Después de comer, fuimos a descansar un rato al hotel. Brillaba el sol y empezaba a hacer bastante calor. Al cabo de un rato, salí para seguir mi recorrido por la ciudad, repitiendo algunos lugares ya visitados con más calma y explorando otros nuevos. Lo primero que hice fue dirigirme a un templo muy llamativo que había visto cerca de nuestro hotel, la Iglesia Ortodoxa de Alexander Nevski, construida en 1898 y cerrada por los soviéticos en 1959. Quedó muy dañada por dentro y no volvió a abrir hasta el año 2012, cuando concluyó su restauración. Quizás por esa causa, el interior no resulta tan imponente como el exterior.
Uzupis: la República de la otra orilla.
Su nombre significa “al otro lado del río”. Es uno de los barrios más antiguos de la ciudad, que, tras quedar muy degradado durante la época soviética, experimentó una gran transformación en los años noventa del pasado siglo, cuando numerosos artistas, sobre todo pintores, se asentaron allí, favoreciendo una pequeña revolución cultural, que tomó como referencia el barrio parisino de Montmatre. Rodeado en tres de sus lados por el río Vilnia, para llegar allí crucé el Puente Uzupio, donde están los carteles que señalan su condición de “república”.
El 1 de abril de 1997, una asamblea vecinal decidió convertir este lugar en la “República de Uzupis”, que cuenta con presidente, gobierno, bandera, moneda y un ejército propio, formado por doce personas. Aparte de las iniciales controversias, nadie discute la mejora del estado general de conservación del barrio, que se ha transformado en un reclamo turístico. En sus calles, hay muchas paredes decoradas con pinturas y grafitis, un muro donde cuelga el contenido de su constitución y tampoco faltan esculturas: el ángel tocando una trompeta, la sirena, una cruz de piedra… En definitiva, un sitio peculiar, por el que resulta agradable y curioso pasear un rato.
Justo enfrente pero al otro lado del río, se halla la Catedral Ortodoxa de Theotokos, una de las iglesias más antiguas de la ciudad, ya que el templo primitivo se erigió a mediados del siglo XIV para acoger a los cristianos de Vilnius antes de que el país se hubiese convertido por completo a la nueva religión. Tras diversas vicisitudes, fue reconstruida varias veces, la última a mediados del siglo XIX. Resultó dañada durante la II Guerra Mundial y se restauró a lo largo del siglo XX.
Una de sus llamativas fachadas se puede contemplar desde la calle Literatu, que merece la pena recorrer para descubrir sus paredes llenas de placas de contenido literario y las pinturas que adornan algunos balcones.
Tampoco está lejos la Iglesia de Santa Ana, que constituye uno de los ejemplos más interesantes del gótico tardío de Vilnius y está considerada una de sus iglesias más bonitas. Su primera mención se refiere a un templo de madera de 1394, pero fue ya entre los siglos XV y XVI cuando adoptó su estructura actual en piedra, aunque tuvo que ser reconstruido numerosas veces tras sufrir desperfectos e incendios.
Casi al lado, se encuentra la Capilla de los Santos Pasos, a la que se anexó en 1873 una torre campanario de estilo neogótico. Completa el conjunto de arquitectura eclesiástica de color rojo la Iglesia de San Francisco de Asís y San Bernardo, que a finales del siglo XV formaba parte del sistema defensivo de la ciudad.
De paseo por el casco viejo hasta la Colina de Gediminas.
Si hay algo que abunda en Vilnius son las iglesias, de todas las épocas, estilos y confesiones. Por eso, además de fijarme tranquilamente en las calles y las casas, me entretuve viendo las que me llamaron la atención de camino hacia la Colina de Gediminas: algunas han sido completamente renovadas y presentan un aspecto espléndido, otras están casi abandonadas y las hay que se hallan en pleno proceso de restauración.
Mientras caminaba, vi abierta la verja de la portada que da paso a los jardines del Palacio Presidencial, así que me asomé a echar un vistazo. Había varias personas sentadas en los bancos, tomando el fresco cerca de la fuente o jugando al ajedrez con unas piezas gigantes; y tampoco faltaban turistas sacando fotos.
La Colina y la Torre de Gediminas.
Nuestro ya viejo conocido el Gran Duque Gediminas escogió la zona alta de un cerro para instalar su castillo –el castillo superior-, del que también hizo mención en sus cartas a los mandatarios europeos en 1323. La residencia, de dos plantas, estaba rodeada por una muralla de ladrillo con tres torres defensivas. Los cruzados intentaron tomarla en varias ocasiones sin éxito. Durante la guerra que enfrentó a las Dos Naciones (Polonia y Lituania) contra Rusia, en 1661, el castillo quedó en ruinas y no se volvió a reconstruir. Actualmente solo se conservan los restos del palacio residencial y la torre occidental, que se ha convertido en símbolo de la ciudad. Alberga una filial del Museo Nacional de Lituania y en la parte alta hay un mirador. Cuando fui, ya estaba cerrado, lo que tampoco supuso ninguna catástrofe porque las vistas desde el exterior son igualmente magníficas.
Para llegar a la torre, que se vislumbra perfectamente desde la Plaza de la Catedral, hay dos opciones: un funicular que sube desde el patio del Castillo de los Grandes Duques o caminando. Decidí ir a pie, pues apenas son 500 metros. Claro que ¡menudos 500 metros! El acceso está en obras y hay que tomar un camino de piedra, con escalones empinadísimos y, lo peor de todo, muy irregulares que, en la parte de abajo, te retuercen los pies si no vas con cuidado. Parece una tontería, pero eché de menos mi bastón de senderismo. Más adelante, el tema se civiliza y no hay más que afrontar unas escaleras metálicas que resultan pan comido después de lo anterior. Además, las panorámicas que se van contemplando compensan casi de todo, pues se distingue perfectamente el curso del río Neris, los puentes y la zona nueva de la ciudad con sus rascacielos.
En la parte de arriba, junto a la Torre, hay un mirador que se asoma al casco antiguo, desde el que se ve casi al completo. A esas alturas ya conseguí identificar casi todos los edificios más representativos, cuyas cúpulas, torres y partes altas sobresalían en rojo y tonos pastel sobre una maraña verde de árboles. Muy recomendable subir aquí, sobre todo al atardecer.
También se distingue perfectamente la colina adyacente, situada en el Parque Kalnai, donde se encuentra el Monumento de las Tres Cruces, considerado un emblema religioso de la ciudad. Según cuenta la leyenda, allá por el siglo XIV, un grupo de paganos mató allí a siete monjes franciscanos que predicaban la religión cristiana. Ya en el siglo XVII, en la colina se colocaron en su memoria tres cruces de madera, sustituidas por otras de hormigón en el siglo XX. Destruidas por los soviéticos en 1959, se volvieron a levantar en 1989. Igualmente, hay un mirador con estupendas vistas, al que no llegué porque hay una buena distancia y estaba bastante cansada.
Al bajar de la colina, fui por la parte posterior del castillo, donde me encontré con el edificio del Antiguo Arsenal y con la imponente fachada del Museo Nacional de Letonia, frente a cuya puerta, en unos jardines, se encuentra la escultura dedicada a otro de nuestros ya viejos conocidos, el rey Mindaugas.
Vilnius de noche.
Cuando terminamos de cenar, estuvimos dando otra vuelta por el casco viejo, que ofrecía un ambiente estupendo, con muchas personas paseando o sentadas en las terrazas.
La temperatura era ideal. Tomamos algunas fotos nocturnas y casi a las doce de la noche volvimos al hotel. Estábamos satisfechos, Vilnius nos había sorprendido gratamente. También ayudó bastante el excelente tiempo que tuvimos y las muchas horas de luz que se disfrutan a primeros de agosto.