Cabo de Buena Esperanza y Punta del Cabo.
Pasado Scarboroug, volvimos a dejar la costa para dirigirnos un buen rato por el interior del Parque Nacional de la Montaña de la Mesa, rumbo al Cabo de Buena Esperanza y a la Reserva Natural de Punta del Cabo. Previamente, nos detuvimos frente a una granja de avestruces, donde también campaban a sus anchas varios babuinos, que circulaban también por la carretera. El pobre mono no me quedó muy favorecido. Fue culpa suya por no quedarse quieto y darme la espalda.

Para llegar a Punta del Cabo hay que pagar una entrada. También existe un horario, desde el amanecer hasta la puesta del sol, cuya hora exacta está señalada en el cartel de tarifas que hay en el acceso. Había mucha gente ya que, como he comentado, era fiesta nacional en Sudáfrica.


En esta zona barrida por los vientos y famosa por sufrir tormentas muy temidas por los navegantes, apenas hay algún que otro árbol aislado, si bien el paisaje al principio de la primavera lucía verde, salpicado por flores blancas y amarillas. Era salvaje y bonito. A lo lejos, en un pequeño prado, pudimos contemplar al antílope sudafricano más grande, pero no pude captarlo bien por mi problema con la cámara. Bueno, ahí abajo, sobre el trocito más verde, se le ve un poco. Por cierto que es enorme.


Las mejores vistas se obtienen desde el antiguo Faro, situado a 249 metros sobre el nivel del mar, al que se puede subir bien caminando (distancia de 1 kilómetro cuesta arriba más o menos) o mediante un funicular, opción que utilizamos nosotros, pues llevábamos el billete incluido. Una vez arriba, todavía hay que ascender otro tramo que cuenta con más de cien escalones, pero se hace bien.

La panorámica desde la estación ya merece mucho la pena, quizás mejor que desde el faro porque se ve más naturaleza y menos gente. El entorno resulta espectacular, sobre todo con el día claro de que disfrutábamos.



El antiguo faro se construyó en 1859 y estuvo en servicio hasta 1919, cuando fue sustituido por otro que se colocó a menor altitud para evitar que lo ocultaran las nieblas que tantos naufragios provocaban.


El espacio para moverse junto al faro es reducido, y el día festivo hizo que fuesen muchos los visitantes, así que hubo que espabilarse para ponerse en los mejores lugares para hacer fotos, aunque desde cualquier punto salen estupendas, incluso enfocando hacia la Bahía Falsa y sus salientes, de los que podíamos divisar cinco de los siete que es posible avistar los días de máxima visibilidad.


Una vez abajo, hubo que decidir un asunto: el famoso cartel del Cabo de Buena Esperanza, donde dice algo así como que se trata del punto más al sur del oeste africano, lo que resulta más que nada un trabalenguas, pues el punto más al sur de África se encuentra en el Cabo de las Agujas. No obstante, nos comentaron que su importancia proviene de ser el lugar donde realmente doblan los barcos para dirigirse de Occidente a Oriente. El cartel se encuentra en un punto especialmente difícil de alcanzar aquel día, pues la estrecha carretera que lleva allí estaba atestada de coches y caminando se tarda un buen rato. Así que hubo que decidir entre ir exclusivamente allí para tomar la foto (no hay otra cosa salvo una playa de guijarros) o ahorrar ese tiempo para ver otras cosas y no ir con prisas a ver los pingüinos. Lo tuvimos claro y nos conformamos con el cartel de Cap Point. Tampoco pasa nada.

Boulders Beach, la Playa de los Pingüinos.
Deshicimos el camino hasta la costa, donde empezamos a atisbar nuevas playas hasta llegar a Simon’s Town, donde está Boulders Beach, la famosa playa de los pingüinos. Pero antes, fuimos a almorzar al restaurante Seaforth, situado en la playa del mismo nombre, donde vimos a numerosos niños disfrutando de un festivo día playero.



La excelente temperatura animaba a sentarse en la terraza al aire libre, frente al mar, donde nos instalaron. Entre las opciones que nos ofrecieron, yo elegí sopa de tomate, pescado a la parrilla y tarta de leche (melktert), aunque la mousse de chocolate tampoco tenía mala pinta.



A continuación, fuimos a ver a los pingüinos, que se encuentran Boulders Beach, una playa protegida formada por entradas de rocas de granito y que actualmente se considera una “reserva del pingüino africano”, pues una colonia de estos animales se estableció en este lugar en 1982 y ya no se ha vuelto a marchar. Para el acceso, existe un horario y hay que pagar entrada.

Unas pasarelas de madera conducen a dos miradores, uno menos concurrido que otro pero también más alejado. Se ven perfectamente desde cualquiera de los dos. Sin embargo, antes de llegar a la playa propiamente dicha ya vimos a los pingüinos caminando por todos lados, en absoluto impresionados por la presencia de humanos. A lo largo del recorrido hay carteles con explicaciones sobre la vida de estos simpáticos animales.



La verdad es que son tan majos que empiezas a hacerles fotos y fotos y no paras. Naturalmente, hay que recordar que pese a su entrañable apariencia y a que están acostumbrados a las personas no dejan de ser animales salvajes, y está prohibido darles de comer y tocarles (cuidado con eso, que te pueden dar un buen mordisco).




Hay muchísimos, no me imaginaba que pudieran ser tantos. Se pasean por la playa, toman el sol en las rocas, se bañan y también se pelean: algunos eran muy malos y picaban a otros en la cabeza para echarles de un lugar que consideraban suyo. Y es que son sociales pero también muy territoriales.



En la salida, fuera del recinto, nos encontramos a un par de ellos caminando tranquilamente. Y en la playa donde estaban los niños, un buen grupo salió del mar y se dispusieron a secarse sin vergüenza ninguna.


Una vez en el exterior, localizamos en un árbol a otro simpático animalito, el conejo de roca o daman roquero de El Cabo. Curiosamente, aunque por su aspecto estos animales se asemejan a una marmota, la realidad es que pese a su pequeño tamaño están emparentados con los elefantes.


Estaba empezando a caer la tarde. La jornada había sido estupenda, pero había pasado muy deprisa. De regreso a Ciudad del Cabo, no repetimos itinerario sino que volvimos por la región de Constantia, también famosa por sus vinos. Toda la excursión había resultado fantástica y se había pasado muy deprisa.
