Relatos de Angola, Namibia y Santo Tomé ✏️ Blogs de AfricaRelatos de mis viajes por Angola, Namibia y Santo ToméAutor: Juliomad Fecha creación: ⭐ Puntos: 5 (3 Votos) Índice del Diario: Relatos de Angola, Namibia y Santo Tomé
01: Quissama I
02: Quissama II
03: Quissama III
04: Luanda I
05: Luanda II
06: Luanda III
07: Luanda IV
08: Luanda V
09: Luanda VI
10: N'dalatando
11: (Windhoek) Namibia
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Es más bien Luanda una ciudad violenta pero no, eso no es del todo cierto, no es una ciudad violenta al estilo que puede ser por ejemplo Rio de Janeiro, en la que acostado en la cama puedes oír los tiroteos de las favelas, lo que realmente es Luanda es una ciudad que produce inseguridad que no es lo mismo. O por lo menos a mi me lo produce, esas calles oscuras o mal iluminadas, esas aceras rotas, esos grupos de jóvenes sin nada que hacer, el tráfico sin reglas, esas cucarachas de un tamaño tal que dudo que un gato europeo se atreviese con ellas, esas personas durmiendo en la calle, los continuos cortes en el suministro eléctrico. Quizás la inseguridad también pueda venir producida por la incomodidad que me ocasiona ver la colección de todoterrenos de lujo y superlujo que están aparcados a la salida de restaurantes, hoteles y edificios oficiales a la espera de sus propietarios y observar como de entre estos símbolos de prosperidad y riqueza aparece de repente un hombre arrastrándose por el suelo, avanzado únicamente por el impulso que le proporcionan sus manos mientras sus piernas inútiles cuelgan tras él como la cola de un pescado. Posiblemente sea Luanda la ciudad con los coches más limpios del mundo, no hay bar, restaurante, garito o esquina de la calle que se precie donde no haya un grupo de cinco o seis personas, normalmente jóvenes con edades que no superan la veintena, que con unos cubos llenos de agua y unas bayetas de color indefinido y a cambio de unas pocas monedas, no dejen los vehículos impolutos y brillantes. Mojan sus trapos en los cubos llenos de agua y se dedican a la limpieza con esmero. Limpian los cristales, las gomas de los limpias, los dorados y cromados, los faros, las llantas, las ruedas, las luces traseras, las matrículas…. Cuando terminan, allí se quedan, charlando y riendo entre ellos mientras esperan que el dueño del coche se vaya y otro afortunado vaya al restaurante, aparque su coche y decida limpiarlo. Creo que esto una vez fue definido por cierto presidente de los EEUU como chorreo y lo defendió como un principio básico de redistribución de la riqueza. A mí, más bien lo que me produce es cierto desasosiego. Más aún que en otros lugares en Angola son los coches los verdaderos indicadores del nivel social de las personas, a más nivel, más grande es tú todoterreno y más cromados y lunas tintadas tiene. Además, el tener un todoterreno te da derecho a despreciar cualquier norma de circulación ya sea en la ciudad o en la carretera, haciendo que los escasos pasos de cebra existentes en la ciudad, sean poco menos que inútiles rayas pintadas en la cazada y los límites de velocidad o las prohibiciones de adelantar en las carreteras son extrañas señales de incomprensible significado. Como resultado, las carreteras angolanas están llenas en sus cunetas de vehículos accidentados, saqueados y abandonados y esto también provoca cierta desazón a la hora de conducir. En este país los ricos, los poderosos, las altas instancias del partido y del gobierno en última instancia los ganadores, son los dueños de esos inmensos todoterrenos que indican su éxito social y son también una manera de conseguir la admiración de la gente, pero a la vez estos autos son también la muestra de su debilidad, la señal que nos indica que todos ellos no son más que pájaros en una jaula de barrotes de oro, donde sólo se pueden mover de sus residencias convertidas en fortines a esos otros lugares en los que sin miedo a que les desvalijen pueden mostrar su riqueza y poder, mientras aquellos que no tienen coche, que ocupan y viven en las aceras de la ciudad, los pobres, los desheredados, los lisiados son los verdaderos dueños de la misma, libres de moverse por donde quieren, de andar por la noche sin miedo a que les puedan despojar de lo que no tienen. Etapas 7 a 9, total 22
La temporada seca, cacimbo en el portugués de Angola, está llegando a su fin y ahora llueve casi todos los días, aunque quizás sería más correcto decir noches. Llueve sobre las calles de Luanda una lluvia fina, ligera, casi imperceptible y que aquí llaman sereno y provoca que haya una elevada humedad que junto al calor siempre imperante hace que salir a la calle sea para mí, feliz habitante de un clima caluroso pero seco, la opción menos apetecible. La calle esta empapada, y la lluvia no permite distinguir los pequeños arroyuelos de agua sucia que normalmente corren paralelos a las aceras. Es curioso pero siempre hay agua corriendo por las calles y aceras de Luanda, pequeños o no tan pequeños ríos de agua de un color grisáceo, casi enfermizo y que va a morir por lo menos en nuestra calle, treinta metros más abajo de nuestra casa, justo al comienzo del barrio de chabolas en medio de un gran charco que se encuentra en mitad de la calle de tierra que separa ambos mundos y que hace que la parte sin asfaltar de la calle sea siempre un barrizal y la asfaltada siempre tenga una capa de polvo y de barro encima. Reconozco que para evitar el aburrimiento y como curiosidad he estado intentando descubrir durante tres semanas de donde sale el pequeño rio que discurre frente a la casa, cuál es su nacimiento y me he dado por vencido. He remontado el riachuelo hasta el momento en que aparece en nuestra calle y es casi seguro que su nacimiento es el viejo edificio de pisos que hay al comienzo de la calle, imagino que de alguna rotura en sus bajantes, pero no lo sé seguro, he visto que ahí está su origen, que el agua sale de su valla, pero por lo que he podido ver - me he asomado al patio del bloque y seguido el recorrido del agua con la vista- el riachuelo viene atravesando los bajos del bloque, corriendo pegado a la mediana desde más lejos y al final se pierde en un recodo del bloque al fondo del patio. De todos modos, también me he fijado en que justo donde el agua aparece en nuestra calle hay un agujero en el asfalto, uno de los muchos que llenan esta ciudad, por donde asoma una tubería rota, con lo que aún hace más difícil saber cuál es su verdadero origen. Luego una vez que desemboca en nuestra calle, como si fueran afluentes, recibe los generosos aportes de todas las casas que hay a lo largo de la misma; de la gente que lava sus patios y hace que el agua salga a la calle por un pequeño agujero hecho en el muro, del riego automático que mantiene inmaculadamente verde el pequeño jardín del Bambú, el spa y salón de masajes del barrio, de los coches que se lavan a mano en la calle y curiosamente en sentido inverso de la fuente publica que proporciona agua potable al barrio de chabolas. Siempre hay gente en estas fuentes, normalmente mujeres y niños, esperando su turno para rellenar los cubos y garrafas con agua potable. Cubos y garrafas que extrañamente son todos de color amarillo y mientras esperan su turno las mujeres charlan y ríen y los críos juegan despreocupados corriendo de un lugar a otro. Lo peor de la lluvia es que ha removido la pátina de suciedad que normalmente cubre la calle y ahora la calzada es una sopa resbaladiza de color marrón, en la que se entremezcla tierra, restos de comida, papeles, aceites de los coches, basura y que da a la calle un aspecto aún más deprimente del que tiene normalmente. Pese a eso, la gente no cambia de costumbre y sigue calzando y caminando en sus chanclas sin importarles meter los pies en los charcos. Y siguen llevando sus zapatos elegantes metidos en mochilas y bolsas y no se cambiaran hasta llegar a su puesto de trabajo. Etapas 7 a 9, total 22
Estamos parados en medio del típico atasco, justo encima de un pequeño puente que en algún momento sirvió para salvar un pequeño riachuelo pero que ahora solo sirve para qué los vecinos tiren la basura al cauce seco del rio y para que bajen a a jugar entre ella un montón de críos. Miro por la ventana del coche, el barrio por el que pasamos es indistinguible de cualquier otro barrio del extrarradio de Luanda. Aceras inexistentes o destrozadas donde los árboles crecen en cualquier dirección y de cualquier manera, edificios de tres o cuatro plantas con fachadas de cristal opaco que en su interior ocultan hoteles baratos o gimnasios, humildes casas bajas de ladrillo de la época colonial con tejados a dos aguas, que se mezclan sin orden con chabolas hechas de adobe, excrementos y techos de uralita. Hay un batiburrillo de negocios. Tiendas de alimentación, de electrodomésticos, de recambios de automóviles, de vestidos de novia con los vestidos expuestos en escaparates en la segunda planta, locutorios y cibercafés repletos de adolescentes. No faltan los riachuelos de agua sucia corriendo por las calles. La calzada está repleta de vendedores callejeros: de móviles, de periódicos, de gafas, de joyas, de comida que venden su mercancía entre los coches parados. Hay también carretilleros sentados en las aceras junto a sus carretillas construidas por ellos mismos con madera y un viejo neumático de coche esperando que alguien les contrate, niños jugando a la salida del colegio, mujeres haciendo la compra que llevan en una bolsa colocada elegantemente encima de su cabeza mientras que a la espalda en un hatillo llevan a su bebé, vendedores de comida que se prepara directamente en un pequeño fuego sobre la acera. A nuestro lado una imponente motocicleta de la policía, intenta abrir paso por medio de su estridente sirena a un potente todoterreno oscuro con las lunas tintadas que pertenece al gobierno. Con envidia vemos como el coche avanza hasta perderse atasco adelante. Lentamente avanzamos nosotros también y poco a poco dejamos atrás la ciudad hasta que por fin llegamos a nuestro destino, la carretera que lleva al sur y que conduce a la reserva de Quissama y al pequeño pueblo turístico de Cabo Ledo. Pero no nos dirigimos a ninguno de esos pequeños oasis, sino que nos quedamos bastantes kilómetros antes, justo al llegar al desvío que lleva al embarcadero para Cabo Ledo dejamos la carretera y tras una pequeña vuelta por el aparcamiento buscando sitio, aparcamos el coche debajo de la raquítica sombra de un árbol. Nos dirigimos al pequeño museo de la esclavitud. El museo es gratuito y al ser viernes, está lleno de excursiones escolares. En Angola los viernes son los días que los colegios aprovechan para hacer excursiones y visitas a los museos. Los pequeños están más preocupados de corretear y jugar entre ellos que de atender a las indicaciones de los profesores que les piden inútilmente que vuelvan a la fila y se comporten bien. Subimos por una escalinata con tres tramas de escaleras hasta el pequeño edificio de dos plantas y de color blanco conocido como la “Capela da Casa Grande” Capilla de la Casa Grande y que sirve de sede al museo. A ambos lados de la puerta, hay unos cañones portugueses pertenecientes al rey Felipe III de España junto a una pila bautismal, donde eran bautizados los esclavos antes de emprender su largo y triste viaje hacia el otro lado del Atlántico y unos grandes calderos donde el esclavista dueño del recinto se bañaba, mientras disfrutaba de la vista de la bahía. Entramos al museo, justo a la vez que un grupo de unos treinta niños, ahora sí todos en silencio y atentos a las explicaciones de su profesora. En las vitrinas, hay reproducciones de los barcos que conducían a los esclavos desde África a los mercados europeos y a las plantaciones de toda América. Aprendo que su nombre en portugués era el de “tumbeiro” por el número de muertes que se producían a bordo. También hay expuestos grilletes y cadenas con los que los esclavos eran atados para evitar su huida. Me entero de los castigos, palizas, latigazos, amputaciones de miembros a los más rebeldes, a los que eran sometidos los esclavos que intentaban huir. Leo los paneles donde explican cómo los portugueses compraban esas personas a los reyes de los pequeños reinos del interior de Angola y los conducían por el rio Kwanza hasta la costa. Me entero que más de 14 millones de personas salieron a la fuerza de Angola, con destino a Lisboa, Massachusetts, Bahía o Lima. Soy el único blanco, Adri a estos efectos no entra como blanca, ella ni siquiera es blanca, que hay en ese momento en el museo y quizás por ello siento el peso de ese crimen sobre mi conciencia, y por unos instantes siento vergüenza y vuelvo a ser consciente de mis privilegios y que de algún modo mi riqueza, mi bienestar y mi forma de vida tuvieron aquí su origen y de alguna forma me siento culpable. Estos sentimientos me llevan a recordar otro lugar donde sentí lo mismo. Me acuerdo de la visita a la zona de Chincha en el Perú, concretamente a la hacienda San José, una antigua hacienda esclavista y como en los sótanos de techo bajo que imposibilitaban que una persona de estatura normal pudiese estar de pie, aún estaban incrustadas en la pared las argollas donde ataban a los esclavos, y que eran llevados a la hacienda recién desembarcados en las playas por medio de túneles para evitar que esos desgraciados pudieran orientarse y hacer así más difícil su huida. Mi mente es un torbellino, se me cruzan también las imágenes de los quilombos que visitamos en Brasil, esas tierras liberadas, donde los esclavos huidos, los cimarrones, encontraban refugio y ya libres poder ser dueños de su propio destino. Siento como si se cerrase un círculo. Miro a mí alrededor, y me pregunto que pensaran esos niños que están tomando apuntes de lo que les cuenta su maestra, que imágenes se les cruzaran por su cabeza y puedo comprender el motivo por el cual algunos niños pequeños cuando te cruzas con ellos te miran con cara de miedo. Etapas 7 a 9, total 22
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