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viaje a Marrakech y desierto...Autor: Eesti Fecha creación: ⭐ Puntos: 5 (1 Votos) Índice del Diario: Cartas desde el sur....
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Marrakech, 11 de julio de 2014
Supongo que aun recordarás lo que te dije hace una semana en aquellas primeras líneas que te escribía desde Marruecos. Sentado a la misma mesa de la misma terraza sobre la plaza de Jemaa el Fnaa de Marrakech en la que ahora me encuentro, te contaba la desilusión que había sentido al toparme de bruces con una realidad que para nada se parecía a la fantasía construida a base de lecturas y de sueños. Lo cierto es que en mi imaginación no había contado con los más de cuarenta grados a la sombra que me encontré, ni con que sería asediado por decenas de personas exigiendo dinero a cambio de una foto o con los agobios de pasear por un zoco bajo la penetrante mirada de los tenderos, invitando incesantemente a pasar, a mirar, a tocar, a comprar, repitiendo frases manidas en castellano intentando atraer mi atención…y sin embargo, que distinto lo veo todo hoy, sólo siete días después, y por eso quería volver a escribirte. El termómetro de mi reloj marca exactamente la misma temperatura que entonces, pero debe ser que mi cuerpo, después de esos paseos por el Atlas, o aquellas caminatas por el desierto, se ha acabado por acostumbrar al calor. La coca cola de entonces es ahora un dulce té a la menta que al menos evita los sofocos de la bebida fría y la Plaza, ahí abajo, empieza a vestirse de gala para recibir a los miles de curiosos, turistas y locales, que se van a agolpar en cuestión de horas, atraídos por el espectáculo que conforman cada noche aguadores, encantadores de serpiente, contadores de historias, tatuadoras de henna, adivinos y demás sujetos peculiares que conforman todos juntos una curiosa corte de los milagros desde muchos años atrás. El humo de las cocinas impregna el ambiente de un penetrante olor a carne que se extiende casi por toda la medina, desde la Madrasa de Ben Yusuf hasta los jardines de La Mamunia, y que se va añadiendo a la constante melodía de la dulzaina y los tambores que suenan sin cesar, en ritmos mauritanos, bereberes, senegaleses, marroquíes… procedentes de los distintos corros formados en torno a músicos profesionales, bailarines improvisados, cantantes ciegos…. y que acaba conformando una melodía de fondo en el deambular entre los puestos y sobre el que se elevan los gritos de los vendedores de especias o de zumo de naranja, los mercaderes del zoco, los porteadores de los hoteles próximos o los dentistas que, alicates en mano, ofrecen sus servicios a los menos favorecidos. Y al fondo, el imponente alminar de la mezquita Koutoubia empieza a iluminarse mientras aquí la noche se abre paso al ritmo de la muchedumbre que ya cubre casi cada metro cuadrado de la plaza y yo termino por sentirme parte de ella, del gentío y del propio espectáculo, fundiéndome con ellos para formar un todo que es lo que le ha acabado dado sentido a estos días. He tenido que volver de nuevo aquí, a mi atalaya del Café La Place, para darme cuenta de que yo también soy cuento, música, adivino, historia y tradición… Si entonces acabé huyendo de aquella realidad, hoy quiero volverme parte de ella. Si lo piensas bien, después de aquel primer día todo hacía presagiar que el viaje podría convertirse en un festival de desilusiones, pero en el momento que el cuatro por cuatro que me llevaría al encuentro del desierto dejó los Jardines de Agdal rumbo al Atlas todo empezó a cambiar. La ruta hacia Tarudant, final de nuestra primera etapa, discurre primero por la llanura del Hauz entre frutales y olivos, para empezar a serpentear entre pinos al alcanzar la cota de los mil metros de altitud, mientras vamos penetrando en el Atlas contemplando los duars (pueblos) que confunden sus colores con los de la tierra, acurrucados en las laderas de las montañas, hasta que llegamos a nuestra primera gran parada, la Mezquita de Tinmal, construida en homenaje al fundador de la dinastía Almohade (los “unitarios”) ,Ibn Tumert, y fue desde aquí donde en 1144 partió un ejército que, tras tomar Marrakech, conquistó el resto de Marruecos. La mezquita supuso un modelo arquitectónico para otras posteriores, como la Koutubía y aunque el techo se derrumbó, el interior conserva una extraordinaria belleza. www.youtube.com/watch?v=tX6XFb4iycM Pero si la contemplación de la mezquita en silencio era una experiencia sobrecogedora, el hecho de que nuestro guía nos hablara de la suerte que teníamos de que el guardián de la misma nos la hubiera abierto empezaba a resultar sospechoso, sobre todo considerando que el único día que cierra la mezquita es el viernes, durante la oración. Por desgracia, la sensación de ser “euros con piernas” empezaba a ser algo más que una mera anécdota. Más tarde sería aun peor, pero eso te lo contaré un poco más adelante porque ahora quiero hablarte de las vista desde lo alto del puerto de Tizi-n.Test. Ya sabes que teníamos que cruzar el Atlas y aquí lo estábamos haciendo en el segundo lugar más alto de la red de carreteras marroquíes, y aunque se había levantado un poco de niebla, la contemplación desde los más de dos mil metros de altitud en la que nos encontrábamos, de las llanuras del Sous allá al sur, unida a la brisa cálida que nos anticipaba la presencia del desierto, configuraba una sensación maravillosa que todos los que allí estábamos percibimos en completo silencio. El cansancio de todo un día de viaje por aquellas carreteras de curvas imposibles empezaba a hacerse notar. La tarde caía cuando penetramos en las murallas de Taroudant. ¿Recuerdas que te había hablado de que visitaría la llamada “pequeña Marrakech”? Pues allí estaba, mezclado con las mujeres que aun lucen con orgullo sus amplios velos azules, recordando el pasado caravanero de la ciudad y a los hombres del desierto cuyos ropajes, teñidos de aquel color, acababan coloreándoles la piel. Allí dejamos los coches y continuamos dando un tranquilo paseo por las calles atestadas de gente y vehículos hasta sumergirnos en el “zoco árabe”, que cruzamos comprobando la semejanza con el de su “hermana mayor” hasta desembocar en la animada plaza Asarag, donde los rudanis, que así se llaman los habitantes de Taroudant, abarrotan los cafés al final del día. Se trata de una ciudad lo suficientemente pequeña como para que no haya ni una sola mujer sentada en las terrazas de estos cafetines, al contrario de lo que ocurre en Rabat o Casablanca, y mucho más en lugares tan turísticos como la próxima Agadir. Yo me quedo con la sensación de que esta plaza es muy similar a cualquier plaza mayor de cualquier pueblecito andaluz, con sus parroquianos charlando animadamente apurando chatos de vino o de té, donde lo que importa no es lo que se bebe, sino la compañía y la conversación Finalmente, sentados frente nuestros propios vasos de té, casi sin darnos cuenta acaba por caer la noche y llega la hora de irse al hotel; fue un día muy intenso y el siguiente prometía ser más o menos igual. Ya te dije que no tenía demasiadas ganas de trasnochar y menos aun si tu no me acompañabas. Pensarás que soy un poco idiota, sobre todo después de tanto tiempo viajando del mismo modo, pero desayunando en el hotel de Taroudant me he sentido solo por primera vez. Ya sabes que viajo formando un pequeño grupo, pero no recuerdo si te llegue a comentar que soy la única persona que viene completamente sola. Ya sé que en el Camino de Santiago, por ejemplo, o aquella correrías en tren por Europa del Este, las hice igualmente sin compañía, pero no sé porqué esta vez es distinto. Puede que me haya acostumbrado, después de todo, a viajar acompañado, y ya sabes que me encanta hacerlo, pero en el comedor, rodeado de gente más o menos conocida, me he ido a sentar en una mesa esquinada, completamente solo y sin un mal libro que llevarme a los ojos, como suelo hacer habitualmente, y ha sido un desayuno muy triste. Por suerte, también tengo que decirte que ha sido el único. Ya sé que me cuesta hacer nuevas amistades, pero no pretenderás que vaya a cambiar así o como así, que no es tan fácil. Nada más dejar Taroudant hemos visitado un pequeño bosque de arganes. A pesar del calor que empezaba a hacerse sentir, ha resultado una experiencia cuando menos curiosa. El argán es una especie endémica de esta zona de Marruecos y de sus nueces se puede obtener un aceite de tonos anaranjados y muy perfumado, pero hacen falta como cien kilos de frutos para obtener un litro de aceite. Como decía Paul Bowles, “prosperan allí donde ningún otro crece, ni siquiera las malas hierbas o los cactus”. Es curiosísimo ver como las cabras se vuelven locas con las hojas y frutos de este árbol y se suben a las ramas para comerlo (previo pago, claro está, al pastor de turno que “casualmente” pasaba por allí con su rebaño). Y como el día iba hoy de plantas, un poco más adelante nos detuvimos en Taliuin, donde se produce el “mejor azafrán del país”. Ya sé que sabes lo cara que resulta esta especia, pero aquí la usan además como planta medicinal y para los maquillajes de las fiestas. Aunque de todos modos, lo más impactante de este pueblito fue encontrarme con una señora que dormitaba en una de las escasas sombras que había entre la carretera y la majestuosa kasba que domina la zona. Por lo general la gente, y en particular las mujeres, son muy reacias a ser fotografiadas y casi nunca consiente cuando les pido permiso para ello, pero esta señora no mostró el menor inconveniente, alegando que sólo quería morirse y que no le importaba en absoluto lo que pasara. Como entenderás, no le hice ninguna foto y me alejé de allí lo más rápidamente que pude, tratando de asimilar semejante respuesta. Aunque parecía muy mayor, seguramente debe tener menos edad de la que aparenta porque la vida que habrá llevado ha tenido que ser durísima. Posiblemente desde que era una niña ha estado ligada a la producción y recogida del azafrán y esto no es tarea sencilla, puesto que debe hacerse antes de que amanezca para evitar que se marchiten las flores recogidas. Además, los estigmas de la flor se han de separar con la punta de las uñas y aquí eso es tarea exclusiva de las mujeres. Me hubiera gustado haber podido charlar, aunque fuese unos momentos con ella, pero la dejé allí, en su sombra, y como decía una compañera “esperando tranquilamente a que llegara la muerte, porque ya no tenía nada mejor que hacer”. No me creerás, pero hemos vuelto a almorzar un tajin con pollo y verduras. Evidentemente ya has adivinado que yo sólo me comí lo segundo. Y al volvernos a poner en ruta después del breve descanso, hemos empezado a sentir un calor aun más intenso, que nos obligó, por primera vez desde que dejamos Marrakech, a poner el aire acondicionado del coche. Nos estábamos acercando ya al desierto, a ese desierto que era la principal razón de mi viaje; aquel que tantas y tantas veces había visitado de la mano de Monod, de Vázquez Figueroa, o incluso de Thessiguer, Javier Nart o mi admirado Javier Reverte, que nos dijo a ambos unos días antes de venir, “viajar es partir hacia la aventura”, ¿te acuerdas? seguro que sí, porque sentí tu emoción al oír esas palabras, mientras yo no podía dejar de sonreír. Estaba viviendo mi aventura y estaba volviendo al desierto. Ojala puedas acompañarme la próxima vez porque sé que lo disfrutarías tanto como yo. Josto Maffeo, en su libro “Sahara”, lamenta que Zagora esté perdiendo su pureza como verdadera “puerta del desierto” al abrirse, aun tímidamente, al turismo. Desde aquí las distancias ya no se miden en kilómetros, sino en días de travesía en dromedario, viniendo a relativizar en gran medida nuestras occidentales nociones del tiempo y el espacio. De este modo, aunque no es el romántico y original diseño, podemos ver una réplica del mítico cartel que nos anunciaba que Tombuctú se encuentra desde aquí a cincuenta y dos días de camino. Pero por desgracia, la apertura al turismo de la que antes te hablaba no sólo supone la llegada de euros frescos a la economía local, sino que algunos prefieren la vía fácil, atrayendo a los turistas con peregrinas razones, como la de conocer en persona a un venerable y anciano santón, o la de pedir ayuda con una carta de un supuesto amigo que vive en España, para después devolver, a la mañana siguiente, al incauto bienhechor, con una mano delante y otra detrás, sin dinero ni pasaporte ni muchas ganas de volver al país por un tiempo. De cualquier modo, espero que no te enfades conmigo cuando te cuente que un puñado de “valiente” salimos del hotel para sentarnos en los bancos del parque de enfrente, situado en una estupenda atalaya sobre el cauce del río, donde unos cuantos niños jugaban con sus bicis. Por si te lo estás preguntando, un motorista se nos acercó para invitarnos a visitar un “museo cultural” situado unos pocos de metros más adelante, pero considerando que eran más de las once y que posiblemente el museo estaría a punto de cerrar, declinamos su amable invitación y seguimos dando cuenta de nuestras pipas de calabaza acompañados de la suave brisa que nos aliviaba en parte el calor que habíamos pasado, y de la luna, enorme y resplandeciente, que ya te contaré, acabaría siendo un problema la noche siguiente Precisamente había pensado tanto en el desierto antes de partir, había imaginado tantas veces como sería esa primera noche bajo las estrellas, que prácticamente no había prestado atención al resto de la etapa entre Zagora y el campamento, y créeme que realmente fue de las cosas más bonitas, quizás por inesperada, de los mejores recuerdos que me llevo a casa. Durante un buen tramo, la carretera corre junto al palmeral formado por el río Draa, salpicado aquí y allá por pueblos fantasmagóricos que forman un entorno casi irreal. El río antiguamente era el más largo de Marruecos, cuando era permanente. Ahora, convertido en una especie de Guadiana, acaba por desaparecer en las arenas, pero hace años entraba en Argelia, para después volver a Marruecos y de ahí a Mauritania… en la actualidad el río, bordeado de adelfas y acacias, nutre un estrechísimo oasis donde se cultiva prácticamente de todo, y las palmeras abundan, aunque hasta septiembre no se recoge nada. Y como hace años los fellahs, los campesinos de la zona, vivían sometidos a los nómadas del desierto, esos pueblos de los que te hablaba antes contienen murallas y algunas torres a modo de vigías que le dan aun mayor encanto al lugar. Para poder seguir con el oasis, unos kilómetros más adelante dejamos definitivamente el asfalto para introducirnos en las pistas, que ya casi no abandonaremos hasta llegar a Merzouga, mi verdadera puerta del desierto. Antes de llegar paramos en el oasis para degustar con uno de esos campesinos un té en medio del palmeral y no recuerdo muy bien cómo acabamos charlando sobre el matrimonio en Marruecos. Independientemente de aquello de las cuatro mujeres, no es lo mismo hablar de este tema en la capital o en cualquier gran ciudad que hacerlo en mitad de un pueblecito como estábamos. Aquí se sigue la tradición de irse a vivir a casa de los padres del novio, en un matrimonio más o menos acordado por los consuegros y aceptado por los novios; y nos mencionaron el ejemplo de Casablanca, donde los jóvenes comparten colegios, institutos y facultades y tiene ocasión de conocerse, de expresarse sus mutuos sentimientos y de comprometerse, llegado el caso. Aquí los padres no tienen más remedio que “aceptar” esa elección porque no puede ser ya de otra manera. Por otra parte, la natalidad ha descendido terriblemente porque ya se está perdiendo esa idea de traer al mundo “braceros” para labrar los campos, donde el número de hijos era más o menos un indicador de prosperidad. Ahora criar, educar y “colocar” a los hijos es complicadísimo y aquí, lógicamente, lo saben. Aun así, en adelante, en mitad de pistas perdidas, sin asfalto, sin tráfico, y lo que es peor, sin ninguna vivienda alrededor, al menos hasta donde alcanza la vista, pandillas de críos de no más de diez años literalmente salen al asalto de los vehículos pidiendo caramelos al grito de “¿bombón, Monsieur?” Aun nos estamos preguntando de dónde podrían haber salido. Precisamente en esas pistas empezamos a disfrutar del “masaje bereber”, producido al circular con los vehículos todo terreno por los parajes que anteriormente cruzara la caravana del París-Dakar a más de cien kilómetros por hora, abriendo sendas nueva en mitad de un paisaje lunar en una sutil danza de cruces, giros, derrapes y frenazos, todo bien acompañado del calor sofocante y del humo que producen los coches por el árido terreno. Precisamente es en mitad de esta coreografía cuando uno de los vehículos acaba por quedarse completamente parado en mitad de la nada más absoluta, y provocando además la rotura del grupo puesto que los coches que venían detrás se paran para tratar de auxiliar mientras que los que circulaban en cabeza continúan la marcha, hasta que los rastros de humo que provocan acaban por desaparecer en el horizonte. Sin cobertura y sin tener ni idea de lo que le pasa al coche, la situación tampoco es tan horrible puesto que todo pasará por dejar el vehículo a la espera de que alguien con más conocimientos se acerque. Los componentes del grupo, en una mezcla entre diversión y preocupación, asisten a los infructuosos intentos de reparación por parte de los conductores. Finalmente, tras media hora de espera, repartimos el equipaje y el pasaje y continuamos, dejando al chofer solito con varios litros de agua, por lo que pueda pasar. El resto del grupo, que ya había empezado a preocuparse, esperaba unos kilómetros más adelante, en un pequeño pozo donde vivía una familia de lo que conseguía vender a los cuatro locos que llegábamos hasta allí. El abuelo estaba aprovechando la visita de la caravana para recibir una cura por parte del médico de la expedición y los niños, cuatro o cinco, parecía que acababan de llegar de presenciar una cabalgata de Reyes Magos una noche cinco de enero, porque tenían varios kilos de caramelos que habían ido sacando, aquí y allá, entre los componentes del grupo. Posiblemente esa noche a más de uno le dolió bastante la tripa. Y un par de horas después, no sé cómo explicártelo, pero de alguna manera lo intuí, sabía que estaba allí. Íbamos a la cola del grupo, literalmente tragando todo el polvo del resto de los vehículos cuando una ráfaga de aire limpió brevemente el ambiente y lo vi, imponente, majestuoso, el Erg Shebbi, un enorme y precioso océano de dunas a menos de un kilómetro y aun no podía creerme que fuera a pasar la noche allí. Como para casi todo en esta zona del mundo, existe una leyenda que afirma que esas dunas son un castigo que Dios infligió a los habitantes del antiguo pueblo de Merzouga que hace muchísimos años se negaron a acoger a una mujer y a sus hijos mientras estaban celebrando una especie de fiesta. Entonces, una gigantesca tormenta de arena se levantó y cubrió todo el pueblo, para siempre. Además, dicen que desde entonces todos los días a las doce se oyen gritos saliendo de las dunas y que son los lamentos de aquellos infortunados, que piden en vano perdón. Y allí nos estaba esperando una de esas experiencias que recordaré durante el resto de mi vida. He podido ver la puesta de sol sobre el desierto en Tunez, y te aseguro que no se parece en nada a esto. Aquello me recordaba a un paseo por el jardín del hotel, bonito pero poco real. Aquí no tenemos hotel, sino un campamento de jaimas desde donde parte nuestra modesta caravana de dromedarios hacia la cima de una duna, de cualquier duna del inmenso mar de arena que tenemos frente a nosotros para esperar, sin ninguna prisa, a que el sol se oculte, y marchamos durante veinte o veinticinco minutos, cada vez más lejos, cada vez más alto, hasta que nos detenemos en la base de una elevación muy pronunciada, que hemos de subir lógicamente a pie para obtener una panorámica sensacional. Una vez allí, separados en grupos de dos o tres personas, nos dedicamos a charlar animadamente sentados en la cresta de la duna, viendo cómo la arena va pasando poco a poco del color rojo, del ocre al rosado, desfilando por tonos anaranjados que ni siquiera sabía que existían, mientras un suave, pero incesante viento procedente del sur nos golpea con una fina película de arena que a los pocos minutos acaba por hacerse parte del momento y deja de molestarnos. Las nubes bajas en el horizonte, nos impiden ver como el sol va haciéndose cada vez más grande antes de perderse definitivamente, pero a cambio nos regala un espectáculo de luz inimaginable. Allí arriba, en el momento en que se pierden los últimos rayos, como te prometí cuando te contaba mi viaje, tomé el pequeño frasco de cristal que había comprado en Marrakech y lo llené de arena. Sabía que ese sería el momento especial del que te hablé, que no habría otro como aquel y que ese tendría que ser el pequeño trozo de desierto que habría de llevarte. Todo el tiempo habías estado conmigo allí arriba y ahora sólo deseaba volver cuanto antes para dejarte tu pequeño trocito de Sahara junto a aquel Atlas que compartimos y que tienes en la mesa del salón. Pero antes teníamos que pasar la noche allí, y el campamento donde habríamos de hacerlo, or cierto, consistía en una colección de jarapas sucias y raídas que a mí me parecieron el paraíso, pero que dejaron un sabor un tanto agridulce entre la mayoría de los miembros del grupo. Realmente se trata de unas instalaciones muy básicas, aunque a mí, que tenía la intención de dormir al aire libre, me parecen suficientes, pero al menos he de reconocer que dentro de las jaimas no se podía dormir de ninguna manera, puesto que si podías sobreponerte al hecho de que las sábanas del jergón que hacía las veces de cama estuvieran completamente cubiertas de arena, cosa que en un desierto, por otro lado, debe ser lo normal, lo que no se podía soportar era el calor que hacía en el interior. De modo que en un momento dado todos cogimos los colchones y los arrastramos al patio que conformaban las distintas jaimas y nos quedamos en silencio, mirando la enorme luna llena que con su claridad no me dejó disfrutar de la noche estrellada de la que tanto te había estado hablando. Y allí me quedé, después de una pequeña escapada de media hora al exterior del campamento que no disfruté del todo, volví a mi colchón y me quedé embobado, boca arriba, mirando la luna y escuchando un viejo disco de The Carpenters mientras pensaba que tarde o tempranos tendría que volver. Aunque sería conveniente que esta vez me acompañaras y consultáramos el calendario lunar antes de partir. ¿Qué te parece la idea? 📊 Estadísticas de Diario ⭐ 5 (1 Votos)
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