Acabo de llegar a Delhi, ocho de la mañana, escala en Doha de madrugada. Qatar airlines. Tripulación multirracial. Excelente servicio de las guapas azafatas, desde tailandesas a suecas. Pero, en estos momentos, solo pienso en el regazo de la diosa Nanda. Ella es el motivo de mi viaje.
Bárbara, mi mujer, se ha quedado preocupada, tanto que por primera vez, en tantos viajes emprendidos, me ha acompañado al aeropuerto. Cristina, también. Me ha llamado desde Stirling, donde estudia, cuando ya estábamos en el aeropuerto, para desearme buen viaje y ha añadido: “papi, te quiero mucho”; que quería decir: “ten mucho cuidado y ¡vuelve!”. Mi corazón responde: “No os preocupéis, no pienso abandonaros; sois lo que más quiero”.
En mi primer viaje a India, en 1977 -este es ya el quincuagésimo-, desde el aeropuerto a la capital todo eran campos, vacas, carros, algunos taxis Ambassador y familias acampando en las cunetas de la estrecha carretera. Ahora son autopistas llenas de barreras y policías, pasos elevados y un metro express supermoderno abriéndose paso entre los descampados a medio urbanizar y los edificios construidos por los “poceros” locales y otros promotores de mayor o menor rango.
Tengo billete para el tren de las 11,30 a Haridwar , pero en lista de espera, nº 18. Mi vecino indio en el avión me ha tranquilizado. Con ese número seguro que me dan asiento. Reservan un montón para políticos, militares y vips.
Un joven y alocado taxista me deposita en la estación del viejo Delhi con mi gorda mochila: saco de dormir, colchoneta inflable, lo mínimo de ropa (otro pantalón, dos camisas, dos mudas un jersey, par de guantes y rodilleras para los descensos) montón de medicamentos (tensión, infecciones, mal de altura, artrosis, diarreas, etc. ) una tableta de chocolate negro y 200 grs. de jamón ibérico; solo 12 kg. En la mochila pequeña llevo las dos cámaras, accesorios, papeles y las cien páginas, de las mil quinientas de la Footprint, dedicadas a Delhi y a la zona donde voy ; en la bolsita cinturón, pasaporte, tarjetas y dinero. Además de ello, y a 35º, el grueso y viejo anorak de verdaderas plumas de ganso abrazado contra el pecho. ¡El calor que da mientras asciendo las escaleras hasta las taquillas!.
“Namaste”. “No problem”. Tengo asiento. Pero estoy agotado por el esfuerzo de subir las escaleras con toda la impedimenta. Ahora necesito cambiar dinero. Tras preguntar a media docena de indios de los que me rodean desde que he bajado del taxi, consigo saber que la consigna está al otro lado de las vías. Hasta allí voy con un porteador para dejar la mochila. Tomo al taxista más espabilado camino del market, donde hay un banco, mas apenas iniciado el recorrido el honrado sujeto me dice: “Pero hoy es domingo, banco cerrado”.
Hay un cajero en la estación, pero no funciona; otro en la otra punta. Solo da 2.000 rupias = 30 euros. Lo manifiesto al “securata” y este, muy servicial, me enseña como sacar 13.000. Se lleva propina. Entre dimes y diretes, subidas y bajadas es la hora del tren. Recojo mochila. En el panel no aparece Haridwar. Pequeño pánico, pero recibo ayuda. Es el Indore express, de donde viene; en mi billete pone Dehra Dun ex.
Vagón de segunda, literas. Cuatro en cada compartimento y otras dos superpuestas entre el pasillo y la ventanilla. Tengo la de debajo. El convoy lleva ya dos días viajando. Restos de comidas, cristal roto, cortinillas sucias y a jirones. Peor que hace treinta años, pues son los mismos trenes, los que dejaron los británicos, pero mucho más viejos. Dormiría si no fuera por los chillidos y las correrías de los dos niños del compartimento de enfrente. ¡Maravillosa India!.
Santón en Haridwar
En Haridwar me espera Rani, mi taxista contratado por Internet, hoy para Rishikesh; mañana para Josimath, la base de mi trekking,. Es igual que el Ghandi de la película en físico y en amable agudeza.
Lamparillas al Ganges
Santones en Rishikesh
Rishikesh es el supermercado de la espiritualidad desde que los Beatles vinieron a un curso de meditación con el gurú famoso del momento. Clases de yoga, meditación y danzas sagradas para indios y occidentales en busca del alma perdida en ashrams, mitad hoteles, mitad templos, llenos de Sivas, tigres y espiras en los bordes del sagrado Ganges, recién surgido del Himalaya. Y, en los últimos años, también, capital india del rafting. Mi hotel está junto al río, pero alejado del bullicio. Baño caliente, cena y a dormir. Llevo treinta y dos horas de tute. ¡Claro que eso no es nada para lo que me espera en el Nanda Devi!.