Me gusta conducir, incluso cuando hablamos de conducir un vehiculo con el que no estoy familiarizado (una Renault Traffic de alquiler, que da cabida al grupo completo, de seis viajer@s, y todo su equipaje para doce días) y a través de carreteras por las que no he transitado nunca con anterioridad (eso sí, todas ellas vías de gran capacidad —autopistas y autovías— y, por tanto, cómodas y seguras).

Pero aún con todo el apetito del mundo, y teniendo que agradecer a los hados de la buena suerte el no haber tenido que soportar el más mínimo atasco ni percance, dos mil kilómetros, desde Córdoba hasta Florencia, con una parada para pernoctar en Figueras (punto más o menos intermedio del trayecto), resultan extenuantes.
Por lo demás, el recurso a las vías más rápidas significa que la visión de la costa, salvo en los kilómetros posteriores a Ventimiglia —que sí permiten, con sus alucinantes cortados, entre una sucesión interminable de puentes y túneles, disfrutar de unas vistas del mar espectaculares—, quede reducida a algún apunte liviano de la Costa Azul y sus lujos monegascos.
En cualquier caso, los paisajes franceses de la Occitania y el Languedoc, aún con sus parecidos más que razonables con paisajes españoles análogos (algo lògico, si tenemos en cuenta la obvia continuidad geográfica), compensan esas 'carencias costeras' y hacen del viaje una experiencia de visionado grato y enriquecedor.
La llegada a Florencia, de noche y con todo el cansancio acumulado, nos deja confinados en el Oltrarno (donde se encuentra nuestro lugar de alojamiento) y limitados a un breve paseo para una cena ligera (pero no por ello menos apetitosa: empieza nuestra dieta intensiva de pasta...) y un gratificante estiramiento de piernas por calles oscuras y cercanas a un Arno a cuyo otro lado ya sabemos que nos esperan atractivos de fuste.
Mañana será otro día...