguido bailar una vez. Con una chica morenita de pelo corto con la que no hubo la mínima comunicación, ni verbal, ni carnal. Mi colega, ni eso. Ya estábamos pensando en la retirada cuando llego ella acompañada de una amiga. Marianne era rubia, pero de un color pálido, no del tipo llamativa; ojos azules grises de mirada sosegada. Mediana estatura, cintura apretada y busto bien marcado como era la moda entonces: Brigitte Bardot hacía furor.
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El caso es que allí estaba yo, con la bella en mis brazos, su espléndido pecho contra el mío y nuestros muslos rozándose para marcar, como debe ser, las posiciones, los arranques y las paradas que el violín quejumbroso y un imitador de Carlos Gardel nos señalaban. Se dice que el tango se baila “escuchando el cuerpo del otro”. A partir del abrazo de la pareja se trata de expresar un sentimiento pleno de sensualidad. Todo en la danza del tango está unido: las miradas, los brazos, las manos, cada movimiento del cuerpo acompañando la cadencia y lo que ambos están viviendo: un romance de tres minutos entre dos personas que a lo mejor acaban de conocerse, como era nuestro caso, pero que une y excita más que ninguna otra danza. Siguieron las sambas, los boleros y hasta pasodobles.
No recuerdo nada de mi amigo, ni de la amiga. Me veo sentado en la mesa con Marianne. Era danesa y llevaba un par de años en París dando clases. Solos ella y yo. Mi brazo sobre sus hombros. Nuestras cabezas juntas ensayando nuestros primeros besos. No mucho más allá, aparte de los sobeteos mamarios y los frotamientos, llegaban mis experiencias con las mujeres. En España, entonces, era época de mucho rezo y poca carne. Nos habían educado en la ignorancia y nos habían impuesto la represión de todo deseo impuro, como llamaban los curas, nuestros pretendidos educadores, a las inclinaciones naturales de los seres normalmente constituidos.

Volvieron los tangos y allí fue donde Marianne no solo se abandonaba con placer a mi abrazo sino que se apretaba sin disimulo. Hacia las tres de la mañana hubimos de irnos pues cerraban el local. La plaza estaba ya vacía; ni artistas, ni turistas. Encaminamos nuestros pasos, convenientemente enlazados, hacia el vecino Sacre Coeur. Me vinieron a la memoria los versos de García Lorca, máximo ejemplo de literatura erótica al que en nuestra juventud habíamos podido acceder y no, desde luego, en clase de literatura:
"En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
cómo ramos de jacintos".
Llegamos frente a la gran basílica y nos sentamos en lo alto de la legendaria escalinata que la precede. Allí nos recibió la luna siempre exquisita, melancólica, taciturna, romántica, reina de la belleza de esa noche. Y París con todos sus tejados, sus cúpulas, sus torres, sus flechas y sus luces se mostró a nuestros pies. Como ya tenía en mente, me dejé llevar por el poeta y arrastrar por la pasión gozosa que inmediatamente afloró en Marianne.
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