
A la altura de un puente que atraviesa un río, nos encontramos una retención. El conductor para el vehículo y nos hace bajar a todos porque no puede pasar, y hay que atravesar a pie el puente cubierto de montañas de escombros y arena, hasta el otro lado donde nos espera otro autobús. Hay obreros, oficiales de tránsito, mirones, y excavadoras abajo en el río, extrayendo tierra y echándola sobre el puente.
Cargo la mochila, agarro la bandolera y camino echando fotos. Subo y bajo la primera montaña, subo pero no bajo la segunda. La punta de la bota se clava, caigo de rodillas doblándome hacia atrás con todo el peso, la punta del pie se ha quedado clavada mirando hacia detrás de la pierna, y escucho el "crac". Me retuerzo y se inmediatamente que se ha acabado el viaje. Logro desencallar la pierna y me quedo tendido y mareado, viendo gente que me mira desde arriba en corrillo, y a los que impido que me incorporen porque sé que será mucho peor si piso.

Sigo mareado mientras oigo que alguno dice que alguien vendrá en seguida a llevarme. Pido que avisen a Cristóbal que iba delante, y cuando llega le digo que siga, que se lleve mi mochila, y que más tarde le llamaré al hostel previsto para informarle. Agarro bien la bandolera donde llevo pasaporte y dinero, y me quedo mirando fijamente a uno que está jugando con mi cámara, el cual me la devuelve al momento. El pie comienza a deformarse antes de la llegada de una ambulancia de la Cruz Roja de Paquera, pueblo de atraque del ferry.
Muy cerca de ese puente, se encuentra el desvío al superlujoso Barceló Playa Tambor, contra el cual habían luchado y protestado todos los pueblos de la zona por la barbarie ecológica que suponía su construcción: desecación de manglares, destrucción de recursos, etc., litigio que se había saldado con una sanción gubernamental por el importe de una multa de tráfico. De camino a Paquera le indico a la enfermera que me acompaña si no sería conveniente inmovilizar la pierna. Me dice que no sabe y se lo pregunta a la conductora, que le dice que sí. Me coloca una pernera azul de correas, y en media hora llegamos a la clínica de tiritas y aspirinas del pueblo, donde me tratan amablemente pero sin saber que hacer con el marrón de un extranjero sentado en una silla de ruedas.

Quiero llamar pero no tengo el móvil, porque por el aturdimiento se quedó en la mochila. Como no se puede llamar desde los teléfonos del dispensario, y tampoco tengo monedas para el teléfono público, trato de cambiar pero todo el mundo me mira extraño cuando pido cambio. Consigo unas monedas, y hago dos llamadas locales. La primera a Cristóbal para decirle donde estoy y pedirle que comunique mi accidente a la Cía del seguro de viaje que había contratado, y la segunda más tarde, para saber lo que le habían dicho, y tomar nota del número de expediente abierto.
De Paquera, a los casos que no pueden atender como el mío, los derivan al Hospital de Puntarenas en lancha rápida. Lo organizan, y pasadas un par de horas, yo y un chaval que ha sufrido un accidente de moto, y su madre que le acompaña, cruzamos el agua hasta un punto del muelle de Puntarenas, donde tras esperar una hora, nos recoge una ambulancia con solo un conductor-enfermero. Yo monto a la pata coja como puedo, y al chaval con collarín, la boca rota, y gimiendo, lo montan como pueden entre dos intocables que pasaban por allí, y el chófer-enfermero. Zumba la ambulancia entre el tráfico, conducida por la mano izquierda del hombre, que con la derecha va dándole a los botones de la sirena y de las luces, hasta dejarnos en la puerta de Emergencias del hospital, a primera hora de la tarde, dónde después de proporcionarme una silla de ruedas, me hacen el papeleo de admisión, y me dejan esperando entre los visitantes y pacientes. La luz es de fluorescente virada a sepia, y los materiales de cuarta mano. Los usuarios son gente muy humilde,y hay muchos bebes y niños llevados en brazos, y gente recostada en los bancos de polipiel de los patios interiores donde se espera.

Una hora después, me atiende un médico que me llama Pepe. Es joven, rapado al cero, y panameño. Me mira el pie, me pregunta como me lo hice, y me dice que no pinta bien, y que me va a pedir unas placas. Esperando a los Rayos X, ruedo en la silla hasta un teléfono público, al que echo una moneda de 500 colones (1$) para llamar a la Cía de seguros. En España son 8 horas más, o sea madrugada del sábado 14 de agosto. Al otro lado del hilo, le pido a mi interlocutor que me trasladen a otro sitio, pero me dice que es imposible porque debería haberlos llamado primero a ellos para organizarlo todo; que le parecía raro que hubieran llamado mis compañeros en mi lugar, para notificarle el accidente; que se le había dado un móvil que no respondía; y que le enviara un informe médico para tomar alguna medida, según ordenaba el protocolo. Le contesto algo inquieto que lo que me está diciendo es que me joda, y que es más fácil desentrañar el misterio del universo que enviar un fax desde un Hospital donde utilizan máquinas de escribir del siglo pasado.

Vuelvo para las placas, y al cabo de un tiempo indeterminado me hacen pasar. Hago rally en silla de ruedas, me escapo a fumar, cuento mil veces el episodio del quebrantamiento del pie, dormito, hablo de fútbol y de pulpos, veo pasar cuerpos tapados con sábanas con manchas de sangre, y ya soy capaz de distinguir el cansancio y los dolores de las personas afectadas por la epidemia de dengue, que esperan pacientemente los resultados de los análisis de sangre. Sobre las 10 de la noche, cansados de verme por los pasillos y las salas, me llaman y me conducen hasta el doctor panameño que me llama Pepe. Me muestra las placas diciéndome que los maleolos del pie están quebrados, y que como es necesario la cirugía, allí por supuesto, me pueden intervenir con las mayores garantías de éxito. A mi ruego sin esperanza, de que envíen vía fax los informes médicos a España, me responde con expresión de incredulidad, pero se apiada ante mi decisión de realizar unas llamadas telefónicas.

Como vuelvo a no tener monedas, le pido si puede conseguirme cambio, y obtengo un aumento de su incredulidad y de su compasión. A su pregunta de adonde quiero telefonear, le digo que a mi Cía de seguros de España y al hotel de Montezuma de mis compañañeros. Se saca su móvil diciéndome que le va a costar un huevo la llamada, a lo que le contesto que yo se lo pago, y consigo hablar con el mismo robot de la llamada anterior. Esta vez menos metálico, me repite lo mismo, así que cuelgo y llamo a mis compañeros, que me alegran diciéndome que se vienen al día siguiente para estar conmigo, aunque contradictoriamente, no quiero que interrumpan su viaje. Le devuelvo el móvil al galeno calvo, el cual me dice que lo mejor que puedo hacer es internarme esa noche para descansar, y más fresco, decidir lo que hacer al día siguiente; que el ha acabado la jornada, que me lo piense, y que antes de irse viene a verme.