Mercado Central.
Aunque está un poquito retirado del casco histórico (no mucho, kilómetro y medio más o menos), era uno de los lugares que no quería perderme, y no solo porque me encanta visitar los mercados de las ciudades, sino por la peculiaridad de este, que está instalado en los restaurados hangares de los zepelines que surcaron los cielos en los años treinta del siglo pasado. Son enormes, hay cinco y albergan los puestos de venta, divididos por el tipo de mercancía. En el exterior, a su alrededor, también abundan los puestos, sobre todo de frutas y verduras. Cerraban pronto porque era sábado, pero todavía había bastante ambiente, sobre todo en los puestos de la calle.


Aunque también lo visitan los turistas, fundamentalmente se trata de un mercado donde compra la gente local. En especial, me llamaron la atención los tenderetes de verduras y frutas de toda clase. ¡Qué sandías tan rojas, y menudas cerezas y picotas…! De esas gordas, de color granate, y hasta de las que se llaman de “corazón·… ¡Y desde tres euros el kilo! Ya las quisiera yo aquí así a ese precio. Las probamos y estaban estupendas.

Jardines del Canal y los Bulevares.
Dejando atrás el casco antiguo, nos adentramos en la zona que surgió en el siglo XIX por la necesidad de ampliar y modernizar la capital, para lo cual se derribaron las antiguas fortificaciones y muchas casas medievales, que fueron sustituidas por elegantes edificios de estilos historicista y Art Nouveau”, con influencias alemanas, austriacas y finlandesas, y en todas sus tendencias: ecléctica, racional, nacional romántica…




Los jardines en torno al canal son un remanso de paz, con árboles, arbustos, flores, esculturas, patos, cisnes, fuentes… En fin, un poco de todo. Y mucha gente disfrutando del buen tiempo, tanto de día como de noche, como bien pudimos comprobar. Las composiciones de flores, preciosas.



En uno de los extremos, se encuentra el Teatro Nacional de la Ópera, un hermoso edificio de estilo clásico de finales del siglo XIX, que fue restaurado en 1995.

Monumento de la Libertad.
Marcando el centro de los bulevares, erigido en la calle principal, este conjunto escultórico pretende resaltar la independencia de Letonia. Tiene una altura de 42 metros y fue construido con donativos populares en los años 30 del pasado siglo. Las esculturas y relieves muestran héroes mitológicos, imágenes simbólicas y hechos históricos. La figura de la libertad corona el obelisco y sostiene en sus manos extendidas tres estrellas que representan a las regiones letonas.

A partir de aquí, las calles se ensanchan, aparece el tráfico denso y los edificios ganan altura, aunque muchos de ellos conservan una arquitectura elegante y bella: el Ministerio de Asuntos Exteriores, el Teatro Nacional, donde se proclamó en 1918 la primera independencia de Letonia, la Academia de Arte, por citar solo algunos. Caminando un poco más, llegué a un parque donde se pueden ver otros dos edificios notables, el Museo Nacional de Arte, de 1905, y la Catedral de la Natividad de Cristo, la iglesia ortodoxa más llamativa y grande de toda la ciudad, con sus cúpulas doradas que relucían al sol. Pude entrar pero sin hacer fotos. También me fijé en las esculturas que hay en los alrededores, sobre todo me llamó la atención la de un personaje que parecía Napoleón por su sombrero, pero que representa a Barclay-de-Tolly, mariscal de campo ruso y ministro de la guerra durante las invasiones napoleónicas de 1812.

Fue curioso que en ese parque me encontré con una amplia exposición fotográfica de cuadros famosos del Museo del Prado, cada uno en un panel con su correspondiente explicación

Estuve mucho rato caminando por los alrededores, contemplando tranquilamente las fachadas y sus esculturas, algo que suelo hacer a menudo en Madrid o en cualquier ciudad. Tras darle otro vistazo a la zona del Art Nouvau con otra luz, aparecí nuevamente por los alrededores del castillo y regresé al centro siguiendo la orilla del Daugava.

Junto al río vi una hornacina con una escultura del Lielais Kristaps y el niño, que rememora una leyenda sobre la fundación de Riga, por la cual este barquero (un gigante, según algunos), que vivía en una barraca junto al Daugava, escuchó una noche llorar a un niño pequeño en la orilla opuesta del río. El hombre fue a rescatarlo, pero era tan pesado que apenas podía con él. Cuando, al fin, lo puso a salvo, estaba tan cansado que se quedó dormido. Al despertarse, vio un saco de monedas de oro en el lugar donde había dejado al niño. Con ese dinero, construyó una casa, que se convirtió en la primera de Riga, lo que supuso la fundación de la ciudad. La escultura actual es una copia de 1997 de la original, que se talló en madera en 1683 y está en el Museo de Historia y Navegación.

Más adelante, crucé el Puente de Piedra, de 1957, que mide más de medio kilómetro, para descansar un rato en el hotel. De camino, pasé junto a la Biblioteca Nacional, un edificio vanguardista y funcional, inaugurado en 2014, al que se conoce como “castillo de luz”.


No tuve mucho tiempo para descansar, pues a última hora de la tarde tuvieron la deferencia de acercarnos al centro en el autobús y, ya a pie, entre otros muchos sitios, paseamos por el Bazar Bergs, un barrio construido a finales del siglo XIX y perfectamente restaurado, donde hay muchos restaurantes, tiendas y galerías de arte. Al final de la jornada, tras la cena, quedamos con nuestro guía local, Alexander, quien nos llevó a conocer nuevos lugares, explicándonos otro montón de anécdotas y detalles que se nos hubieran pasado por alto de no ser por él, como el significado de algunas esculturas de los Jardines del Canal, en los que pudimos disfrutar del final de una preciosa y larguísima puesta de sol, que había empezado junto al Daugava.



También resulta muy agradable pasear por la noche por el centro histórico, cuyas terrazas estaban llenas de gente cenando o tomando una copa. Muchas tiendas seguían abiertas y pasamos por la puerta de la tienda artesanal a la que, aseguran, encargaba Catalina la Grande unos tónicos (licores) rejuvenecedores a finales del siglo XVIII. Como no nos van mucho los licores, compramos bombones, que no sé si rejuvenecerán igual, pero que estaban exquisitos
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