Desde mi ventana
Desde los grandes ventanales de mi apartamento al lado del parque del Cinquantenaire veo árboles que podrían haber pertenecido al bosque de Linthout, el cual ocupaba lo que ahora es mi barrio y se extendía hacia el norte, hacia la comuna de Schaerbeek, una de las 19 comunas de Bruselas.
En invierno, con los árboles desnudos, puedo ver no sólo el arco del Cincuentenario y la parte trasera de los edificios de la rue de l’ Yser, que bordea uno de los lados del parque, sino también una bandada de grandes pájaros verdes -posiblemente guacamayos-, ejemplares exóticos venidos de otras tierras y que, por alguna extraña razón, recalaron aquí, sorprendiendo a quienes los vemos, sobre todo en verano, porque, al mimetizarse con las hojas de los árboles, uno cree haberse confundido cuando los sorprende en vuelo, y tarda en comprender que realmente se trata de una especie exótica adaptada ya a estas latitudes.
Me gusta el paisaje que veo desde mi ventana porque es cambiante. Y no sólo por las estaciones. En verano los edificios de la rue de l’Yser desaparecen tras los árboles y es como si estuviera viviendo en el campo. Pero cambia también a lo largo del día, porque los colores van transformándose con la luz del sol que, en su movimiento de este a oeste, acaba dejando intensos tonos rojizos cuando se pone, muy pronto en invierno, en torno a las cinco, mucho más tarde en verano. En invierno, gracias a la desnudez de los árboles, al anochecer, en el azul oscuro del crepúsculo y frente a mi ventana, la línea de los edificios de la rue de l’Yser dibujándose sobre el cielo, con la luz amarillenta de alguna que otra ventana y las ramas de los árboles frente a ellos, parece componer un cuadro de Magritte.
Mi apartamento se encuentra en lo que se llama aquí un “clos”, es decir uno o varios edificios en una zona verde, generalmente algo apartados de la calle. El “clos” en el que vivo está rodeado de una zona verde porque fue construido en el antiguo jardín de un palacete que miraba al parque del Cinquantenaire, al inicio de la avenida de Tervuren (palacete desgraciadamente derruido para construir un horroroso edificio de hormigón, sede de un banco). Como recuerdo del antiguo jardín que fue, de ese palacete se conserva una especie de “arboretum” con gran variedad de árboles: tilos, castaños de indias, hayas, carpes, tejos, cerezos japoneses, arces, pinos, acebos y seguro que algún otro más.
Se conserva además un estanque, un tanto desvencijado por el paso del tiempo, pero que le da mucha personalidad porque gracias a él tenemos nuestra temporada de ranas y también nuestra temporada de patos que cada año acuden al “clos”, se reproducen, va creciendo la camada bajo nuestras miradas atentas y emigran cuando llega el frío. A veces, desgraciadamente, la familia no emigra entera porque en el “clos” también tenemos igualmente nuestra colonia de gatos callejeros, que aunque no están hambrientos porque viene gente a darles de comer, más de una vez eliminaron a alguno de los pequeñines.
Entre mi apartamento y los edificios de la rue de l’Yser se encuentran además los jardines de cada uno de ellos, característica ésta del urbanismo de Bruselas, inconcebible en otras capitales europeas, como Madrid o París. Aquí en Bruselas los interiores de las manzanas se conservan como jardines, normalmente privados, con lo cual muchos bruselenses, viviendo en el centro, disfrutan de un jardín como si estuvieran viviendo en las afueras, o en el campo. En la mayor parte de los casos el disfrute del jardín pertenece a la vivienda que ocupa la planta baja (rez-de-chaussée), pero, aún así, siempre es preferible la vista sobre un jardín a la vista sobre un almacén (como desgraciadamente ocurriría en otros lugares), y se suele valorar más que el apartamento tenga vista sobre el jardín y no sobre la calle. Esta característica de Bruselas me sorprendió mucho al principio, así como la cantidad de terrazas y balcones en los edificios, en un país con un clima poco propicio para el aire libre. Sin embargo, precisamente porque el clima no es generoso con ellos, intentan aprovechar al máximo tanto luz como sol, con enormes ventanales sin cortinas ni persianas y terrazas o jardines donde poder aprovechar el mínimo rayo.
A finales del siglo XIX este barrio en donde acaba la comuna de Etterbeek, que limita por el este con la comuna de Woluwe-Saint-Lambert y por el norte con la de Schaerbeek, estaba, pues, dentro del bosque de Linthout (en neerlandés « bosque de los tilos »), al que la especulación urbanística, surgida con la creación del parque del Cinquantenaire y la avenida de Tervuren, fue dándole mordiscos, a pesar de las protestas vecinales que hubieran preferido preservarlo. En vano, porque poco a poco el bosque se fue parcelando y fueron surgiendo las calles tal y como hoy las conocemos, edificadas fundamentalmente a principios del XX y cuyos edificios -por fortuna- resistieron el paso del tiempo.
El punto de arranque fue el Parc du Cinquantenaire: en 1880 Léopold II, segundo rey del reciente estado belga, quiere dotar a Bruselas de parques y monumentos prestigiosos dignos de una capital europea. Elige un terreno, un antiguo campo de maniobras del ejército, dentro de la comuna de Etterbeek, para celebrar allí el cincuentenario de la independencia del país. Porque éste es un joven país, más bien artificial, creado por las potencias europeas para conseguir un terreno neutral que contribuyese a mantener los difíciles equilibrios entre países poderosos.
A finales del siglo XIX este barrio en donde acaba la comuna de Etterbeek, que limita por el este con la comuna de Woluwe-Saint-Lambert y por el norte con la de Schaerbeek, estaba, pues, dentro del bosque de Linthout (en neerlandés « bosque de los tilos »), al que la especulación urbanística, surgida con la creación del parque del Cinquantenaire y la avenida de Tervuren, fue dándole mordiscos, a pesar de las protestas vecinales que hubieran preferido preservarlo. En vano, porque poco a poco el bosque se fue parcelando y fueron surgiendo las calles tal y como hoy las conocemos, edificadas fundamentalmente a principios del XX y cuyos edificios -por fortuna- resistieron el paso del tiempo.
El punto de arranque fue el Parc du Cinquantenaire: en 1880 Léopold II, segundo rey del reciente estado belga, quiere dotar a Bruselas de parques y monumentos prestigiosos dignos de una capital europea. Elige un terreno, un antiguo campo de maniobras del ejército, dentro de la comuna de Etterbeek, para celebrar allí el cincuentenario de la independencia del país. Porque éste es un joven país, más bien artificial, creado por las potencias europeas para conseguir un terreno neutral que contribuyese a mantener los difíciles equilibrios entre países poderosos.
Fue Carlos V, nieto de los Reyes Católicos y del emperador Maximiliano, quien lleva a cabo en 1540 la unión de las 17 provincias de los Países Bajos pasando a formar parte de la corona española. La unión será breve, con las guerras de religión el territorio se divide en dos: en el norte una república federal, las Provincias Unidas, y en el sur los Países Bajos meridionales, que se corresponden más o menos al actual territorio de Bélgica y que estuvieron durante más de dos siglos, bien bajo dominio español, bien bajo dominio austriaco. Este territorio, deseado tanto por franceses como por austriacos, fue el escenario de numerosos enfrentamientos en las guerras franco-españolas y franco-austriacas, a lo largo del los siglos XVII y XVIII. Después de las campañas de Napoleón, los Países Bajos Belgas son anexionados por la Primera República Francesa quien pondría fin a la dominación hispano-austriaca sobre la región. Pero en 1815, con la disolución el Primer Imperio Francés, pasan a formar parte del Reino Unido de los Países Bajos, bajo Guillermo I de Orange. Tampoco durará mucho esta unión: las restricciones de las libertades políticas y religiosas conducen a los territorios del sur a declararse independientes y a crear el nuevo estado en 1830, fecha en la que la actual Bélgica se declara independiente. Será necesario buscar un rey y, tras varios intentos fallidos, fueron a encontrarlo en Alemania: Léopold de Saxe-Cobourg-Gotha se convertirá en el primer rey de los belgas. Nace así un país heterogéneo: flamencos y neerlandófonos al norte y valones y francófonos al sur, con la religión como único un punto en común: mientras que las provincias de los Países Bajos del norte (la actual Holanda) son protestantes, las provincias del sur (la actual Bélgica) son católicas. Ese es su único punto de encuentro.
Después de los fastos de la celebración del cincuentenario de la independencia, en el mismo parque del Cinquantenaire, habrá una segunda exposición, en 1888, con un Gran Concurso Internacional de las Ciencias y la Industria, ya muy floreciente en ese momento en una Bélgica que conoció la Revolución Industrial durante el siglo XVIII, tuvo una fuerte expansión económica en el XIX, y se convirtió pronto en una potencia industrial importante como prueba la creación de la primera red de ferrocarriles europeos. Una tercera Exposición Universal en 1897, en la que participan más de 27 países, se celebra también en el parque del Cinquantenaire recibiendo a más de siete millones de visitantes.
Después de los fastos de la celebración del cincuentenario de la independencia, en el mismo parque del Cinquantenaire, habrá una segunda exposición, en 1888, con un Gran Concurso Internacional de las Ciencias y la Industria, ya muy floreciente en ese momento en una Bélgica que conoció la Revolución Industrial durante el siglo XVIII, tuvo una fuerte expansión económica en el XIX, y se convirtió pronto en una potencia industrial importante como prueba la creación de la primera red de ferrocarriles europeos. Una tercera Exposición Universal en 1897, en la que participan más de 27 países, se celebra también en el parque del Cinquantenaire recibiendo a más de siete millones de visitantes.
Para la segunda exposición de 1888, el rey Léopold II, encarga al arquitecto Gédéon Bordiau la construcción de dos edificios unidos entre sí por columnas semi-circulares, orientados por delante hacia el palacio real y el centro de la ciudad y por detrás hacia la avenida de Tervuren, de diez kilómetros de larga, que el rey quiere trazar para unir la ciudad con su palacio y su parque de Tervuren. La triple arcada central será construida por Charles Girault e inaugurada en 1905.
Me gusta la cercanía del parque del Cinquantenaire. Es un lugar de encuentro por muchas razones. En primer lugar sus museos: Museo de Automóvil, Museo del Ejército, Museo de la Aviación y los Museos Reales de Arte e Historia, estos últimos con buenos fondos permanentes e interesantes exposiciones temporales. Desde el Museo del Ejército es posible subir gratuitamente hasta la cima del arco y contemplar hacia un lado el propio parque y la rue de la Loi que se dirige al centro de la ciudad y por el otro lado la avenida de Tervuren hacia el pueblo del mismo nombre. El acceso está cerrado entre las 11h.30 y las 13h.
En segundo lugar porque es la zona verde más próxima a mi casa y allí voy frecuentemente a pasear, en otoño con las hojas caídas sobre el césped y los árboles llenándose de ocres, en invierno con las ramas ya desnudas, en primavera brotando poco a poco la vegetación y en verano con los árboles llenos de un verde frondoso impidiendo la vista de las calles que lo rodean.
Cuando hace bueno, a mediodía, el césped que rodea el estanque se llena de grupos de jóvenes que se acercan hasta allí para tomar su “lunch”, seguramente comprado en alguno de los establecimientos de la cercana rue des Tongres. Y, finalmente, me gusta también porque es el lugar escogido para múltiples actos y celebraciones: conciertos, ferias, competiciones deportivas, mítines... Siempre está animado.