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Everest. Trekking por Gokyo II

Everest. Trekking por Gokyo II ✏️ Diarios de Viajes de Sub Continente Indio Sub Continente Indio

Tenía que ser el lugar donde el yeti había matado a aquellos yaks y atacado a la joven, donde yo iba a actuar como su antítesis. No fue la tal Lakpa Domani quien nos dio posada aquella noche pero sí otra joven sherpaní de nombre Pasang Lhamo, cuyo...
Poegea Autor:   Fecha creación:   Puntos: 5 (1 Votos)
De Ejecutivo a Trotamundos.

Diario: De Ejecutivo a Trotamundos.

Puntos: 5 (7 Votos)  Etapas: 10  Localización:Sub Continente Indio Sub Continente Indio

Everest. Trekking por Gokyo II - De Ejecutivo a Trotamundos. (1)

Tenía que ser el lugar donde el yeti había matado a aquellos yaks y atacado a la joven, donde yo iba a actuar como su antítesis. No fue la tal Lakpa Domani quien nos dio posada aquella noche pero sí otra joven sherpaní de nombre Pasang Lhamo, cuyo significado, según me explicó Dhama al llegar, era el de “bella diosa”. No supuse entonces lo adecuado de este nombre para aquella jovial mujer. Era bastante agraciada con unos ojos expresivos de un marrón claro y facciones bien dibujadas. Llevaba, como todas las de su etnia, el pelo recogido en dos trenzas adornadas de cintas de colores y enrolladas sobre la cabeza. Aparentaba unos veinticinco años. Su marido estaba de porteador con una expedición montañera. Es costumbre antigua entre el pueblo sherpa que el hombre cuando se casa traiga a un hermano menor a vivir al nuevo hogar con el fin de que lo cuide, esposa e hijos incluidos, los periodos en que él se ausenta, con expediciones de montaña en la actualidad y en las caravanas entre Nepal y Tibet antes de que China cerrase los pasos fronterizos. La poliandria es corriente entre los sherpas y la mujer de ningún modo está sometida al marido. Ella ocupa la cama principal y en ella recibe, en alternancia, a un esposo u otro. No era en esta ocasión el caso. En la cabaña, en aquel momento, solo vivían Pasang Lamo y su niño.
Este, de unos dos o tres años, muy contento con nuestra llegada, no cesaba de corretear y enseñarme sus toscos juguetes de madera y hojalata, con explicaciones que yo no entendía, mientras deshacía la mochila y extendía mi saco en el rincón de la cabaña opuesto al hogar. Así que finalizada esta tarea me entretuve con espontáneo gozo a jugar con él. No tenía ni coches, ni aviones, ni trenes, nunca había visto alguno. Solo un par de reproducciones de animales, parecían un yak y una especie de mono ¿quizás un yeti?, amén de un tambor y una especie de trompeta de tamaño reducido, similar a las que tocaban los monjes en los templos. Hacía tiempo que no había jugado con un pequeño así. Su entusiasmo me admiraba y enternecía. Me hacía recordar a mis pequeños sobrinos allá en mi ciudad natal.
Entretanto su madre se afanaba en prepararnos la cena. La vi salir como una flecha de la cabaña con una azada en la mano. Cruzó el camino, se remangó sus pesadas faldas, dio un salto de gacela por encima del muro que delimitaba el campo adyacente y, en un pispás, escarbó el terreno y volvió con un cesto lleno de patatas. El ágil y potente salto de Pasang me había dejado tan admirado que cuando, unos minutos después, volvió a arremangarse las faldas hasta casi las caderas y se subió a un taburete, al lado de donde yo estaba, para alcanzar de una estantería una lata con cebollas, no pude menos que ceñir su muslo con mi mano derecha para comprobar que no tenía alas y estaba compuesto solo de piel, músculo y carne. Se volvió hacia mí y me dirigió una sonora carcajada mientras sus ojos brillaban con más picardía que sorpresa. No vislumbré entonces las consecuencias que mi inocente acto iba a acarrear.


Everest. Trekking por Gokyo II - De Ejecutivo a Trotamundos. (2)

Tras la cena de patatas cocidas con cebollas y un trozo de queso me retiré a mi rincón. Me enfundé el pijama y me metí en el saco. Es mucho más fácil lavar un pijama que un buen saco de plumas. Fuera era ya de noche. A la luz del fuego, todavía vigoroso y junto a él, contemplé cómo la joven sherpaní, en el otro extremo de la estancia, se afanaba recogiendo los enseres. El niño hacía tiempo que dormía. Sentía calor, así que me salí del saco, me cubrí con él y, enseguida, me quedé dormido.
Al cabo de un rato creí estar soñando. Alguien había tomado mi brazo y guiaba mi mano sobre un territorio suave, caliente y curvilíneo. Sentí un golpe de emoción al mismo tiempo que un cierto susto. Me sentí inseguro, sin control de la situación. Estaba todavía medio dormido. Podía oír su respiración acelerada junto a mí. El deseo superó mis temores, me abrumó en un principió y, a continuación, me inundó de placer.
La habitación estaba oscura; solo podía ver las siluetas, depresiones y promontorios. Aparte de nuestra respiración, silencio. Buscar, acariciar, abandono. No se necesitaba otro lenguaje. Nuestras manos, nuestros cuerpos hablaban por nosotros. Busqué su boca, me respondió apretando sus labios contra los míos. Me recordó aquellos besos de adolescente; pero pronto aprendió el placer que podíamos comunicarnos. Quiso enseguida que la penetrase; más, creo, porque le parecía lo propio, que porque tuviese una pasión incontenida; pero le enseñé a esperar. Sus manos, su cutis y sus piernas eran ásperas; sin embargo, la piel de sus zonas íntimas tenía el tacto de las rosas. Noté por el olor a jabón que se había lavado antes de buscarme. Se lo agradecí con más caricias y cuando estallamos se quedó un rato apretujada contra mí. Luego quiso marcharse, pero no la dejé y comenzamos de nuevo.

Cuando desperté, ella ya estaba preparando el desayuno. El niño correteaba desnudo en el exterior abrazado por el frío del amanecer. “¿Alguien quería vida simple? En Nepal la tienes”, pensé. Aquí hay aventura, belleza y emociones. Pero después de desayunar el porridge y el té salado con manteca de yak, me dispuse a partir. Pasang me miraba tranquila y con una cierta coquetería en sus ojos. Ahora no podíamos comunicarnos; solo teníamos el lenguaje común de las caricias y los gestos. Hubo sonrisas mutuas de gratitud y afectividad. Cuando nos fuimos, ella quedó en el umbral. Una última mirada, toda llaneza. Quizás pensó que volveríamos a encontrarnos a mi regreso, pero yo sabía que mi camino de vuelta era otro.

Everest. Trekking por Gokyo II - De Ejecutivo a Trotamundos. (3)

Dos días después, ufano y satisfecho, había caminado como si Pasang me hubiera cedido las alas de sus pies, llegamos a Gokyo. Era la caída de la tarde y la última subida por encima de las piedras de la morrena del glaciar, a cuya vera se hallaba el lago, había sido bastante fatigosa. Mientras nos aproximábamos hasta la orilla, admiré el paraje de rocas, nieves, montañas altísimas y glaciares colgantes. “Esto sí que es el fin del mundo”, pensé. No habíamos visto a ningún hombre blanco en los últimos cuatro días.

Dhama y yo nos alojamos en una nueva cabaña de pastores ocupada, asimismo, por una joven madre con su niño de un par de años que cada mañana correteaba desnudo por encima de la nieve. “Así se acostumbra al frío”, comentó Dhama. Él, desde luego, ya no tenía más ganas de andar, así que los dos días siguientes hube de irme solo, aunque con sumas precauciones, cada mañana, a recorrer los alrededores para embeberme del inmenso paisaje y con la intención de hacer fotos de las altas montañas y su entorno.

Everest. Trekking por Gokyo II - De Ejecutivo a Trotamundos. (4)

Había encontrado en una librería de Katmandú el, entre los montañeros, codiciado mapa de E. Schneider, “Khumbu Himal 1:50.000”, la región donde se hallan el Everest, en la edición de 1978. Pude ver que siguiendo la margen occidental del glaciar de Ngozumba había un par de cimas, la más cercana de poco más de cinco mil metros y la segunda de quinientos más, desde donde obtendría buenas perspectivas del Cho Oyu (8.201 metros), el ocho mil más fácil, dicen. A su derecha, el Gyachung Kang o Joven príncipe de las nieves, así bautizado por los locales. Un pico imponente e ignorado por los alpinistas pues no llega a los ocho mil metros, le faltan poco más de cuarenta; además ofrece bastantes mayores dificultades técnicas que su vecino.
La primera mañana me fui por la orilla del lago con intención de subir a la primera cima pero, tras un par de horas de marcha, una imponente pared rocosa cortó mis aspiraciones. Así que el segundo día seguí la morrena occidental del glaciar y conseguí ascender a la cumbre más alta. Para mi sorpresa, desde esa segunda atalaya, amén de los picos citados, me encontré con que el Everest sobresalía señorial por encima de las montañas que cerraban el valle en el que me encontraba por su lado oriental. Conseguí una muy original, apenas conocida, visión de la “diosa madre de las montañas”, con su cabeza sobresaliendo netamente por encima de los picos que lo rodean.

Al día siguiente, en una dura jornada y con la ayuda de una expedición italiana, que bien pertrechados con piolets y crampones nos ayudaron a cruzar el puerto, llegamos a la cabecera del valle del Everest. Al día siguiente subí al Kala Patar y encontré, por primera vez, a la inglesa Elizabeth.

Sentado sobre el hielo, todo pequeño y abrumado por la magnitud del espectáculo, rodeado de paredes blancas y pináculos de hielo erguidos en busca del azul cenital, mientras enfocaba la cámara, cambiaba de objetivos y colocaba uno u otro filtro con el fin de conseguir colores más naturales o intensos, tuve algunos pensamientos tontos: “como que si me quedaba allí, nadie vendría a buscarme y si un día alguien pasaba, me encontraría convertido en un nuevo pináculo de hielo…” Pero también pensé como había cambiado mi vida y que lejos había llegado. Algo inimaginable un par de años antes.

Everest. Trekking por Gokyo II - De Ejecutivo a Trotamundos. (5)

Había descubierto las grandes montañas y las adoraba. Una sensación que no llega de repente sino con pasos lentos, con experiencias como esta, en soledad, lejos de las influencias del mundo. Estos paisajes son infinitos, misterioso y, al mismo tiempo, un refugio amplificador del espíritu. Hogar de sueños, irreales por tanto; emisores de llamamientos, de tentaciones elusivas en cuyas profundidades silenciosas yace la sutileza. Aquí, entre las montañas, el sentimiento es pura emoción y llena el espíritu mejor que cualquier otra reflexión aprendida en los libros o nacida del intelecto.
De regreso, con alas en los pies –ahora era cuesta abajo−, camino de nuevo hacia el monasterio tibetano de Tyangboche, me sentía renacido. Esos días de marcha, dieta alimenticia y noches de asceta –la noche con Pasang pertenecía al mundo de lo irreal− me habían purificado el cuerpo y puesto el alma patas arriba. Simplemente mirar las cumbres, las estrellas, la flora, las águilas, lo básico de la vida cotidiana de los habitantes de estas montañas, y, por encima de todo, saborear la libertad del caminante, me hacía sentir una nueva manera de abordar el mundo.

Llegamos al monasterio justo a tiempo para contemplar, al día siguiente, las danzas del Mani Rindu en las que los monjes, disfrazados de divinidades y de demonios, con máscaras o sombreros adornados de pequeños cráneos, representan durante tres días, rituales y escenas del budismo tibetano, una religión que incorpora a las enseñanzas de Buda las viejas creencias animistas. Allí tuve la buena fortuna de volver a encontrar a Elizabeth quién, unos días después, tanto me ayudaría con Monique.
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Total comentarios: 10  Visualizar todos los comentarios
Aaamazonia  Aaamazonia  11/02/2017 21:49
Comentario sobre la etapa: Everest. Trekking por Gokyo II
Y ahora incluso escena nocturna con una sherpani. Too much. Essperando más etapas de tu viaje. venga ya.
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