Llegó el momento. Hay que encarar un viaje relámpago al otro lado del mundo y no me apetece en absoluto. Debo aclarar que vivo en La Palma, una pequeña isla de Canarias y que llegar hasta Tokio me supone cuatro vuelos de ida y otros tantos de vuelta. Y por cierto: odio los aviones.
Me arrastro literalmente en el camino de ida al aeropuerto, tratando de convencerme de que lo voy a pasar bien y de que el viaje merece la pena. Pero lo cierto es que la vocecita que me grita "¡Quédate!" al oído se hace más y más fuerte con cada curva. Consigo no hacerle caso pero el viaje es realmente infernal. Lo resumo en cifras y aeropuertos: 1 hora de margen para facturar antes del primer vuelo en SPC + 0,5 horas de vuelo SPC-TFN + 2 horas de espera en TFN + 1,5 horas de retraso no previsto en TFN + 3 horas de vuelo TFN-BCN + 6 horas de espera nocturna en BCN + 2 horas de vuelo BCN-FCO + 2 horas de espera en FCO + 12 horas de vuelo FCO-NRT. En total, 30 horas de aviones y aeropuertos. Lo dicho: un infierno.
Llego a Tokio (Aeropuerto de Narita) y son las 7 de la mañana. No he logrado dormir en ningún vuelo. Estoy destrozado. Para el alojamiento me he decidido a probar con Airbnb. Es la primera vez que lo hago. Mi anfitrión se llama Masashi Takahashi y me manda unas instrucciones algo inquietantes, sobre todo para alguien que lleva dos días sin dormir: tengo que localizar su casa en una metrópoli inmensa a partir de una impresión de pantalla de Google Maps. Una vez en el edificio tengo que buscar una caja con un extintor y localizar la llave de su puerta, que supuestamente me estará esperando allí. Por supuesto me pierdo en el Metro, pero por fin llego. El barrio, el edificio, la cajita roja del extintor. La abro... y no hay ninguna llave dentro.
Bueno, me digo, debes mantener la calma. Al fin y al cabo son las 7 de la mañana y Tokio está lleno de hoteles cápsula, donde pasar la noche en caso necesario. Sin mucha fe, toco el timbre y me abre mi anfitrión, al que no reconozco por la foto del perfil. Me dice que la habitación (en realidad el salón) está ocupada y efectivamente, emerge un americano al que mi llegada acabo de despertar. Me disculpo, dejo el equipaje y sobre la marcha regreso al Metro. La primera impresión es muy positiva: Masashi parece simpático y el barrio de Naka-Meguro está muy bien.
Mis primeras horas en la ciudad las paso alrededor de Ueno, que es el lugar a donde llega el Keisei (línea al aeropuerto). Es un parque urbano plagado de museos, en el que los cerezos están empezando a florecer y en el que el toque exótico lo pone el santuario de Toshogu. Los pasos sin rumbo me conducen hasta la calle de Ameyoko, donde me encuentro con los primeros pachinkos. Sobrecoge entrar en uno de estos locales, caracterizado por la música a todo trapo, los videojuegos y las máquinas tragaperras. Aquí vienen a soltar frustraciones los tokiotas, supongo. Están tan concentrados en las pantallas que apenas se dan cuenta de que los estoy mirando.
A media tarde quedo con mis amigos y nos damos una vuelta por Akibahara. Es la ciudad de los otakus, adolescentes enfebrecidos por el manga y los videojuegos. Ahora sí que parece que el espacio tiempo se ha doblado: estamos como poco en el siglo XXIII. Mi cabeza ya no gestiona más novedades. Después de dar una vuelta por un par de tiendas de electrónica, regreso a Naka-Meguro para cenar con mi anfitrión.

La cita es a las 8, pero no llega. Llegan las 8.30 y ya no aguanto más. Debo elegir entre dormir y comer. Tengo un hambre feroz, pero he estado a punto de caerme al suelo media docena de veces en el metro. Creo que estoy empezando a alucinar. Elijo dormir y cinco minutos después de ponerme el pijama escucho un ruido ensordecedor. Al poco comienzan a temblar los platos de la cocina y antes de reaccionar estoy bamboleándome en el futón. Cuando por fin me doy cuenta de que estoy viviendo un terremoto, todo se detiene de repente. El cansancio extremo no me deja disfrutar el momento, pero sonrío de oreja a oreja.
En ese momento llega Masashi. Sumergido en mil perdones, me dice que se ha liado con el trabajo y que vayamos a cenar. Inexplicablemente, digo que sí (no quiero que el próximo terremoto me pille con el estómago vacío). Me cambio de nuevo y salgo a la calle, prácticamente hecho un zombi. Calculo que llevo al menos 50 horas sin dormir.
Y sin embargo esta va a ser una de mis mejores noches en la ciudad. Mashashi elige llevarme a un robayataki, un tipo especial de izakaya que no es un bar en sentido estricto pero tampoco un restaurante. El chef y el fogón están en el centro del local y los clientes se sientan alrededor, pidiendo según los ingredientes frescos que tienen delante de las narices. El menú es absolutamente inútil para el viajero, porque solo está en japonés, así que mejor ir acompañado. Por otra parte, sorprende el aire caótico, ruidoso y denso en humo de tabaco, tan opuesto al espíritu pulcro y silencioso que desprende la ciudad. La comida es deliciosa (algas hijiki, sushimi de pescados indescriptibles, tempuras en su punto exacto de fritura). El par de cervezas Asahi se me suben pronto a la cabeza y pronto estoy sacando vídeos a diestro y siniestro, hasta que el cocinero se cabrea y me manda a parar. Tiene un cuchillo de grandes dimensiones en la mano así que paro, faltaría más.
Todo me da vueltas cuando caigo de nuevo en el futón. Pero presiento que este va a ser un gran viaje.