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Dicen que lo más preciado que tenemos es el tiempo, que el tiempo es vida, y en Costa Rica es: Pura Vida.
Pura vida es para el tico, algo así como lo que el Namaste es para el indio: Pura vida como saludo, Pura vida como despedida, Pura vida para desear el bien, Pura vida para demostrar bienestar, como encontrar la felicidad en la simplicidad del arte del buen vivir.
Cuanto más viajo, más consciente soy de que un país lo hace su gente, lo hace quien trabaja su tierra, escribe su historia y respira su aire, pero también quienes por ellos transitamos: cuanto más viajo, más partes de mi se quedan en los lugares que visito y más se agranda mi corazón con pedacitos de tierra y personas por las que latir.
"Viajar te obliga a confiar en extraños y perder de vista todo lo que te resulta familiar, te mantiene todo el tiempo en desequilibrio, donde nada es tuyo excepto lo esencial: el aire, los sueños, el mar, el cielo".
Costa Rica es de color verde, y de color azul, y de color "blanco como un malvavisco". Huele dulce, a piña y café, y a tierra mojada.
Costa Rica se puede escuchar con los ojos cerrados y los oídos bien abiertos (y también, viceversa) porque la imaginación es capaz de volar como lo hace un tucán, o un motmot, una lapa o una ranita escapando de un depredador.
Es tierra de volcanes, fauna, de ceibas de 600 años, de puentes colgantes, ríos, sodas, el gallo pinto y los casados, de naturaleza abrupta y de bosques nubosos donde siempre llueve y nadie duerme, donde hasta el más mínimo ser diminuto, ocupa su lugar bajo un cielo que decide, de manera caprichosa y en cuestión de segundos regalarte su luz.
Para nosotros apareció como un destino que jamás habíamos planeado y nuestro principal motivo era sin duda el de estar el mayor tiempo en contacto con la naturaleza... ¡cuántas sorpresas más nos deparó!
No sin razón pasé los primeros días en el país envuelta en una extraña sensación de vértigo abrumador: no dejé de llorar y de sentirme estúpida. Supongo que algo en mi cabeza se dinamitó tan rápido como el aleteo de un colibrí, aunque lo entendí: no estaba preparada para sentir tanta felicidad ni ver tanta belleza.
Una muy buena amiga me dijo que eso tenía un nombre: el Síndrome de Stendhal. Y otra, me dijo con su implacable cariño que eso solo nos pasaba a las "muy intensas" y creo que ambas tienen razón. Si existe algo así como la plena felicidad, sin duda debe asemejarse a lo que viví en aquellos primeros días.
Allá donde fueres, haz lo que vieres y nuestra adaptación al país, a su gente y a quienes compartimos juntos el camino fue tan rápida, bonita e intensa, que me cuesta despegarme y despedirme de aquello.
Es momento de dejar que nuestro viaje se acomode en nuestro corazón y de empezar a vivirlo desde otra perspectiva, "la que otorga la memoria de la distancia y la añoranza de lo vivido".
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