No voy a negar que dejamos Tahití con cierta alegría. En Nueva Zelanda ya nos habían dicho que Tahití no, pero Moorea sí, así que tomamos uno de los primeros ferrys de la mañana para aprovechar al máximo nuestra estancia.
Moorea es una isla mucho más pequeña que Tahití y que se encuentra a tiro de piedra en barco. Pero el contraste entre la una y la otra es total. Del ruido, al silencio. Del bullicio a la calma. Del ajetreo a la tranquilidad. Moorea sí es una isla para hacer turismo (aunque no es exclusivamente para él), Tahití no.
Según desembarcamos, decidimos irnos a ver la parte alta de la isla, pues el día estaba muy despejado. Desde el puerto nos dirigimos hacia el norte y en PaoPao, que está en la bahía de Cook, tomamos la carretera asfaltada que va al Mirador de Opunohu. Ya en este trayecto comprobamos que había muchísimos menos coches y se conducía de manera más relajada.
En la carretera de subida se ven cultivos tropicales y antes de llegar a lo alto, hay unos senderos que conducen a los restos de unos antiguos poblados polinesios.
Desde el mirador hay vistas magníficas de las calderas de los volcanes que dieron origen a la isla: el Mouaputa y el Tohivea
y también de las dos grandes bahías de la parte norte de la isla: Cook y Opunohu. Siendo en esta segunda donde atracó Cook cuando llegó a la isla y no en la que lleva su nombre.
Teníamos nuestro alojamiento en Fare Temanea, en la parte noroccidental de la isla, donde habíamos leído que estaban las mejores playas.
Para ir hacia allí, fuimos recorriendo una buena parte del litoral de la isla que está casi en su totalidad rodeada por un lagoon de aguas turquesas con arrecifes de coral. Al contrario que en Tahití, aquí había cantidad de playas de fácil acceso a pie de carretera.
Ya cerca de nuestro alojamiento, fuimos a Tiahura, una de las playas públicas que están habilitadas con merenderos y duchas para después del baño y, sobre todo, con sombras de las que protegerse del sol tropical.
Finalmente, nos dirigimos a nuestro alojamiento. Unas cabañas simples de estilo polinesio donde disponíamos de un jardín común con cocina y piscina. Como éramos los únicos inquilinos, los disfrutamos como si fueran privados. Nuestra anfitriona, que era profesora en Tahití pero prefería vivir en Moorea aunque tenía que ir volver todos los días en ferry, nos dio buenos consejos para nuestra estancia.
Realmente, esta primera jornada en Moorea nos resultó muy agradable y esperábamos mucho más de la pequeña isla.