Japón - 20 días en junio-julio de 2018 ✏️ Blogs de Japon

Me gustan los dinosaurios, qué le vamos a hacer. Crecí con Jurassic Park y todo el tema evolutivo de la Tierra y las diferentes etapas de su historia siempre me llaman la atención, sobre todo por esos grandes y no tan grandes animales prehistóricos de las distintas épocas. Y, de entre ellos, todos sabemos que los dinosaurios son los que más fama profesan. Por ello, siempre acabo mirando dónde está el museo de Ciencias Naturales en cada sitio donde voy o algún museo de dinosaurios y, en Japón, encontré el de la prefectura de Fukui, que estaba muy bien valorado. Creo que puedo decir que, como museo de dinosaurios, ha sido el mejor al que he ido y eso que no era especialmente grande. Pero la ambientación, su diseño y exposiciones y cada uno de los detalles exhibidos me hacen pensar de esa forma.


Para la gran mayoría quizá piensen que éste fue un día perdido que podía haber dedicado a otras cosas, pues prácticamente el día cundió únicamente para ver el museo y poco más, pero para mí no lo fue. Descubrí otra parte de Japón en la que apenas había turistas, más rural, menos acostumbrada al extranjero, sin agobios y fuera de los cauces habituales de turismo. Algo que contar que era “diferente” a lo que todo el mundo contaba y visitaba. Además, como ahora luego contaré, el trayecto fue maravilloso. Fukui se encuentra de paso entre Kanazawa y Kioto, por lo que era buena idea parar allí en nuestro traslado. Quizá en un itinerario normal otros hubieran pasado la mañana en Kanazawa (o el día entero) y hubieran estado por la tarde, o noche, en Kioto. Nosotros preferimos parar en Fukui y, desde allí, dirigirnos a Katsuyama, que tampoco es que estuviera muy cerca. Pero el trayecto mereció la pena.

A las 8:05 teníamos reservado nuestro tren Limited Express Thunderbird desde Kanazawa hasta Fukui en 42 minutos. Cuando llegamos, cambiamos a una pequeña estación pegada a la estación principal y allí compramos los billetes para el Echizen Railway Katsuyama Eiheiji, pues no estaban incluidos en el JR Pass. Nosotros no lo sabíamos pero resulta que se podían adquirir los billetes de este tren junto a los billetes de autobús y también las entradas para el museo de dinosaurios de forma conjunta y en la estación, con un ahorro bastante interesante. Al solicitar en ventanilla los billetes, la amable trabajadora nos preguntó si íbamos al museo y nos ofreció los billetes conjuntos con ese precio reducido, así que lo agradecimos al ahorrarnos un dinerito en una muestra más de que los japoneses parece que nunca van a querer timarte, al contrario.

Entramos en un pequeño andén elevado donde apenas cabía un vagón nada más. Entramos y nos acomodamos mientras una azafata y el conductor entraban también y se colocaban en sus posiciones. Era curiosa la sensación de tren antiguo, como en una película, pues una vez íbamos abandonando la ciudad de Fukui y adentrándonos en zona más rural, el paisaje era muy bonito. El tren no iba a gran velocidad, tenía sólo un rail (que a veces se dividía en dos para que pasara un tren en dirección contraria) y paraba en numerosas estaciones. Era casi como un tren turístico más que un tren funcional. La azafata iba, de vez en cuando, comentando algunas cosas por el altavoz (obviamente no la entendíamos) como si fuera aquello una excursión turística, cobraba alguna vez a algún pasajero que entraba desde alguna estación que no parecía estación (apenas una pequeña estructura de madera donde cabía una persona) y se cambiaba de lado a lado del tren cuando sabía que los nuevos pasajeros entrarían por la puerta del otro lado. La exquisitez japonesa hacía de nuevo aparición pues, cada vez que cambiaba de lado, hacía una reverencia a cada uno de los pasajeros cuando iba cambiando por su lado. También veíamos al conductor con su rutina de parada, en la que abría la ventanilla, miraba si no quedaba nadie más, hacía sus gestos para indicar que iba a volver a arrancar y de vuelta al movimiento. Lo hacía pese a que en algunas estaciones, como digo, eran tan pequeñas que claramente se veía que no había nadie en muchos metros a la redonda.


Un trayecto, como digo, que nos tuvo entretenidos durante los 51 minutos de duración pese a que sólo recorría unos 27 kilómetros. Entre el paisaje, cada vez más rural, con pequeños pueblecitos o zonas de casas muy localizadas, con sus arrozales, sus campos cultivados, sus pequeños bosques, los pequeños cementerios y que se respiraba naturaleza por todos lados junto al protocolo japonés de azafata y conductor, el recorrido se nos hizo corto. ¡Así da gusto ir a los sitios! Con la sensación de no saber dónde estábamos, si en Japón o en cualquier otro lado, pues la “gran civilización” no se vislumbraba por ningún lado, por fin llegamos a destino. Katsuyama nos recibió con una pequeña plaza con un dinosaurio allí en medio. Al menos sabíamos que no nos habíamos equivocado. Un autobús ya esperaba allí, así que le enseñamos nuestros billetes al conductor y subimos para allá. El museo no estaba cerca de la estación sino que estaba montaña arriba al final del pueblo. Recorrimos, pues, en autobús casi todo el pueblo en el que apenas se veía gente no sabemos por qué, si por el clima (no llovía pero el día estaba feo) o porque no es aquella una zona de turismo ni oficinas ni cosas así. De vez en cuando aparecían dinosaurios por la calle, especialmente conforme nos íbamos acercarnos al museo.


El último tramo antes de llegar al museo, bordeando la montaña, estaba mucho más decorado y, al final, llegamos al museo que consistía en una cúpula circular que se veía desde bastante lejos. A su alrededor, pequeños parques infantiles y una zona de restauración. Entramos a la cúpula con nuestras entradas ya adquiridas en la estación de Fukui y, nada más entrar, escaleras mecánicas para iniciar el recorrido desde bajo del todo de la cúpula.


En Japón ya estábamos acostumbrados a que estas zonas a visitar tuvieran definido un recorrido por el que avanzar para no perderte nada y, suponemos, para evitar aglomeraciones en un mismo sitio de gente que va y viene.


El museo fue fantástico. Ya de primeras llegábamos al centro de la cúpula en donde se encontraba un Tiranosaurus Rex a tamaño real, de “carne y hueso” y en movimiento (excepto piernas) que rugía de vez en cuando. El detalle de la piel estaba excelentemente cuidado y los movimientos, aunque toscos, daban sensación de vida para los críos que iban acercándose a él. Siguiendo camino encontrábamos muchos esqueletos de muchos tipos, colocados a conciencia e incluso alguno por donde podías pasar casi por debajo de alguno de los enormes animales prehistóricos. Seguía la visita por una zona con grandes pantallas con vídeos documentales prehistóricos, una zona más oculta y con luz tenue donde se veía algún otro dinosaurio con un pequeño movimiento y muchos más esqueletos.


Recorrida la zona inferior, una pasarela iba rodeando la cúpula para subir a un piso superior, pero la rodeaba por la zona donde estaban los demás esqueletos y exposiciones, por lo que ibas subiendo viéndolo todo desde otra perspectiva y sintiéndote cerca de los huesos. En el siguiente piso habían otras exposiciones con animales también prehistóricos aunque no dinosaurios y la típica zona de explicaciones del movimiento de continentes, clima de la época, etc., junto a una zona un poco interactiva. También aquí, en una zona visible, había un dinosaurio pariente de los velociraptores denominado Fukuiraptor debido a que se encontró en la zona. Al igual que el Rex anterior, se movía bastante, gruñía y lo tenías tan cerca como para tocarlo, aunque obviamente estaba prohibido y la gente lo respetaba. Era como tener uno de los dinosaurios muñeco de Jurassic Park al lado por el gran detalle que exhibía.


Unas cuantas zonas más de explicaciones mientras íbamos subiendo de nuevo arriba y salas para talleres para niños, algunas pantallas y ya de vuelta a la zona más superior una tienda de regalos y un restaurante para comer. No comimos allí dentro ya que pensábamos comer más tarde en la estación de Fukui que había bastantes zonas para ello, pero sí que tomamos algo fuera en otro parecido aunque era de los de pedir en una máquina que te sacaba el ticket que luego se canjeaba. La lluvia había vuelto a aparecer y caía con fuerza en esos momentos y, mientras que en el museo había un buen grupo de gente, en la zona de restauración exterior sólo estábamos nosotros en ese momento mientras que había cuatro o cinco trabajadoras en cocina que, supongo, se deberían aburrir bastante (o no, si estaban charlando mientras no tenían faena).

Volvimos al autobús y emprendimos el viaje de regreso, por una zona distinta a la que habíamos venido. El pueblo no era de gran tamaño en cuanto a población, aunque tampoco pequeño con algo más de 20.000 habitantes, pero sí grande de extensión, con casas muy separadas unas de otras y sin apenas ver edificaciones altas. Al llegar al tren tomamos el mismo camino de vuelta con los mismos detalles que en la ida, azafata y conductor incluidos. Llegamos a la estación de Fukui y comimos antes de partir hacia Kioto en un tren que teníamos reservado a las 15:43 y en el que llegaríamos a Kioto a las 17:07, ya con todas las zonas turísticas cerradas, algo que sabíamos de antemano y de ahí que no tuviéramos prisa por llegar.

La lluvia fuerte se había detenido durante el trayecto en ambos trenes pero el día seguía amenazando con seguir echando agua y, de vez en cuando, volvía a aumentar el caudal lluvioso. Sin ninguna incidencia en el tren, llegamos a Kioto a la hora prevista y volvimos a la gran cantidad de gente. Grandísima en este caso, pues la estación de Kioto es tan enorme como enorme es la cantidad de gente que pasa por allí. Es más, durante nuestra estancia en Kioto, cada día descubríamos nuevas zonas en esta impresionante estación. Al llegar, sin saber exactamente en qué zona de la estación estábamos, salimos precisamente por la salida norte cuando buscábamos la salida sur, así que nos tocó dar la vuelta. Nuestro hotel quedaba apenas a un par de calles, ni cinco minutos, al sur de la estación de Kioto. Era el The Garnet Hotel Kyoto Station y había sido inaugurado un par de meses antes, por lo que quizá por ello lo encontramos bastante barato en comparación con los hoteles de alrededor de la estación. Sólo pasaríamos una noche, pues al día siguiente emprenderíamos el viaje hacia Miyajima, pero teníamos reservadas más noches después, por lo que dejaríamos las maletas aquí.

Al llegar, las maletas las teníamos esperando sin problemas en su sitio después de que nos las enviaran dos días antes desde Tokio. Un gran servicio éste de envío de maletas. Como sabíamos que a la hora que llegábamos ya no íbamos a ver nada turístico de Kioto y, además, seguía la lluvia con cierta intensidad, nos fuimos a recorrer la estación y alrededores, visitando algún pequeño centro comercial, perdiéndonos entre las numerosas tiendas y restaurantes del sótano de la estación o llegando hasta el piso más alto de la estación que no recuerdo si era el 8º o el 11º. Una pequeña ciudad en sí misma era la estación. Fuera la lluvia seguía apretando cada vez con más intensidad, así que decidimos cenar y dirigirnos al hotel para lavar la ropa y prepararlo todo para los dos días de fin de semana donde íbamos a estar de nuevo de excursión.

Al día siguiente emprenderíamos el trayecto hacia Miyajima pasando antes por Himeji y dejando Hiroshima para el domingo.

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Nuevo madrugón (y ya van…) para aprovechar al máximo posible el día, pues no somos mucho de salidas nocturnas en los viajes aunque, curiosamente, hoy sí saldríamos un rato por la noche. Después de nuestra breve estancia en Kioto, llegando en la tarde anterior, dejábamos la antigua capital japonesa como último plato y nos dirigíamos a visitar Miyajima, haciendo una primera parada en Himeji para visitar su castillo.

A las 7:20 salía nuestro shinkansen hacia Himeji, llegando a las 8:04 para, con tranquilidad, emprender el paseo de entre uno y dos kilómetros hasta llegar al castillo a primera hora de apertura, pues sus puertas abrían a las 9:00. Como de costumbre, rápido y cómodo el shinkansen parando brevemente en la parada de Kobe pensando ya en que a Iniesta no le quedaba mucho por ir hasta allí a jugar. Llegamos a la estación de Himeji y nos dirigimos con tranquilidad hacia el castillo, que se veía claramente al fondo de una larga, y ancha, avenida. Pese a la constante amenaza de lluvia, el Sol se colaba entre las nubes y pegó con fuerza durante la mañana.

Cuando llegamos a la entrada del castillo ya se vislumbraba una buena cantidad de gente. Pocos minutos antes de entrar nos ordenaron dependiendo de si pretendíamos adquirir las entradas para castillo y jardín o sólo para jardín y, a la hora indicada, las puertas se abrieron y la gente pasó a comprar los billetes en las máquinas preparadas para ello o bien en ventanilla. Con las entradas en mano y algunos folletos en español, emprendimos el camino que, como en casi todos los sitios, venía guiado para no perderse y no ir dando vueltas. Fuimos entrando poco a poco por las murallas del castillo, subiendo lentamente por rampas cada vez más pronunciadas hasta que empezamos a entrar al castillo en sí y encontrar, cerca de la entrada, una zona en la que había que continuar descalzo y donde te ofrecían bolsas de plástico para llevar las zapatillas contigo.


Ahí comenzó el ascenso al castillo, pues cada habitación era más pequeña que la anterior y parecía que cada grupo de escalones era más empinado que el anterior. Desgraciadamente las habitaciones no contaban con mucha decoración y se limitaban muchas a ofrecer su gruesa estructura de manera, poder mirar por las estrechas ventanas y, en alguna que otra, ver alguna pequeña vitrina. En ese aspecto quizá el castillo fuera un poco decepcionante pero, en todo lo demás, era un traslado mental a cómo podría haber sido aquello en épocas anteriores subiendo y bajando cada día por esas escaleras y en esas habitaciones cada vez más pequeñas hasta llegar a la cima.

Llegamos a la cima donde había un pequeño templo nada más y bastante más gente, o era quizá porque era la estancia más pequeña. Se notaba la altura al mirar por las minúsculas ranuras de las ventanas y había allí un trabajador japonés, bastante mayor ya, que nos guiaba (pobre hombre para subir y bajar todos esos escalones). Comenzamos entonces la bajada, a veces mucho peor que la subida debido a las escaleras bastante empinadas y a que había que agachar la cabeza en algunas ocasiones si no querías darte contra el techo. Pasamos por alguna que otra habitación con algunas pocas vitrinas con objetos dentro y seguimos descendiendo hasta otra sala habilitada para volver a ponernos las zapatillas y dejar las bolsas de plástico. Desde allí salimos a un extenso patio donde sí había bancos para sentarse y reposar durante unos minutos justo delante de la inmensidad del castillo, que se veía a la perfección enfrente nuestro.


Comenzamos el camino de vuelta viendo que, cada vez más, aquello se llenaba de gente. No teníamos previsto visitar los jardines y preferimos dejarlo para alguna otra ocasión, así que enfilamos la avenida de nuevo hacia la estación en medio de un calor sofocante. Nada que ver con lo que habría más adelante cuando, de nuevo, la lluvia hizo acto de presencia, esta vez con mucho viento y que nos hacía pensar si habría algún problema a la hora de coger el ferry. Tres trenes tuvimos que coger, desde Himeji hasta Okayama, desde Okayama hasta Hiroshima (estos dos trenes eran shinkansen) y, por último, desde Hiroshima hasta Miyajimaguchi. Cada vez la lluvia caía con más intensidad y el viento soplaba con más fuerza. Llegamos a la parada de Miyajimaguchi y nos acercamos al puerto desde donde se recogía el ferry con cierta dificultad para mantener el paraguas en alto debido al viento. Hicimos cola viendo los ferrys ir y venir aunque no parecía que se movieran mucho, así que nos quedamos algo más tranquilos.


Subimos para disfrutar del corto trayecto de apenas unos 10 minutos hasta llegar a Miyajima. A lo lejos y pese a la lluvia que caía ya podíamos ver el gran torii. Conforme íbamos llegando tuvimos la suerte de que el temporal iba reduciendo su fuerza y, cuando llegamos al hotel, prácticamente ya no llovía.


Nos alojábamos en el hotel Sakuraya, uno de los hoteles más económicos de la isla considerados como un ryokan. Era nuestro primer y único ryokan en todo el viaje y teníamos ganas de saber qué tal sería la habitación. Sin grandes lujos y enfrente del mar, nuestra habitación constaba de una amplia estancia con suelo de tatami con una mesa, un pequeño estante donde iba colocada la televisión y una zona donde estaban los futones para dormir. Más armarios adelante llevaban al baño, en el que no teníamos ducha ya que éstas estaban como la experiencia onsen del alojamiento. Instalados en el hotel después de haber observado bien la habitación (la lástima es que las vistas no eran cara el mar), salimos a recorrer el pequeño pueblo ya que no llovía y sabíamos que el torii, a esas horas, era visitable.


Recorriendo las tres callejuelas principales de Miyajima vimos que había bastante actividad ese día, con bastante gente que suponemos había ido a pasar el fin de semana como nosotros ya que era sábado. Al final del paseo llegamos a la zona más cercana al mar donde el suelo, debido a las lluvias, todavía presentaba algunos charcos y estaba un poco embarrado pero se podía caminar. Por allí empezamos a ver los primeros ciervos de la isla, aunque la mayoría de forma individual persiguiendo a la gente que les daba comida.


Enseguida se vislumbraba el gran torii y mucha gente a su alrededor pues, como decíamos, a estas horas se podía llegar hasta él. La marea, sin embargo, ya estaba subiendo ya que aparecía un pequeño riachuelo entre la zona central del torii y el santuario. Sabíamos que por la noche estaría la marea en su máxima altura. Pese a que el sistema de mareas es bien conocido, siempre es curioso el ver que estábamos allí, a los pies del torii y con el agua todavía bastante lejos pero que, en unas horas, por allí no se podría ir si no es en barco o nadando.


Dimos una vuelta por el torii y cruzamos luego a la otra parte del pueblo donde aparecían algunos templos a los que no entramos. Desde allí veíamos bien la pagoda y, aunque sabíamos que montaña arriba había más templos y un teleférico, no teníamos previsto subir y con la posibilidad de que volviera a caer agua y a soplar viento fuertemente, tampoco es que pensáramos en subir. Sí que entramos en el santuario de Itsukushima, todo él por encima de la zona de mareas y que estaría cubierto, como flotando, horas después. Básicamente el santuario se compone de un pasillo que hace a la vez de puente cuando está la marea alta para llegar a una zona central que sirve como zona principal y que está mirando hacia el gran torii. Un pequeño puente finaliza en algunas estructuras decorativas también cara al gran tori y, después, otro pasillo como puente para llegar al final del santuario. La salida del santuario está completamente abierta y sin vigilancia por lo que, si alguien quisiera, podría colarse fácilmente sin pagar, pero no vimos nadie ni que hiciera el intento. Esto también es algo que nos sorprendió, pues vimos luego también en muchos templos de Kioto una entrada y una salida sin vigilancia, donde cualquier podría colarse pero nadie se saltaba las reglas. No debería alucinarnos, pero es triste que sí, que nos alucine.


Visitada toda la zona con calma, volvimos atrás de nuevo a la zona comercial y a ver los lugares en los que, desde el hotel, nos habían comentado para cenar. Pero antes de salir a cenar teníamos que probar el onsen del hotel. En nuestra habitación nos habían dejado unas yukatas muy básicas que utilizamos para acceder al mismo. El onsen era pequeño, con su espacio para dejar las cosas en unas cestas en la entrada y luego el acceso a la zona de baños, con las duchas típicas en las que debes limpiarte antes de meterte en la pequeña piscina de agua caliente en donde relajarse durante un buen rato. En la cuenta del teléfono móvil ya llevábamos unos 200 kilómetros recorridos a pie, así que un rato de relajación venía muy bien.


Más tarde, salimos en busca de cena aunque la oferta de alojamientos, obviamente, no era inmensa. La mayoría de gente ya se había ido, la oscuridad reinaba en el ambiente pero también la tranquilidad y el silencio que sólo rompían las olas del mar. La lluvia había desaparecido y los ciervos descansaban tranquilos bajo los árboles. Nos acercamos de nuevo a ver al torii, esta vez de lejos ya que la marea estaba a bastante altura ya. No estaría al máximo hasta más o menos una hora más tarde, pero ya se apreciaba gran altura y era imposible siquiera acercarse un poco. Paseando tranquilamente por la zona con varios turistas también por allí y muchos vestidos con kimonos, acabamos nuestra jornada y nos fuimos a probar la experiencia de dormir en un futón.


Sería la última noche de movimiento pues, al día siguiente, ya dormiríamos en Kioto y no nos moveríamos de esa estancia hasta el día que nos marchábamos. Pero antes de volver a Kioto teníamos la parada obligada en Hiroshima a la que adelantamos por la tarde la visita a Osaka.

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Entramos en el mes de julio en Miyajima y encarábamos ya casi la recta final del viaje aunque todavía faltaban muchos lugares por visitar y toda Kioto por ver. A las 7:47 salía el tren que queríamos coger para volver a Hiroshima, así que había que coger el ferry un buen rato antes y, por tanto, tocaba madrugar de nuevo, algo ya habitual y a lo que estábamos plenamente acostumbrados. Recogimos la gran mochila que nos había servido para todas estas visitas en las que hacíamos noche y que utilizaríamos hoy por última vez y salimos hacia el puerto para coger el ferry. A esas horas ya venía bastante cargado, en este día en concreto además estaba lleno de piragüistas que suponemos vendrían para alguna competición o algo parecido. Nosotros salíamos de la isla casi solos y pronto estábamos ya en el tren de camino a Hiroshima.

El día acompañó en casi todo momento, con Sol y calor de forma mayoritaria. Alrededor de las 8:20 de la mañana ya nos encontrábamos en Hiroshima y tuvimos tiempo de subir al primer tranvía que allí estaba esperando y que nos dejaría cerca de la zona de la bomba atómica. Dentro del tranvía el revisor nos dio cambio para que la salida fuera más rápida (piensan en todo estos japoneses, sobre todo en cuanto a puntualidad) y, después de unos minutos de trayecto, llegábamos a destino.

Sobran las palabras en un lugar como el Parque Memorial de la Paz de Hiroshima. El edificio llamado Cúpula de la Bomba Atómica fue el primero que nos recibía, un famoso edificio que quedó casi del todo en pie después de la caída y muy cerca de donde la bomba explotó. Pese a que por dentro se ven las barras metálicas para evitar que acaba derrumbándose, es impresionante que haya sobrevivido en ese estado durante tantísimos años y que no cayera a pesar de la cercanía de la explosión.


Seguimos recorriendo el parque y visitando todos los monumentos que allí se han ido construyendo. Nos acercamos y entramos al Pabellón Conmemorativo de la Paz de Hiroshima para las Víctimas de la Bomba Atómica, una estructura que va hundiéndose en la tierra y en la que se baja por un pasillo circular con algunas zonas con explicaciones de lo que ocurrió. Bajo del todo, en la sala principal, parece ser que en la pared hay tantos trozos como personas murieron allí, o eso creímos entender. La visita a este pabellón seguía hasta volver a salir al exterior después de pasar una sala con vídeos sobre la vida de algunos de los que murieron. El silencio que se respiraba allí entre todos los presentes daba cuenta del respeto mostrado en estas zonas.


Finalmente nos dirigimos al Museo de la Bomba Atómica. El pabellón central estaba en obras, como así conocíamos de antemano, así que nos tuvimos que conformar con el pabellón este. Allí se exponía una sencilla visita con todos los detalles de por qué sucedió, cómo sucedió y las repercusiones que tuvo. Recreaciones en pseudo 3D para ver cómo la bomba destrozó toda la ciudad, imágenes del antes y después, explicaciones de cómo empezó todo, los tratados que hubo, los ataques japoneses y norteamericanos, etc. Todo ello con alguna sala de vídeo entre medias donde mucha gente escuchaba los testimonios de supervivientes y una zona final con objetos que se recuperaron justo después de caer la bomba, como ropa de niños y adultos, utensilios, etc. Puede que nos perdiéramos muchas cosas que habrían estado en el pabellón principal, pero, aunque la historia la conocemos, siempre impacta. No quisimos ni siquiera tomar fotos de los detalles del museo, pues en ningún momento nos salió la “necesidad” de fotografiar todo aquello.

Después de estar toda la mañana de visita por la zona, decidimos comenzar el camino de vuelta pasando antes por alrededor del castillo a ver qué tal. Iniciamos la caminata y encontramos algún cruce donde unas 20 o 30 personas estaban detenidas mirando atentamente a sus móviles. Los gestos de algunos de ellos los delataban, ¡jugando al Pokémon Go! Continuamos hasta llegar a los exteriores del castillo y visitamos una zona accesible gratuitamente, aunque no quisimos seguir pues ya habíamos tenido bastante viendo el de Himeji el día anterior. Seguimos paseando por la ciudad hasta la estación pensando en que “todo” es completamente nuevo después de la bomba. Fue el momento donde empezó a llover y, durante unos instantes, parecía que iba a caer fuerte, pero fue una falsa alarma y unos minutos después el Sol, y el calor, volvió a lucir.


Iniciamos el trayecto de vuelta más pronto de lo planificado y, pese a que teníamos una reserva de shinkansen un par de horas después, la adelantamos en un hueco que encontramos para tomar rumbo de nuevo a Kioto. Durante el trayecto decidimos adelantar la visita a Osaka. Ya que íbamos a llegar a Kioto sobre las 17:00 y que allí ya estaría todo cerrado, pensamos en acercarnos a Osaka la cual, en principio, la teníamos prevista para el día siguiente. Pero ya que teníamos tiempo y pensábamos que el siguiente día sería más agotador y la previsión del tiempo era peor, nos acercamos. Volvimos a hacer check-in en el The Garnet Hotel Kyoto Station donde seguían nuestras maletas en consigna y nos dirigimos a la estación para coger el tren hasta Osaka. Bendito JR Pass.

Mirando por la ventanilla del tren en ningún momento supe cuándo terminaba Kioto y cuándo comenzaba Osaka, o cuántos pueblos habríamos atravesado entre medio de ambas. Se veían siempre edificios por todos lados hasta que llegamos a la estación de Tennoji. Cambiamos y cogimos el metro hasta la estación JR-Namba por la línea Yamatoji y desde allí ya nos dirigimos a la calle Dotonbori, objetivo que teníamos puesto en Osaka, pues en principio no íbamos a volver a visitarla más a fondo como así sucedió al final.


Quizá por ser domingo por la tarde, quizá por ser bastante más extensa, quizá por sus calles paralelas y perpendiculares, quizá por el Glico o quizá por el pequeño río paralelo a la calle, lo cierto es que nos gustó mucho más que la calle Takeshita de Tokio. Había bastante gente pero en ningún momento nos sentimos abarrotados, así que pudimos pasear con tranquilidad buscando primero el Glico, que no encontramos en la pasada inicial, y siguiendo la ruta de vuelta luego al lado del río hasta que, ahora sí por fin, lo encontramos. Como ya se iba haciendo de noche, la iluminación empezaba a destacar y el río estaba lleno de lámparas típicas japonesas y muchos detalles que hacían que esta zona fuera muy agradable de ver.


Sin darnos cuenta, pasaron unas tres horas volando y todavía nos daba la sensación de que había mucha más calle y calles alrededor por ver, pero no queríamos perder los últimos trenes del día ni arriesgarnos a coger el último, así que volvimos a la estación para deshacer el camino hecho y volver hacia Kioto. Tuvimos tiempo de ver cómo en Osaka los japoneses se ponen al revés que en el resto del país en las escaleras mecánicas, una curiosidad siempre comentada.


Llegamos a Kioto bastante cansados y agradecidos ya de no movernos del hotel en los días que quedaban. Pero aún nos quedaban dos días de JR Pass y eran los que íbamos a aprovechar con la visita a la zona de Arashiyama al día siguiente, para acabar la tarde con los templos de la zona oeste, y con Nara y Fushimi Inari dos días después.

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