Wellington es la capital de Nueva Zelanda. Situada en el extremo sur de la isla norte está edificada en torno a una bahía que por estar orientada al sur, hace que la ciudad sea famosa por los fuertes vientos que sufre, como pudimos muy bien comprobar el día que estuvimos. Para ser justos, cuando llegamos a primera hora de la mañana hacia un tiempo estupendo, un día primaveral perfecto, así que tras descargar el equipaje nos fuimos a dar una vuelta por la ciudad.
La verdad es que es de esas ciudades que pueden conocerse en un día, al menos la mayoría de sus puntos de interés, si te las pateas con ciertas ganas. Es cuestión de gustos pero a medida que voy conociendo mas lugares pienso que las ciudades modernas, al menos las que apenas tienen un par de siglos de historia, cada vez se parecen mas unas a otras es decir, calles limpias y bien trazadas, parques muy cuidados, plazas por todas partes... y una especie de competición por ver cual tiene el rascacielos mas alto. A este perfil responden en mi opinión ciudades que conozco como Sydney, Auckland, Ho Chi Minh City (ésta con una salvedad en lo que a limpieza se refiere), Capetown, Tel Aviv y la misma Wellington, por citar algunas. Con esto no quiero desmerecerlas ni decir que no merece la pena conocer estas ciudades (nueva salvedad en lo que a Ho Chi Minh se refiere), sino que a medida que voy conociendo otras nuevas tengo la sensación de que estoy viendo mas de lo mismo o que ya he estado allí, así que trato de buscar en ellas lo que las distingue del resto.
En el caso de Wellington tengo que decir que me gustó mucho, hay que ser justos, y además pude tomar en ella los mejores cafés de todas las vacaciones, lo que es muy de agradecer porque en el resto del viaje los que me tomé fueron, en general, de pena. También hay que decir que los de Wellington presumen de ello y para mi no les falta razón. Así que iniciamos el itinerario tomando el funicular de Kelburn que sube a lo alto de uno de los montes que rodean la ciudad y cuyas laderas están cubiertas por un enorme y precioso jardín botánico. Este monte, situado al este, ofrece una magnífica panorámica de la ciudad y, como ya he dicho, nosotros optamos por subir hasta aquí en el funicular para bajar andando hasta el puerto por los empinadísimos senderos del parque.
De camino al Waterfront estaban los edificios del Parlamento y la estación, pero lo que de verdad vale la pena de la ciudad, donde realmente creo que vale la pena pasar unas horas, es en el Museo Nacional de Nueva Zelanda Te Papa Tongarewa, edificio moderno situado en mitad del Waterfront, en el que se narra toda la historia de Nueva Zelanda desde diferentes puntos de vista, la herencia maorí y europea, el entorno natural del país, obras de diferentes artistas, etc. y todo ello de forma muy interactiva.
El resto de la zona del puerto la forman los antiguos edificios ahora reconvertidos en cafeterías, restaurantes y museos, todo ello situado en unos muelles reconvertidos en un bonito paseo por el que da gusto caminar, al menos con buen tiempo. Porque al mediodía la cosa cambió y lo que empezó como un día primaveral se convirtió en apenas media hora en un día casi invernal, con lluvia, viento y una importante bajada de temperatura. Eso nos estropeó el plan de la tarde, que consistía en subir al Monte Victoria, situado al otro lado de la ciudad, en el que las vistas al atardecer compensaban la caminata hasta allí. Así que nos quedamos por el centro dando un paseo por los barrios de Cuba y Courtenay hasta la hora de la cena, en la que optamos por volver al puerto para cenar en uno de los muchos restaurantes que había por allí, dando así por concluida nuestra escala en la ciudad.
La verdad es que es de esas ciudades que pueden conocerse en un día, al menos la mayoría de sus puntos de interés, si te las pateas con ciertas ganas. Es cuestión de gustos pero a medida que voy conociendo mas lugares pienso que las ciudades modernas, al menos las que apenas tienen un par de siglos de historia, cada vez se parecen mas unas a otras es decir, calles limpias y bien trazadas, parques muy cuidados, plazas por todas partes... y una especie de competición por ver cual tiene el rascacielos mas alto. A este perfil responden en mi opinión ciudades que conozco como Sydney, Auckland, Ho Chi Minh City (ésta con una salvedad en lo que a limpieza se refiere), Capetown, Tel Aviv y la misma Wellington, por citar algunas. Con esto no quiero desmerecerlas ni decir que no merece la pena conocer estas ciudades (nueva salvedad en lo que a Ho Chi Minh se refiere), sino que a medida que voy conociendo otras nuevas tengo la sensación de que estoy viendo mas de lo mismo o que ya he estado allí, así que trato de buscar en ellas lo que las distingue del resto.

En el caso de Wellington tengo que decir que me gustó mucho, hay que ser justos, y además pude tomar en ella los mejores cafés de todas las vacaciones, lo que es muy de agradecer porque en el resto del viaje los que me tomé fueron, en general, de pena. También hay que decir que los de Wellington presumen de ello y para mi no les falta razón. Así que iniciamos el itinerario tomando el funicular de Kelburn que sube a lo alto de uno de los montes que rodean la ciudad y cuyas laderas están cubiertas por un enorme y precioso jardín botánico. Este monte, situado al este, ofrece una magnífica panorámica de la ciudad y, como ya he dicho, nosotros optamos por subir hasta aquí en el funicular para bajar andando hasta el puerto por los empinadísimos senderos del parque.

De camino al Waterfront estaban los edificios del Parlamento y la estación, pero lo que de verdad vale la pena de la ciudad, donde realmente creo que vale la pena pasar unas horas, es en el Museo Nacional de Nueva Zelanda Te Papa Tongarewa, edificio moderno situado en mitad del Waterfront, en el que se narra toda la historia de Nueva Zelanda desde diferentes puntos de vista, la herencia maorí y europea, el entorno natural del país, obras de diferentes artistas, etc. y todo ello de forma muy interactiva.

El resto de la zona del puerto la forman los antiguos edificios ahora reconvertidos en cafeterías, restaurantes y museos, todo ello situado en unos muelles reconvertidos en un bonito paseo por el que da gusto caminar, al menos con buen tiempo. Porque al mediodía la cosa cambió y lo que empezó como un día primaveral se convirtió en apenas media hora en un día casi invernal, con lluvia, viento y una importante bajada de temperatura. Eso nos estropeó el plan de la tarde, que consistía en subir al Monte Victoria, situado al otro lado de la ciudad, en el que las vistas al atardecer compensaban la caminata hasta allí. Así que nos quedamos por el centro dando un paseo por los barrios de Cuba y Courtenay hasta la hora de la cena, en la que optamos por volver al puerto para cenar en uno de los muchos restaurantes que había por allí, dando así por concluida nuestra escala en la ciudad.