Aterrizamos en Barajas un jueves de cielo gris con nubarrones que prometen lluvia inminente, que no obstante no se materializará hasta tres días más tarde. Tras recorrer innumerables pasillos que parece que no tengan fin, conseguimos coger el metro que nos tiene que llevar hasta el centro de la ciudad. Como pasamos cerca de una hora hasta alcanzar nuestra meta, me entretengo soñando con los próximos cuatros días y también reflexiono sobre las curiosidades de la vida que hacen que se tarde menos en llegar desde Girona que en hacer los treinta kilómetros que nos separan de nuestro destino final… cosas del aburrimiento.
Desembarcamos del metro pero esta vez ya en el hotel que hemos elegido a causa de su ubicación, y comprobamos con agrado que las fotos se corresponden con la realidad y que la habitación parece muy confortable.

Dejamos los bártulos y nos disponemos a callejear el tiempo que falta hasta la hora de cenar, no hay tiempo que perder. En cinco minutos nos plantamos en la famosísima y animadísima Puerta del Sol, más pequeña de lo que imaginaba y con una forma de media luna que me sorprende. No entiendo muy bien cómo puede caber tanta gente en Nochevieja, será que la televisión lo magnifica todo o que a causa del frío se apretujan para entrar en calor. Seguimos hasta llegar a la Plaza Mayor que me parece magnífica y grandiosa; me recuerda un poco a la Plaza Real de Barcelona, ambas tienen un estilo porticado muy similar, si bien el color rojo que domina a la madrileña le da un encanto especial. Continuamos nuestro callejeo particular por la zona que se nos antoja la más castiza y auténtica hasta alcanzar la Plaza de la Villa, pequeña pero no por ello menos bonita y hasta coqueta diría yo, aunque no debe de ser muy popular porque hace rato que hemos dejado atrás todo el bullicio de gente yendo y viniendo que nos ha acompañado hasta ahora.
Desandamos lo andado. Empieza a anochecer y las fotos ya precisarían de trípode para salir bien, aunque aún puedo hacer alguna que no queda del todo mal. Volvemos a la Puerta del Sol pasando por calles de nombres tan singulares como pasadizo del Panecillo o calle de la Lechuga y perdiéndonos por los rincones más auténticos de la ciudad.
Se acerca la hora de cenar y empezamos a buscar algún sitio para repostar. Ello no será ningún problema dada la cantidad de bares y restaurantes que nos han salido al paso constantemente. Pensamos que Madrid debe de ser la ciudad con mayor concentración de locales por metro cuadrado, llenos a todas horas de gente bebiendo y comiendo. Finalmente nos decidimos por el típico tapeo, sin que falte el imprescindible vino. Como no acostumbramos a tomar postre, después del café el camarero nos sirve… unas olivas, gentileza de la casa. Nos hace mucha gracia el detalle, ya sabíamos que está muy extendida la costumbre tan extraña a los catalanes de ofrecer algo para picar junto con la consumición, y de hecho seguimos tomando vinos en diferentes bares y seguimos también comiendo patatas, olivas… hambre seguro que no pasaremos.
Llega la hora de retirarse a descansar, mañana promete ser un día intenso y repleto de arte.