Esta jornada fue bastante intensa, así que si habitualmente ya madrugábamos de lo lindo para aprovechar la luz solar y evitar el calor, aquel día nos tocó levantarnos incluso un poco antes. Sin apenas darnos cuenta, entre la tarde y la noche anteriores habíamos navegado más de 120 kilómetros al sur de la Gran Presa y nuestro barco se hallaba frente a unas costas de terreno desértico, en las que, a lo lejos, parecía distinguirse una construcción antigua, quizás un templo. Después de desayunar, subimos a los botes acompañados por soldados armados con metralletas. Lo curioso es que a bordo, en el barco, o no estaban o actuaban con tal discreción que ni nos cruzábamos con ellos ni los veíamos por ninguna parte.
Templo de Wadi el Seboua o Wadi es Sébua.
Desde el bote pudimos distinguir perfectamente el perfil del pilono de un templo aposentado en lo alto de un pequeño montículo, entre tierras desoladas de granito salpicadas por arena roja, que en algunas zonas mostraban cierto tono amarillento, si bien no faltaban algunos toques verdes en las orillas. Pasamos de largo y desembarcamos en otro punto, como a un par de kilómetros, quedando frente a nosotros la estampa de otro templo.
Ya en tierra, caminamos unos minutos hasta llegar al templo de Wadi el Seboua, que atesora un encanto muy especial, pues conserva una preciosa avenida de esfinges, a la que hace referencia el nombre por el que se conoce y cuya traducción es Valle de los Leones.
El templo fue el tercero construido en Nubia por Ramses II, quien lo dedicó a Amón-Horakti. Se cree que pudo ser utilizado como lugar de descanso por los tripulantes y el pasaje de los barcos que surcaban el Nilo. De los tres pilonos con que contaba solo se conserva el del pasaje de la puerta entre ellos. Antes de entrar en el tercer pilono, había cuatro estatuas de Ramsés, de las cuales sólo se mantiene una en pie.
El atrio estaba delimitado en sus lados por pilastras osíricas, que presentaban diferente estado de conservación.
En el interior pudimos ver diversos grabados con las típicas imágenes del faraón haciendo ofrendas a los dioses y castigando a sus enemigos. Aunque algunos estaban deteriorados, me impresionó la decoración completa de las paredes, que mantienen todavía parte de sus colores. Por entonces no tenía una cámara demasiado buena, así que las fotos están como están, pero creo que pueden ilustrar lo que digo.
Los coptos lo convirtieron en iglesia cristiana en el siglo V, por lo cual se pueden ver incluso imágenes de santos, entre los que no falta el mismísimo San Pedro. El templo se trasladó a dos kilómetros de su emplazamiento primitivo para evitar que fuera engullido por las aguas, lo cual se consiguió a contrarreloj, cuando las esfinges estaban ya medio sumergidas. Por fortuna, se salvaron.
Un templo muy peculiar y que me gustó mucho; supongo las esfinges influyen en su encanto. Mientras estábamos allí, apareció una caravana de camellos a galope (no sé si es correcto decir que los camellos galopan), con un ruido considerable y levantando una inmensa polvareda en el desierto. Lo cierto es que nos sorprendió tan súbito golpe de efecto, aunque no fuese más que un camellero que venía a ofrecer sus servicios para llevar a quien quisiera al siguiente templo. Sin embargo, no tuvo demasiado éxito, pues todo nuestro grupo quiso hacer el trecho caminando. Por nuestra parte, ya habíamos trotado en camello para ir al poblado nubio, en Asuán, así que no nos apetecía repetir. Estábamos en algo muy parecido al desierto, salvo cerca de las orillas del lago, donde se veía un poco de vegetación.
Templo de Dakka.
Tras entretenernos un rato a tomar unas fotos, seguimos a pie por una pista de tierra que nos condujo hasta un templo que veíamos a lo lejos, precisamente el que habíamos distinguido desde los botes. El paisaje era sugerente, pues contrastaba la tierra roja con el agua intensamente azul. Entre las dunas, nos acechaba el camellero, empeñado en hacer negocio. De nuevo, no tuvo éxito.
En su origen, este templo se encontraba unos 40 kilómetros al norte de su ubicación actual y fue erigido utilizando estructuras anteriores, cuyos restos aparecieron durante el desmontaje previo a su traslado. Consagrado al dios Thot, el dios de la sabiduría, en el siglo III a. C. lo empezó a construir el rey Arkamani de Meroe, contando quizás con la colaboración de Tolomeo IV, aunque no está confirmado. Fue ampliado por Tolomeo VII y el emperador romano Augusto.
Aparte de su fantástica ubicación, que permite vislumbrar un amplio panorama de agua y desierto, lo que más nos llamó la atención fue su espléndido pilono de 12 metros de altura, que se conserva muy bien. Está separado del resto del templo, ya que faltan los muros del recinto del patio abierto.
En su interior cuenta con inscripciones y relieves, en alguno de los cuales se puede ver al rey Arkamani presentado sus ofrendas a los dioses.
Templo de Maharraka.
Caminando hacia el embarcadero, llegamos al tercer templo del conjunto allí ubicado. Era pequeño y de aspecto mucho más modesto que los anteriores. Originariamente estaba asentado a unos 30 kilómetros, corresponde a la época greco-romana y se dedicó al dios Serapis. No se terminó. Como curiosidad, cuenta con la única escalera en espiral de todos los templos egipcios.
Volvimos a embarcar y poco antes de zarpar apareció otro crucero que estaba haciendo la misma ruta que nosotros y con el que nos encontramos varias veces.
Tras el almuerzo, y después de navegar unos treinta o cuarenta kilómetros hacia el sur, llegamos a nuestra segunda excursión a tierra de la jornada, donde nos esperaban otros tres magníficos monumentos nubios. Pero eso lo dejo para la siguiente etapa para no recargar demasiado ésta.