Desayuno buffet en 7ª planta panorámica, ducha, y despegue en dirección al Museo de Historia Natural en Rato en el Barrio Alto, para estar a cubierto de la lluvia visitando una feria internacional de pedruscos y bichos y vegetales fosilizados.
En media hora caminando como “El ministro de andares estúpidos” de los Monty Python (ver video superior), para no tropezar en el magnífico, endémico y bohemio, pero escabroso mosaico empedrado de las calles de Lisboa, llegamos a la Rua da Escola politécnica, dónde gastamos el tiempo entornando los ojos ante los deslumbrantes puestos de minerales de la feria, y luego abonamos el 1'5$ de la entrada al Jardín Botánico anexo al museo, para dar una relajada y oxigenada vuelta por sus húmedos senderos...
.... antes de desembocar nuevamente en las ruas de ese bonito barrio lisboeta en el que, por sus callejuelas, cuestas y rincones dependiendo de la situación, se disfruta de vistas de postal de las aglomeraciones de coloreadas casas escalonadas de la ciudad.
Después de atravesar la plaza del Príncipe Real, nos desviamos por un callejón en cuesta hasta una solitaria placita escondida para, tras dejar transcurrir el tiempo con lentitud, iniciar el descenso hacia el Tajo por la calle de O Século saboreando escaparates, recovecos, y tochos.
El pintoresco barrio, está repleto de tiendas de diseño, arte y ropa, cafeterías, y centros de actividades culturales, en uno de los cuales paramos a tomarnos una cerveza a ritmo de música lounge. Sentados en el diáfano local con la mente en blanco, charlamos, mientras de reojo me divierto viendo a un grupo de modernos niños de bien enrollados en foulards, escrutándose la manicura y hablando con un cigarro en la mano en glamurosa postura.
Unas cuantas pisadas más tarde, nos convertimos en clientes de otro garito de la Rua da Sâo Paulo, ordenando unas pataniscas de bacalhau (buñuelazos), lenguado, y dos cervezas Bock, por la suma de 17$. Confiados en nuestros pies, dejamos que deriven al lado del río, y tras rebasar la Catedral, acometan la Rua da costa do Castelo, esquivando los amarillos tranvías eléctricos atiborrados de risueños turistas y a los mirones y consumidores de gallos, llaveros y bufandas verdirojas de las tiendas de souvenirs.
En media hora sin matarse se asciende al Castillo de San Jorge que domina la ciudad, pero como pasamos de pagar los 7$ de la entrada, deambulamos rodeándolo hasta la muralla trasera, desde donde la noche nos embelesa cayendo sobre Lisboa, antes de descender sin prisa por la parte trasera de la fortaleza, hasta volver a enlazar con la Rua da Costa do Castelo.
Repostamos líquidos tomando una cerveza en una entrañable cafetería por cuya puerta vemos desfilar torsos y caras metidos en los tranvías, y placidez en un mirador al Tajo frente a una plaza medieval, hasta que ya rendidos y bajo la reafirmación lluviosa del Atlántico, enganchamos el bus de vuelta, compramos un pack de cervezas Sagres bohemia en una super “Pingo Doce” cercano, y nos recluimos en la habitación del hotel.