Vincent Van Gogh dijo una vez que él no era aventurero por elección, sino por el destino.
Esta es la historia de cómo mi destino me llevó a vivir esta aventura.
Me llamo Pepa Pérez Sempere y soy periodista. La parte buena es que mi espíritu es inquieto y poseo una pasión desmedida por indagar y conocer. La mala –o no tan mala- es que en 30 años de profesión, que se dice pronto, he visto mucho, he escrito mucho, he callado mucho y he aprendido mucho.
En conjunto, hasta el momento en el que empieza mi aventura, tenía un buen trabajo, reconocimiento profesional, una familia maravillosa, amigos y una casa estupenda.
Sin embargo, ahora lo sé, algo fallaba. Algo que, visto lo visto, me llevaba a estar atenta a los cambios, al viento, a lo que pudiese pasar. Inquieta, si sabes a lo que me refiero.
Esta inquietud llevó a que, hace unos años y junto a dos buenos amigos, surgiese el pacto de realizar viajes a otros países para desintoxicarnos de nuestra rutina y conocer otra forma de ver la vida. Este año, el 2012, tocaba África. África que nos sonaba a misterio, a fuego y cena romántica, a animales salvajes y peligrosos. África que nos sonaba a Mogambo. Así que organizamos un viaje en plan safari, lejos de las zonas turísticas y de las rutas comerciales, de los grupos organizados y masivos y adentrarnos, casi por nuestros medios, en un país que se nos antojaba mágico. De entre todos los destinos escogimos el sur de Tanzania, empaquetamos nuestras ilusiones y nos lanzamos, como niños con zapatos nuevos, a nuestro nuevo viaje.
El camino hasta allí empezó con un largo y pesado vuelo hasta Dar es Salaam (Remanso de Paz), la ciudad más grande de Tanzania. En el aeropuerto nos esperaba el equipo que iba a acompañarnos a lo largo de nuestro viaje: un chófer, un traductor y un cocinero. ¿Has tenido alguna vez cocinero? Yo no. Reímos mucho con la situación mientras nos adentrábamos en Tanzania a bordo del 4x4 que nos llevó a la Reserva de caza de Selous, nuestra primera parada, nuestro primer contacto con África. ¿Recuerdas que te hablé de Van Gogh y pensaste que tal vez no tenía nada que ver con esto y resultaba sólo un encabezamiento bonito? Verás, el destino quiso que, desgraciadamente, uno de mis amigos sufriese un percance médico. No era grave pero sí urgía tratamiento médico e incluso, una leve estancia en el Hospital. Mis dos amigos debían apearse del viaje. Me quedaba sola y no sabía qué hacer.
Mis amigos insistieron en que siguiese la andadura. “Todo está pagado”, me decían. “Si estoy mejor nos vemos en Ruaha, y si no, nos veremos en Zanzíbar” ¿Y sabéis? Ya no dudé ni un instante. África me llamaba de una forma especial. Me había tocado el corazón. Así que me volví a subir al 4x4 y partí junto a mi chófer, mi traductor y mi cocinero a vivir la experiencia más increíble de mi vida, hasta entonces.
Tras dejar a mis amigos subidos en una avioneta camino de Dar es Salaam regresé al campamento.
Nos embarcamos por el rio Rufiji y navegamos al atardecer, rodeados de naturaleza salvaje. Todo era hermoso, por supuesto, pero había un problema. Mis compañeros de viaje se expresaban en dos lenguas, sí, pero ninguna que fuese la mía. Por supuesto, comprenderéis que no hablo swahili (y no, la experiencia de ver Tarzán en la tele no ayuda) y el inglés, lo chapurreo con alegría y voluntad pero no de forma fluida. Os preguntaréis que qué hacía el traductor entonces. Sinceramente, yo también. Su trabajo fue más descorazonador y entorpecedor que válido pero también cabe decir (oh sí, destino) que me obligó a esforzarme aún más para hacerme entender y entender.
Volvamos al río. Después del viaje, exhausta, llegué al campamento para tomar mi primera cena africana. Abi, el chófer de la expedición (y también el guía, claro) me esperaba. Si el traductor me ponía de los nervios con su inoperancia, Abi me hacía sentir todo lo contrario. Amaba África, amaba su trabajo y se sentía orgulloso de ser quién era y pertenecer al lugar que deseaba con todas sus fuerzas hacerme conocer.
Así que como dice
mi madre, lo servido por lo comido. En conjunto, hasta el momento en el que empieza mi aventura, tenía un buen trabajo, reconocimiento profesional, una familia maravillosa, amigos y una casa estupenda.
Sin embargo, ahora lo sé, algo fallaba. Algo que, visto lo visto, me llevaba a estar atenta a los cambios, al viento, a lo que pudiese pasar. Inquieta, si sabes a lo que me refiero.
Esta inquietud llevó a que, hace unos años y junto a dos buenos amigos, surgiese el pacto de realizar viajes a otros países para desintoxicarnos de nuestra rutina y conocer otra forma de ver la vida. Este año, el 2012, tocaba África. África que nos sonaba a misterio, a fuego y cena romántica, a animales salvajes y peligrosos. África que nos sonaba a Mogambo. Así que organizamos un viaje en plan safari, lejos de las zonas turísticas y de las rutas comerciales, de los grupos organizados y masivos y adentrarnos, casi por nuestros medios, en un país que se nos antojaba mágico. De entre todos los destinos escogimos el sur de Tanzania, empaquetamos nuestras ilusiones y nos lanzamos, como niños con zapatos nuevos, a nuestro nuevo viaje.
El camino hasta allí empezó con un largo y pesado vuelo hasta Dar es Salaam (Remanso de Paz), la ciudad más grande de Tanzania. En el aeropuerto nos esperaba el equipo que iba a acompañarnos a lo largo de nuestro viaje: un chófer, un traductor y un cocinero. ¿Has tenido alguna vez cocinero? Yo no. Reímos mucho con la situación mientras nos adentrábamos en Tanzania a bordo del 4x4 que nos llevó a la Reserva de caza de Selous, nuestra primera parada, nuestro primer contacto con África. ¿Recuerdas que te hablé de Van Gogh y pensaste que tal vez no tenía nada que ver con esto y resultaba sólo un encabezamiento bonito? Verás, el destino quiso que, desgraciadamente, uno de mis amigos sufriese un percance médico. No era grave pero sí urgía tratamiento médico e incluso, una leve estancia en el Hospital. Mis dos amigos debían apearse del viaje. Me quedaba sola y no sabía qué hacer.
Mis amigos insistieron en que siguiese la andadura. “Todo está pagado”, me decían. “Si estoy mejor nos vemos en Ruaha, y si no, nos veremos en Zanzíbar” ¿Y sabéis? Ya no dudé ni un instante. África me llamaba de una forma especial. Me había tocado el corazón. Así que me volví a subir al 4x4 y partí junto a mi chófer, mi traductor y mi cocinero a vivir la experiencia más increíble de mi vida, hasta entonces.
Tras dejar a mis amigos subidos en una avioneta camino de Dar es Salaam regresé al campamento.
Nos embarcamos por el rio Rufiji y navegamos al atardecer, rodeados de naturaleza salvaje. Todo era hermoso, por supuesto, pero había un problema. Mis compañeros de viaje se expresaban en dos lenguas, sí, pero ninguna que fuese la mía. Por supuesto, comprenderéis que no hablo swahili (y no, la experiencia de ver Tarzán en la tele no ayuda) y el inglés, lo chapurreo con alegría y voluntad pero no de forma fluida. Os preguntaréis que qué hacía el traductor entonces. Sinceramente, yo también. Su trabajo fue más descorazonador y entorpecedor que válido pero también cabe decir (oh sí, destino) que me obligó a esforzarme aún más para hacerme entender y entender.
Volvamos al río. Después del viaje, exhausta, llegué al campamento para tomar mi primera cena africana. Abi, el chófer de la expedición (y también el guía, claro) me esperaba. Si el traductor me ponía de los nervios con su inoperancia, Abi me hacía sentir todo lo contrario. Amaba África, amaba su trabajo y se sentía orgulloso de ser quién era y pertenecer al lugar que deseaba con todas sus fuerzas hacerme conocer.
Así que como dice