No hay manera más cachonda de empezar una escapada, que viajando con Ryanair. Eso claro está, si no se producen más incidencias que los simples incordios. Ver a las blue azafatas revoloteando alrededor de la cola de la puerta de embarque con unas cajas de cartón, como si les hubieran acabado de dar el lote de navidad, es cómico, aunque posiblemente el "If it fits" ("si encaja") haga mucha menos gracia a los portadores de bultos con voluptuosas medidas por encima de los sádicos 55-40-20.
Desde el mismo instante en el que el tren de aterrizaje del Boeing 737-Tómbola despega de la pista, los resignados feriantes de la tripulación empiezan a sacarse de la manga perfumes, conejos, cajetillas de tabaco, ases, catálogos, ositos de peluche, hasta un momento culminante en el que, como magos con mazo de naipes, despliegan en abanico los cartones del .... "rrrrrascaaaa y ganaaaa". Como si todo hubiera sido un sueño, despierto dos horas después, en pleno descenso al aeropuerto de Ferenc Liszt, donde al aterrizar, Ryanair pasa olímpicamente del piano del compositor húngaro, amenizando el feliz momento con el toque de cornetas del séptimo de caballería, aunque para alivio de los miembros de la tripulación, sin que Ryanair los haya hecho disfrazarse de Buffalos Bills y Toros Sentados.
De los trámites de entrada al país no se puede decir nada, sencillamente porque no los hay. Se bajan las escalerillas, se cruza un trozo de manga, luego un tramo de pista a bajo cero grados con el malvado objetivo de matar por congelación cualquier bacteria de la que se sea portador, y de minimizarle los eggs a los tíos, y se entra directamente al vestíbulo, primero a cambiar unos eurillos por florines (270x1), y después a machacar a preguntas sobre el transporte a los del quiosco, para amortizar los 320 florines (1'13 euros) de coste de cada uno de los dos billetes sencillos que se necesitan, uno para el bus 200E, con parada a la vuelta de la puerta de salida, y el otro para coger el metro en la parada de Kobanya Kispest (Las canteras de la pequeña Pest) de la línea 3, donde te deja el autobús.
El andén retumba con la llegada del rinoceronte de hierro, como diría una tribu africana, un convoy azulón idóneo para participar en una película de la guerra fría, en la que un par de tipos con gabardina y sombrero de ala oscuros, no te quitan el ojo de encima. Media hora de viaje subterráneo mas el trayecto de 20 minutos del bus 200E, suman un total de 50 minutos de tiempo estimado en alcanzar el centro, en nuestro caso, la parada de Ferenciek Tere (Plaza de los franciscanos), donde a 100 metros de la salida de la calle Kossuth Lajos que emboca el puente de Erzsebet (Isabel), tenemos nuestro reservado y flamante hotel Eurostars Budapest Center.
El hotel cuatro veces estrellado lo pospongo para otro capítulo, porque ahora soltamos el equipaje de arggghhh!! 55x40x20, y salimos a palpar la húmeda noche magyar, que en esta época del año comienza a las 4 de la tarde. El inexcrutable destino, nos encauza por los alrededores, a la peatonal Vaci Utca, y al final de esta, al mercado navideño de la plaza Vorosmarty. No para de lloviznar, y la plaza la transitan paseantes ataviados a la última moda invernal: abrigos con capucha, gorros de lana o piel, rusos o con orejeras, con trenzas o calados, bufandas, y lo más imprescindible para calentarse, el aromático vino caliente (mulled wine), que además de quitar el frío, quita la tontería.
El mercado es un conjunto de casetas de madera bien cuidadas, tipo sauna finlandesa, de artesanía húngara variada, gorros y complementos de lana y piel, cueros, útiles de madera, adornos navideños, navajas artesanas, vidrio soplado, souvenirs, y puestos de comida y bebida, dulces, salchichería XXL, platos autóctonos, vino caliente y tes, etcétera.
Hay dos pequeños escenarios a cada lado de la plaza, donde se pueden escuchar a cantantes o pequeñas bandas; bolas de luces de colorines pendiendo sobre los gorros con orejeras por toda la plaza; y el decimonónico palacete del aristocrático café Gerbeaud, donde hace siglo y medio Sissi la emperatriz mataba el gusanillo y el ansia con la tarta Dobos de cinco capas de crema de chocolate con caramelo, y ahora cede su fachada para que se proyecte a Papa Noel con traje rojo de Emidio Tucci del Corte Húngaro, subiendo una escalerilla con una mochila Nike a la espalda.
A la búsqueda de alimento, nos alejamos del virus navideño por la calle lateral de Deak Ferenc hasta la plaza del mismo nombre, donde frente a la boca de metro de la estación homónima, entramos en un Planet Sushi. Por comentar algo del sitio, lo más parecido a algo japonés que encontramos, es el punto rojo de una mancha en la chaqueta blanca del joven chef, que monta los sashimis y los makis a la vista de los comensales. Las sopas y el maki que pedimos, no pasan del aprobado rascado, y junto a las cervezas Dreher, nos cuestan unos 6000 florines con la propina (no hay servicio incluido) o sea unos 21 euros al cambio. Un sitio para olvidar nada más salir por la puerta. El jueves se acabó