Después de caminar un buen rato por Queralbs, recogimos el coche y emprendimos nuestra penúltima jornada de vacaciones en Cataluña, que transcurrió de forma diferente a como estaba planificada en un principio. Desde hacía unos días los pronósticos del tiempo apuntaban a una ola de calor en buena parte de la península, que alcanzaría los 38 grados en el interior de la provincia de Girona, lo cual tiraba por tierra nuestra idea de hacer primero una ruta senderista por la zona volcánica de La Garrotxa y luego visitar Castellfolit de la Roca y Besalú, donde nos alojaríamos esa noche. Sin embargo, ante lo que se avecinaba, decidimos cambiar de destino prácticamente sobre la marcha.
Situación de Camprodón en el mapa peninsular.


Para aprovechar la mañana, nos dirigimos a Camprodón, población de la que habíamos oído buenos comentarios y de la que estábamos solo a 50 kilómetros desde Queralbs, aunque tardamos una hora un cuarto en llegar, ya que la carretera N-260 no es una autovía, precisamente. Como referencia, decir que desde Barcelona hay 128 kilómetros que se hacen en unas dos horas más o menos, mientras que la distancia a Girona capital es de 80 kilómetros y 24 a Ripoll, la capital de la comarca de Ripollés a la que pertenece Camprodón, que actualmente cuenta con unos 2.300 habitantes.



Ya por el camino, empezamos a notar un calor intenso, si bien todavía no era sofocante posiblemente por la altitud y la influencia de los Pirineos, en cuyas estribaciones se encuentra Camprodón. Afortunadamente, no nos costó ningún trabajo encontrar aparcamiento para el coche en el Parc Mare de la Font, a pocos minutos caminando del casco histórico, cuyo punto más emblemático, o por lo menos el más fotografiado, es el Pont Nou (Puente Nuevo).

Nada más tomar las primeras calles, nos dimos cuenta de que la visita no resultaría complicada, pues abundan los paneles informativos con la historia de la villa, un itinerario turístico y carteles explicativos en cada uno de los lugares más destacados.

Situado en la confluencia de los ríos Ter y Ritort, a una altitud de 988 metros sobre el nivel del mar, el nombre de Camprodón deriva del latín Campus Rotundis (Campo Redondo), pese a que sus orígenes son medievales, pues se remontan a principios del siglo X, cuando los condes de Besalú impulsaron la creación del monasterio benedictino de Sant Pere, que atrajo un núcleo poblacional que creció rápidamente. Debido a su posición geográfica, el comercio prosperó, sobre todo a partir del siglo XII, en que Ramón Berenguer III le concedió el privilegio de celebrar mercado. Alcanzó la condición de villa real a mediados del siglo XIII y cabeza de la Veguería de Camprodón, bajo la jurisdicción del abad, si bien de 1286 a 1301 estuvo en poder del vizconde de Castellnou.

Al hallarse en una zona de fronteras, fue objeto de continuas disputas con los franceses, que la tomaron, saquearon e incendiaron en diversas ocasiones. A finales del siglo XIX, se puso de moda entre la burguesía catalana ir a Camprodón a respirar aire puro, momento en que comenzó un turismo vacacional y de salud que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, pasó a ser destino de segundas residencias incluso entre personajes muy conocidos de la política, el arte y la economía. Por esta causa, el turismo se ha convertido en una de los pilares de le economía de la villa, además de las tradicionales relacionadas con la agricultura, la ganadería, la explotación forestal y las fábricas de embutidos, galletas y mazapanes.

Primero pasamos por la Plaça del Carme, donde se hallaba el Convent del Carme, fundado en 1352, y cuya iglesia se construyó dos años después. Se levantaron más edificios hasta el siglo XV, pero tuvieron que reconstruirse después de los estragos causados por el terremoto de 1428. En el siglo XX fue desmantelado y permanece solo esta iglesia.


Caminando unos pasos, nos encontramos con la Casa de la Vila (el Ayuntamiento), que data de los siglos XVI y XVII y constituye una buena muestra del gótico catalán. Al lado está la Cal Torres (la Casa de César Torres), del mismo estilo y época que el ayuntamiento, actualmente convertida en restaurante. Muy cerca está también la casa natal del músico Isaac Albéniz, con una placa en la fachada que lo recuerda.



Pese al intenso calor, había muchos turistas en las calles, si bien la mayor parte se concentraba en torno al Pont Nou, el lugar más emblemático de los numerosos puentes y pasarelas con que cuenta Camprodón y sin duda el más fotografiado por todos sus costados.

Construido sobre el río Ter, este puente románico data del siglo XII, aunque fue modificado en los siglos XVI y XVII. Con un solo ojo sobre el río, permitía el acceso a la villa y era una importante vía comercial y de comunicaciones. En su parte alta, se encuentra el Portal de Cerdanya, reconstruido en el siglo XVI y que en su origen era la puerta de acceso al Castell de Sant Nicolau. Bajo la torre hay una hornacina con la imagen de San Roque, que se identifica al estar acompañado su inseparable perro.


Al pasar la Puerta de la Torre, a la derecha, pudimos ver nuevas y pintorescas imágenes de las casas en esta ocasión sobre las aguas del río Ritort.

Toda esta zona es muy atractiva y conviene recorrerla con calma, pues, además del propio puente, se obtienen muy bonitas vistas de las coloridas casas colgadas que se asoman al río Ter, componiendo sugerentes estampas con las diversas pasarelas y las montañas al fondo.

Siguiendo de frente, nos encontramos con la Torre del Reloj, levantada en 1761, está adosada a las antiguas murallas del Castell de Sant Nicolau.


Fuimos a la izquierda hasta la Plaça de Robert (El Prat), en la que se celebraba el mercado medieval y donde se encuentra el Hotel Camprodón, un edificio modernista de 1914. Desde allí tomamos un calle lateral que nos condujo de nuevo al río y nos dio la oportunidad de seguir contemplando imágenes de las casas sobre el río Ter, con el Pont Nou de fondo.




En el Passeig Maristany se encuentran las viviendas modernistas levantadas por la burguesía barcelonesa a principios del siglo XX y en una de ellas, Vora Ter, se colocó el claustro románico de una ermita de San Esteban de Gormáz (Soria) que tanto dio que comentar en la prensa hace unos años.


Desde aquí, conviene retroceder, cruzar una de las pasarelas y colocarse en la otra orilla del Ter para ver el Puente Nuevo y sus aledaños desde el otro lado, que también presenta bonitas vistas y desde donde se contempla muy bien el Castell.


Luego hay que cruzarlo, ya que desde lo alto de su ojo se obtienen unas estupendas panorámicas de todo el conjunto histórico. Se continúa hacia el centro pasando bajo el Portal de Cerdanya.



De vuelta al casco histórico, nos dimos cuenta de que está muy bien conservado, siendo su vía principal la calle de Valencia (Carrer València), su principal arteria comercial, repleta de tiendas y de gente. Cuenta con casas con fachadas elegantes, algunas de estilo modernista, siendo las más destacadas la Casa de les Monges y la Casa Suris, que actualmente es una farmacia. Merece la pena ver también su parte posterior, que da al río Ritort.





Al final de la calle, se encuentra la Iglesia parroquial de Santa María, en la Plaza del mismo nombre. Construida en estilo románico en el siglo XIV sobre una anterior del siglo XI de la que no se conserva nada, sufrió modificaciones góticas menores en los arcos de la nave central y una capilla aneja en estilo barroco. Consta de una sola nave que le confiere bastante amplitud interior.



Según la tradición, aquí se conservan las reliquias de Sant Patllari en un arca de plata del siglo XIV. El acceso es libre y gratuito.



En un lateral de la Plaza, en un jardín que domina un alto, aparece el antiguo Monastir de Sant Pere (Monasterio de San Pedro), que dio origen a la villa. La abadía benedictina fue fundada en el año 950 por el Conde de Besalú y se erigió sobre un templo anterior. La iglesia, de estilo románico, data de 1169. Destaca el campanario y el pórtico abocinado, el interior tiene planta de cruz latina. El monasterio subsistió hasta la desamortización de 1835 y sus dependencias han desaparecido, excepto algunos capiteles del claustro que se exponen en diferentes colecciones y museos.



En la Plaza de Santa María también se recuerda un episodio que sucedió en febrero de 1939, al final de la Guerra Civil, cuando los que huían a Francia dejaron abandonados un gran número de vehículos, que ardieron y provocaron un gran fuego, del cual deja constancia un árbol con su tronco vacío.


Volvimos al Carrer Valéncia y, a través de una calle lateral, salimos al Passeig de la Font Nova, que sigue el curso del río Ritort desde la Font Nova al Pont de Sant Antoni, donde comenzaron a levantarse las primeras residencias de verano de los burgueses de Barcelona a principios del siglo XX.


Aparecimos otra vez en el Puente Nuevo y, aunque todavía era muy temprano, decidimos buscar un sitio para almorzar, pues habíamos visto varias opciones interesantes y preferíamos comer antes de ponernos en carretera. Al fin, pasado el ayuntamiento, encontramos un pequeño restaurante que servía menús caseros a buen precio y, lo más importante, el comedor tenía las mesas bastante separadas y a esa hora (la una y cuarto) había poca gente, ya que comer en la terraza con tanto calor no nos apetecía demasiado. En Camprodón vimos muchas y prometedoras posibilidades gastronómicas en plan más o menos fino, pero la temperatura subía por momentos y tampoco queríamos entretenernos demasiado con los kilómetros que todavía teníamos por delante. En fin, que pese al intenso calor, nos gustó Camprodón.

CASTELLFOLIT DE LA ROCA. Un simple vistazo.
De nuevo en el coche, lo primero que hicimos fue poner a tope el aire acondicionado y, pese a que en los alrededores de Camprodón y en la propia comarca del Ripollés hay muchos lugares interesantes que visitar, el calor estaba empezando a resultar insoportable al aire libre, por lo cual nos dirigimos directamente a Castellfolit de la Roca, el que iba a ser uno de nuestros destinos de esa jornada.

Entramos al casco urbano por la parte de atrás, digámoslo así, desde donde no se aprecia la famosa estampa de la alargada hilera de casas colgadas sobre el imponente acantilado basáltico que se asoma al río Fluviá. Llevaba preparada una pequeña caminata alrededor del caserío, viendo lo más destacado y las diferentes panorámicas del pueblo. Aparcamos el coche y recorrimos un par de calles desiertas. Enseguida desistimos de nuestra idea: entre que la zona donde paramos no tenía ningún atractivo, que el sol quemaba y el suelo ardía, acordamos que lo más sensato sería dejar el turisteo para otra ocasión. Estábamos casi a cuarenta grados y el ambiente se había vuelto casi irrespirable. Así que seguimos por la N-260 hasta el río y nos detuvimos junto al aparcamiento del Hotel Mon Rock para, desde allí y con mucha precaución, cruzar la carretera y llegar a un puente desde donde logré tomar un par de fotografías panorámicas de Castellfolit, eso sí, bastante malas por los reflejos y con el cielo blanco por el calor y la calima.

Las que tomé luego desde la carretera fueron todavía peores. Vamos, un horror que a las tres de la tarde nos hizo desistir también de acercarnos a Besalú, localidad la que guardo un bonito pero muy lejano recuerdo, y solo en la mente, ya que perdí las fotos.

Bueno, es lo que tiene el verano. Quedaba pendiente para otro momento nuestro recorrido por la Garrotxa, sus pueblos y la ruta senderista por la zona volcánica. Para entonces ya habíamos decidido que nuestras vacaciones catalanas terminarían en Tarragona capital, donde nos alojaríamos esa noche. Hacía muchos años que no íbamos por allí y nos apetecía ver la ciudad de nuevo. Ese relato, en la siguiente etapa.