Martes, 17 de septiembre de 2019
Comenzamos nuestro último día en San Francisco como el anterior, desayunando muy bien en la cocina comunitaria. El café, penoso, por supuesto, pero me mataba la gusa de cafeína mañanera. Mi hermano llevaba sus sobrecitos de Cola Cao y había leche para calentar. Tostadas, algo de fruta, yogures, alguna bollería y máquina para hacer gofres (que no usamos). Y, tras el desayuno, rodeados en su mayoría por gente joven, nos pusimos en marcha.
Hoy había planeado, para matar el ansia de tranvías, recorrer al menos la línea F completa. Funciona con vagones “heredados” de diferentes ciudades del mundo, nosotros tomamos uno proveniente de Milán. Para llegar a la cabecera nos fuimos en autobús hasta Hyde, en las proximidades del Pier 39, a los pies de la fábrica de chocolates de Girardelli, donde estuvimos un rato disfrutando del buen tiempo mirando la bahía y un par de grandes veleros allí amarrados.
Esos tiempos muertos disfrutando de un pitillo, hablando con tu compañero de viaje, o en silencio, los recuerdo de cada viaje como joyas que se van engarzando en el collar que me quedo de cada destino.
Por supuesto, la biblioteca tiene baños públicos y es algo que siempre viene bien. Me llamó la atención la cantidad de indigentes que hacían uso de las mesas, de los libros y, sobre todo, de los ordenadores públicos.
La FOTO que buscaba de la ciudad eran las Painted Ladies con la ciudad moderna al fondo, y así nos fuimos hacia Álamo Square. Imposible, a media mañana, sacar alguna imagen un poco limpia de gente en medio, pero se hizo lo que se pudo.
Siguiente parada: Haight Ashbury, el barrio Hippy.
Nos tomamos una cervecita en otra terraza, con permiso para fumar.
Encontramos el estanco en que se ha convertido el bajo del edificio donde vivió de Jimi Hendrix, copado de imágenes del guitarrista y el mundo musical de los años 60-70. Y pudimos ver la fachada color de rosa de la casa donde habitó Janis Joplin.
En el extremo del barrio, ya pegado al Golden Gate Park, está Amoeba Music. Según el experto, una de las mejores tiendas de discos en las que ha estado, si no la mejor. Allí se pasó un buen rato, mientras yo compraba algo de comer en un Whole Foods Market, que nos tomamos sentados en un tronco en el renombrado parque; aunque no llegamos más que a pocos metros de la entrada.
Nos fuimos a descansar un rato al hostel y a dejar las compras de la mañana, con intención de coger otro bus para cruzar el Golden Gate y sacar las fotos de las vistas desde el otro lado, pero, tras esperar un montón, no llegó el que necesitábamos y decidimos cambiar de planes.
La calle California nos había llamado la atención cada vez que la veíamos en perspectiva.
Es tan larga y tan empinada que parece irreal. Nos cogimos otro bus con la idea de recorrerla de arriba abajo. Pero nos bajamos en la cumbre de la colina, junto a la Grace Catedral y eso fue un error, no volvió a pasar otro autobús. Nos acercamos a otro cruce, ya pelados de frío con la noche cerrándose, para ver si había otras opciones de las que nos indicaba el fantástico CityMaper y, tras una larga espera, por fin nos embarcamos en otra línea.
Por cierto que los taxis de San Francisco no son para nada homogéneos, los hay de todos los colores.
Este trayecto resultó ser inolvidable por la anécdota que presenciamos:
Junto a nosotros, subió al bus una señora china bastante mayor, algo perfectamente normal.
El conductor se paró en un cruce sin semáforos ni parada de bus, pero también podía ser alguna norma que sigan los autobuseros de San Francisco de manera habitual. Pero tardaba en arrancar, más de lo que se tarda en mirar si viene otro vehículo. Y lo hacía para esperar a un ciclista que bajó por la calle de la izquierda y que se dispuso a encajar la bici en los soportes delanteros que llevan los autobuses, para, con su casco y su culote, subir al coche, era un joven chino. Pero no para acomodarse como pasajero, si no en el asiento que el conductor que llevábamos le cedió.
Al parecer, estábamos presenciando el cambio de turno más original que nunca habíamos imaginado.
Ahí no terminaban los acontecimientos de la inesperada parada. La anciana señora china se acercó al nuevo conductor para entregarle la bolsa que llevaba y se entretuvo en mostrarle tappers y abrirlos para lo que parecían instrucciones y la descripción completa de los platos que le traía para cenar. Tras ello, tanto ella como el primer conductor habían abandonado el vehículo y nos pusimos de nuevo en marcha. Mi hermano y yo nos mirábamos alucinados, sabiendo que estábamos en una de las ciudades más modernas del mundo, la más europea de las norteamericanas, según dicen, y no en una ruta rural en lo más profundo de una selva amazónica, o asiática, para el caso.
La cena esa noche fue económica, compramos unas cosillas en la licorería de la puerta de al lado del hostel y nos las tomamos en la habitación.