“Hay otros mundos, pero están en éste”
Paul Éluard
Paul Éluard
El Camino de Santiago es un mundo aparte. Un micro universo con el que convivimos paralelos, pero en el que si no te lo propones, no llegas a entrar. Cuando por diversas circunstancias he rozado el Camino, he visto pasar peregrinos, he estudiado sus rostros cansados y sus penosos andares. Incluso les he saludado y deseado “¡Buen Camino!”, a lo que ellos han contestado con un leve movimiento de cabeza o una sonrisa de compromiso. Incluso algún lacónico “Gracias”.
Pero hasta que no decides ser tú mismo el peregrino y cruzar a ese “otro lado”, no llegas a empaparte y entender lo que en realidad es el Camino.
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Llevaba queriendo hacer el Camino de Santiago en cualquiera de sus formas e itinerarios desde hacía años. Y hasta esta vez cualquier excusa para no hacerlo fue buena. Poder juntar siete días seguidos sin otra cosa que hacer que dar pedales siguiendo unas flechas amarillas no se da muy a menudo. De hecho nunca se había dado. Y como a la ocasión la pintan calva (dicho romano), pedí los días y empecé a planificar la aventura con un mes de antelación, algo raro en una persona que habitualmente prefiere sentir la emoción de la decisión a última hora.
El hacerlo en bicicleta estaba claro desde el principio, por la cantidad de días disponibles y porque es lo que más me gusta en el mundo. No lo estaba tanto el salir desde mi casa en Valladolid.
Parte de la preparación consistió en empaparme de historia e información del Camino, donde leí que era habitual que los peregrinos medievales saliesen de sus propios hogares hasta coger uno de los itinerarios principales, donde ya dispondrían de comodidades como albergues, hospitales y protección contra lobos, ladrones y otras alimañas. Así que pensé que si la gente llevaba siglos haciéndolo, yo no iba a ser menos
Con una primera etapa en la que llegaría a Frómista, ya en el Camino francés, calculé otras cinco etapas para llegar a Santiago. Un total de seis días a unos noventa kilómetros de media. Estimación tan optimista como el autor y que hizo que cumplirla se convirtiese más en una cuestión atlética que de disfrute de la esencia del Camino. Un error, si bien no grave, pero que llevará a una de las conclusiones finales.
El trabajo de protección de este peregrino por parte del apóstol empezó antes incluso del comienzo; comentando mis planes peregrinos con unos amigos, uno de ellos, de nombre Salvador (el nombre pocas veces hace tanto honor a la persona) me comentó que también tenía libres esos días y que qué me parecía que me hiciese de “coche de apoyo”, acompañándome durante los seis días y así yo podría ir más ligero, tener más ropa de recambio, etc. Por supuesto le dije que me parecía “pluscuamperfecto” y que si a él le parecía bien el plan, a mí me había venido Santiago a ver.
En otro alarde de previsión llamé a los albergues de los pueblos donde tenía pensado parar cada día. Gran acierto porque en invierno muchos albergues privados cierran para hacer reformas con lo que sólo unos pocos permanecen abiertos. Consulté las críticas de Google de cada una de las opciones y dentro de que los albergues no son hoteles, preferí que nos quedásemos en albergues con cuatro estrellas de media como mínimo en las opiniones de los viajeros. Ninguno admitía reserva aunque a mi pregunta de si creían que habría algún problema de espacio para mediados de enero, a todos les dio la risa.
A todos los albergues les comenté que iríamos dos personas, pero que peregrino “oficial” sólo sería yo, y todos me dijeron que, sin problemas de espacio no había problema y el precio era el mismo. El único problema lo tuvimos en el único albergue con el que no conseguí hablar antes de llegar y casualmente, el único albergue público en el que nos alojamos.
Si no hubiese tenido coche de apoyo habría ido lo más ligero posible, pero como no tenía problema ni de peso ni de espacio, decidí meter absolutamente toda la ropa de invierno que tenía, junto con un montón de cosas que sabía que probablemente no iba a utilizar, junto con medio millón de “porsiacasos”.
El momento en el que me di cuenta que la cosa iba realmente en serio fue cuando recogí la credencial de peregrino. En Valladolid se pueden recoger en el Arzobispado, en pleno centro y adonde dirigí mis pasos tras tener la suerte de aparcar a la primera poco antes de que cerraran. Allí respiré la atmósfera del Camino por primera vez. El hombre que me atendió me explicó como funcionaba la credencial, teniendo que obtener como mínimo dos sellos al día para obtener la Compostela.
- Vas a pasar frío.
- Sí, eso me temo. Pero llevo ropa buena, no pasa nada.
- A lo peor incluso nieve.
- Ya, ya lo he visto en las noticias.
- El puerto de Piedrafita probablemente lo encuentres cerrado.
- …
- …
- ¿Me das la credencial ya, por favor?
- Son dos euros. No para nosotros, sino para el fondo de albergues del Camino.
Rebuscando los dos euros para el hombre del tiempo, me di cuenta que, como siempre, yo no llevaba suelto encima y él no tenía cambio de diez euros. La solución llegó de una chica que estaba esperando detrás de mí y puso los dos euros encima del mostrador.
- Te lo pongo yo. ¡Que tengas suerte con el tiempo!
- (Cara de sorpresa tirando a alelado) ¡Muchas gracias!
- De nada. ¡Buen Camino!
Aquel fue el primero de muchos “Buen Camino” que escuché en los días siguientes.
La credencial de peregrino no puede molar más. Es parecida a un pasaporte donde tienes que recolectar sellos en los albergues e iglesias por los que vayas pasando, teniendo que obtener un mínimo de dos cada día. Como sabía que iba a tener que ir rápido, eso me preocupó un poco, aunque luego pude comprobar que no había ningún problema para conseguir dos, tres e incluso más sellos cada día.
Y así, con la credencial en la mochila, maletas cargadas en el coche y la bicicleta lista, el sábado después de todo el día nevando y con un frío de mil demonios, nos dimos un homenaje gastronómico y nos fuimos a descansar, ya con la mirada puesta en Santiago.