![]() ![]() Costa este de EEUU septiembre 2013 ✏️ Blogs de USA
Relato de dos semanas recorriendo la costa este de EEUU: Boston, Acadia National Park, White Mountain National Forest, Nueva York, Lancaster y Washington DC.Autor: Lou83 Fecha creación: ⭐ Puntos: 5 (25 Votos) Índice del Diario: Costa este de EEUU septiembre 2013
01: Introducción
02: Día 0: Palma de Mallorca, Madrid, Boston con Iberia
03: Día 1, Boston: Public Garden, Beacon Hill, Freedom Trail, North End
04: Día 2, Boston: MIT, Harvard y otros
05: Día 3: De Massachusetts a Maine. Portsmouth, Cape Elizabeth, Bar Harbor
06: Día 4: Acadia National Park (1)
07: Día 5: Acadia National Park (2): Jordan Pond Trail, Eagle Lake
08: Día 6: Acadia y rumbo a New Hampshire. Bass Harbor, Echo Lake, North Conway
09: Día 7: White Mountain National Forest. Arethusa, Sabbaday & Glen Ellis Falls
10: Día 8: De White Mountain a Newburgh
11: Día 9: Compras en Woodbury Common Premium Outlet. Llegada a Z New York Hotel.
12: Día 10, Nueva York (1): Times Square, Estatua de la Libertad, High Line Park,
13: Día 11: Nueva York (2): Central Park, Whole Foods Market, New York Mets
14: Día 12: Nueva York (3): HBO Shop, Empire State & Flatiron Building, Brooklyn
15: Día 13: Condado de Lancaster, Tanger Outlet y llegada a Washington DC
16: Día 14, Washington DC: Capitolio. Jefferson, Roosevelt, Luther King, Korean War
17: Día 15: Washington DC (2): Arlington Cemetery, Smithsonian Air & Space y reg
18: Presupuesto
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Etapas 10 a 12, total 18
8 de septiembre de 2013
Qué barbaridad. Tras una semana en la que nos despertábamos día sí, día también a las 5 de la mañana, hoy abro los ojos y el reloj del teléfono ya supera las 06:00. La jornada de ayer debió dejarnos realmente cansados. Desayunamos por nuestra cuenta en la cabaña, lo que nos servirá para despedirnos ya que se acerca el momento de abandonar este fantástico escenario. Recogemos las cosas, cargamos el coche y decimos adiós a la cabaña número 5 de la mejor manera que sabemos: grabándola en video. El check out no requiere ningún tipo de trámite: dejamos las llaves sobre la mesa, las ventanas frontales con la persiana levantada, y nos marchamos dejando la puerta sin echar la llave. ![]() ![]() ![]() ![]() ![]() Nos despedimos también de Bart’s Deli, en el que aparcamos con la esperanza de que amaine una tormenta que nos ha sorprendido nada más poner en marcha el motor y que puede dar al traste con nuestros últimos planes en White Mountain. Revisamos el correo, las reacciones a fotos varias que publicamos durante la conexión anterior, y retomamos la marcha. 15 millas más el oeste llegamos a la estación de tren de Crawford Notch, en la que termina el recorrido del tren escénico que sale de North Conway. El último tramo es especialmente atractivo, pasando junto a pequeños lagos y cascadas en miniatura que se encuentran a pie de carretera. ![]() Lamentablemente, los augurios no mejoran. Durante el recorrido la lluvia ha ido de menos a más y ahora, con nuestro coche estacionado y mirando hacia el sendero que pensábamos tomar, ha llegado al nivel de “cortina de agua”. En el caso ideal, ya estaríamos echando a andar sendero arriba hasta que 2 horas después llegáramos a la cima de Monte Willard. Pero así, con este aguacero que sin embargo no parece intimidar a algunos excursionistas sueltos que llegan tras nosotros, no tenemos nada que hacer. Damos al cielo 30 minutos para que nos de señales de mejoría, pero son en vano. No solo la tormenta se mantiene con máxima intensidad, si no que mirando al horizonte no se atisba ni un solo claro que augure una mejoría en breve. Ese panorama, sumado a la larga distancia en carretera que nos queda por recorrer hoy, hace que descartemos finalmente lo que iba a ser nuestra última actividad en White Mountain. Una lástima. ![]() Arrancamos de nuevo el motor y, 48 horas después de la llegada, abandonamos el bosque nacional. Probablemente lo que nos queda, casi la mitad del viaje, será también digno de disfrutar, pero hay que reconocer que nos marchamos de aquí algo apenados. La experiencia de visitar espacios naturales de Nueva Inglaterra, primero en Maine con Acadia y luego aquí en New Hampshire, ha superado ampliamente nuestras expectativas, y si tuviéramos la posibilidad de replanificar el viaje probablemente dedicaríamos las dos semanas en exclusiva a este tipo de actividad y descartaríamos la visita a grandes urbes. Pero la agenda ya está cerrada y hoy nos esperan en el hotel Days Inn de Newburgh para un alto en el camino antes de que mañana se inicie un tipo de viaje completamente diferente al vivido hasta el momento. White Mountain National Forest ha sido una gratísima sorpresa. Sin estar tan aclimatado para el turismo como pueden estarlo los National Park de Yosemite o Acadia, precisamente ese estado todavía más virgen sumado a la oferta de senderos y puntos de interés mayor de lo que preveíamos, provocan que en cualquier momento firmara regresar. Ponemos ya velocidad de crucero y no tardamos mucho en cruzar la frontera que separa los estados de New Hampshire y Vermont. Una vez en el segundo, nos dirigimos completamente hacia el sur dejando a apenas unos kilómetros a nuestra izquierda la línea imaginaria que nos llevaría de regreso a New Hampshire. Esta ruta completamente vertical nos llevará hasta la frontera sur que une Vermont con el estado de Nueva York. Consultando el plan trazado por el GPS, el tramo más largo sin desvíos ni maniobras dura la friolera de 177 millas. ![]() Ahora que abandonamos Nueva Inglaterra, es conveniente destacar que ese dicho de “para ir a los Estados Unidos no necesitas inglés, ya que allí hablan español en todas partes” no se cumple en el extremo más noreste del país. En Nueva Inglaterra sí es conveniente que sepas, cuanto menos, defenderte en el idioma del país, ya que en todo nuestro recorrido no hemos visto un solo latino (tampoco ningún afroamericano, por cierto), y pocos o ninguno de los nativos que atienden los comercios parecían estar preparados para entenderse en español. Y digo parecía, porque por las sensaciones que transmitían tampoco es algo que intentase normalmente, además de que siempre he preferido intentar primero entenderme en inglés y solo tener que recurrir al comodín de “I’m sorry, do you speak Spanish?” si veo que la cosa no va a llegar a buen puerto. Así que definitivamente, si te plantas en Maine, New Hampshire, o en menor medida en Massachussets pretendiendo comunicarte solo en castellano, vas a tener serios problemas para entenderte. El estado de Vermont parece darse cuenta de la pena que sentimos por abandonar los paisajes naturales, y nos brinda una travesía rodeada de fantásticas vistas a praderas verdes durante la mayor parte del camino. Por una de esas llamadas de la naturaleza que no atienden a esperas, nos vemos obligados a salir de la autopista en una de esas “Parking Area” que se suceden cada puñado de millas. Resulta ser un apartadero sin absolutamente nada más aparte de las plazas de aparcamiento pintadas en el suelo. Ni servicios, ni una triste papelera. ![]() ![]() Todavía nos queda un largo trecho para cambiar de estado cuando un cartel anuncia la “última área de descanso de Vermont”, así que decidimos parar ante la amenaza de no volver a tener esa posibilidad hasta mucho más adelante. El área de descanso resulta ser un centro de visitantes con información varia sobre Vermont, conexión a Internet gratuita a una velocidad de infarto, y un rincón en el que poder servirse té y café al gusto esperando como respuesta una donación en la urna junto a las máquinas. Otra de esas cosas que uno no está acostumbrado a ver en España, donde las reservas de té y café desaparecían a una velocidad inversamente proporcional a la que aumentaría el contenido de la urna de donaciones. Nuestro peculiar poder de convocatoria sigue intacto. Siempre nos sucede lo mismo: llegamos a un sitio desierto en el que no hay nadie salvo los empleados, y durante nuestra estancia empieza a llegar compañía a discreción hasta que cuando nos marchamos el lugar queda abarrotado. ![]() ![]() ![]() ![]() Volvemos a la carretera, con 4 horas todavía en movimiento hasta nuestro destino. Una rápida ronda de frecuencias FM nos regala un nuevo compañero de viaje mientras la cobertura sea buena: la emisora Q106, sintonizada en la frecuencia 106.1 FM. Ni más ni menos que Guns’N’Roses, Aerosmith, Metallica y Foo Fighters en el primero de los bloques de 30 minutos sin publicidad. ![]() ![]() ![]() La aguja del depósito vuelve a caer por debajo del 50% de su capacidad, así que por tercera vez en lo que llevamos de viaje es hora de repostar. Tenemos una puntería inaudita: mientras que a lo largo del camino todas las gasolineras marcaban precios entre los 3,70 y los 3,90 dólares por galón, precisamente decidimos desviarnos en una que ofrece el combustible a 3,61 dólares. Tras haber preguntado en caja el funcionamiento del proceso días atrás ya no necesitamos a nadie para repostar: usando los mandos y el lector de tarjetas del propio surtidor nos servimos nosotros mismos. ![]() Iniciamos un tramo de autopista en cuyo arcén se suceden indicaciones a desvíos de un tal Green Mountain National Forest. Dada la experiencia previa y de haber tenido más tiempo, a buen seguro hubiéramos planificado alguna parada intermedia por la zona, máxime ahora que hemos dejado atrás las nubes de tormenta y podríamos compensar el infortunio de esta mañana. Este mismo tramo coincide con varias millas de pendiente negativa muy pronunciada, de las que provocan que se te tapen los oídos. ![]() ![]() Son las 12:48 del mediodía en la costa este de los Estados Unidos de un 8 de septiembre de 2013 cuando atravesamos una nueva frontera y, aproximadamente 4 años después de la última vez, entramos en el estado de Nueva York. El navegador GPS resulta muy útil para anticipar cuando nos acercamos a un cambio de estado y así estar preparados para llevarnos el recuerdo del típico cartel que nos da la bienvenida. ![]() No se puede negar un aumento de tráfico notable en cuanto nos hemos adentrado en Nueva York, y eso que estamos en domingo. Lo cual provoca que empiece a temer lo que nos espera mañana, cuando tras un día de compras tendremos que atravesar la isla de Manhattan alrededor de las 20:00 horas para llegar hasta nuestro hotel en la zona de Queens. Cruzamos por primera vez el río Hudson en el momento en que entramos al condado de Albany, que unas millas más tarde nos llevaría la homónima ciudad y capital del estado. Porque sí, es una clásica pregunta de trivial: la capital del estado de New York no es New York City. ![]() ![]() Tras un empacho de millas con cambio de conductor incluído, nos paramos para comer cuando solo quedan 40 minutos para nuestro final de etapa. Lo hacemos en un área de descanso en la que L se decide por una pizza individual de tamaño reducido en Pizza Hut, y yo una curiosa hamburguesa de ensalada de pollo en Roy Rogers, otra franquicia de comida rápida especializada en sándwiches y hamburguesas. Como no necesitamos comprar bebida ya que traemos la nuestra todavía fresca en la nevera desechable del coche, comer solo nos cuesta 5 dólares por cabeza. Una parada obligatoria en el baño, y a reemprender por última vez la marcha en un día de carretera que, si bien pesado, no está resultando tan duro como cabía esperar. Cuando alcanzamos nuestra salida de la autopista en Newburgh, llega el turno de pagar el peaje por el tramo de interestatal que nos ha traído desde Albany, donde recogimos el ticket que ahora decidirá que debemos abonar 3,85 dólares. L ve la ocasión perfecta para deshacerse de un buen puñado de esas indeseables monedas de 1, 5 y 10 centavos que vamos acumulando con el paso de los días, así que pagamos 3 dólares en billetes y los 85 centavos con un buen puñado de cobre. La reacción de la empleada cuando le pasamos la pesada carga marcará un hito en el viaje: mira al montón de monedas con incredulidad, y pronuncia un “omaiggaaaadddd” (traducción: “Oh my God”) lleno de asco y odio. Y por supuesto, se pone a contarlos con precisión antes de dejarnos pasar. Son las 16:00 cuando la interestatal 87 se encuentra con nuestro destino de hoy, el hotel de la cadena Days Inn en Newburgh West Point, situado entre el Aeropuerto Internacional de Stewart y el Lago Washington. No hay mucho que contar sobre por qué esta noche dormiremos aquí: necesitábamos un lugar donde parar que estuviera a pocas millas de nuestro destino de mañana, el centro comercial al aire libre de Woodbury Common Premium Outlet. De haberse dado las circunstancia, hubiéramos repetido alojamiento en el Best Western en el que nos quedamos 4 años antes, pero se encuentra en dirección opuesta y hacerlo suponía hacer y deshacer una cantidad de millas innecesaria. El Days Inn se encuentra en lo alto de una pequeña colina, lo cual le permite tener terrazas con buenas vistas al lago colindante. Lo de hoteles con vistas a un lago, pantano u otros puntos hidrográficos parece una constante en la oferta de alojamiento fuera de grandes ciudades en los Estados Unidos. A los pies del hotel encontramos dos restaurantes, uno que simula un clásico “diner” americano y otro especializado en carnes de un nivel en apariencia algo más formal. ![]() Nos espera en recepción un empleado asiático al que debo repetirle todas y cada una de mis frases, a pesar de que en la segunda repetición use exactamente la misma entonación y ritmo que en la primera. El muchacho en cuestión resulta algo tosco, sin darnos especialmente la bienvenida ni facilitarnos más información de la estrictamente necesaria. La gran tragedia llega cuando, realizado el check-in, leemos en un pequeño cartel que la piscina interior climatizada se encuentra cerrada tras finalizar la temporada de verano y no volverá a abrirse hasta el próximo mes de mayo. Un verdadero chasco, ya que el mayor motivo por el que hemos querido llegar aquí con tiempo era tener la ocasión de relajarnos un rato en la ansiada piscina. Pero claro, ¿quién iba a esperar que un hotel iba a decidir cerrar en otoño e invierno una piscina interior? Absurdo, completamente absurdo. ![]() Descargamos el coche y tiramos ya tras hacer añicos para que quepa en el cubo de basura la nevera desechable, finalizada la semana en la que nos ha sido de utilidad. Nos conectamos a Internet mediante la irregular red del hotel para hacer un par de llamadas a través de Skype. La red nos da problemas al intentar establecer conexión, que resultan estar relacionados con un malfuncionamiento del servidor DHCP que asigna las direcciones IP dinámicas y, afortunadamente, consigo solventar probando con distintas direcciones estáticas. Por otra parte, la petición de preferencias de habitación que enviamos ayer y de la que recibimos respuesta por parte de la administración de la web, nos la podríamos haber ahorrado. Ni nos asignan la planta alta (el hotel tiene dos, y estamos en la de abajo), ni nos sitúan especialmente lejos de las zonas comunes. Afortunadamente, este hotel será solo de paso y apenas tendremos que soportarlo durante unas horas. Cumplido el trámite de poner al día a la familia, pasamos a utilizar la lavandería ahora que la bolsa de la ropa sucia ya vuelve a tener un tamaño considerable. Por 2 dólares compramos el detergente en una máquina expendedora junto a recepción, por 1,50 dólares realizamos un lavado de 45 minutos y por 1,25 dólares un secado de una hora. En lo que dura el lavado, bajamos al pie de la colina para estudiar los dos restaurantes cercanos, evaluando si son una opción a tener en cuenta para la cena. No lo son: las cartas muestran unos precios que en absoluto están justificados y, por si fuera poco, a nuestra llegada hemos visto un Applebee’s a apenas media milla que claramente gana la comparación. Ni siquiera el 10% de descuento que estos dos locales ofrecen a los huéspedes del Days Inn hace que sea una decisión complicada. Esta vez el secado de una hora no es suficiente y la ropa sigue húmeda, por lo que invitamos a la secadora a otra ronda por 1,25 dólares. Mientras tanto, buscamos videos de esos “moose” que tanto nos han anunciado en los últimos días pero no hemos conseguido ver por nosotros mismos. Necesitamos saber qué sonido cabría esperar de nuestro nuevo compañero de viaje de peluche. Concluimos que cuando un alce muge, lo hace con una especie de mugido de vaca siempre y cuando la vaca se haya fumado previamente un par de paquetes de Ducados. Es hora de cenar… y la verdad es que tenemos hambre, por lo que la perspectiva de un Applebee’s suena mejor que nunca. Entramos al local en pleno Sunday Night Football, con casi todas las pantallas retransmitiendo fútbol americano y algunas mesas ocupadas por gente ataviada con las camisetas de su equipo. Los New York Giants están empatados a 3 contra los Dallas Cowboys… pero nosotros, a lo nuestro. Aprovechamos la oferta de “2 por 20 dólares” que incluye un entrante para compartir y dos platos principales. El entrante, unos chips de patata caseros llamados “potato twisters” acompañados de salsa de queso y pimientos. Como principales… la carne, la fantástica carne de Applebee’s. Las costillas de cerdo (riblet basket) que pide L están jugosísimas y con el mejor sabor a salsa barbacoa que uno pueda imaginar. Y mi solomillo de ternera (honey pepper sirloin) trae la variedad del “muy hecho” perfecta: crujiente por fuera, jugoso por dentro. Y falta por descubrir la guarnición de patata, cebolla y pepinillo, por la cual te sacarías la tarjeta de fidelidad de la franquicia si vivieras aquí. El único pero de la cena es que tardan un poco más de la cuenta en servirnos las bebidas, refresco para L y una Samuel Adams de barril para mí. El precio final incluyendo bebidas, tasas y propina es de 35 dólares. Es hora de dar por terminado el día, con la esperanza de poder dormir una cantidad de horas decente dado que mañana nuestro horario es mucho más relajado. Nada nos espera hasta que a las 10 de la mañana abra sus puertas el Outlet que tenemos a apenas 20 o 30 minutos en coche. Etapas 10 a 12, total 18
9 de septiembre de 2013
Despertamos a las 7 de la mañana, sinónimo de haber descansado bien. Buen colchón, poco ruido y pilas cargadas si sumamos el descanso a una jornada anterior que no nos exigió demasiado. Toca recoger las pocas cosas que quedan desperdigadas por nuestra habitación del Days Inn de Newburgh, metiéndolas en unas maletas que esperamos que en cuestión de horas pasen a estar considerablemente más llena. Pero antes de eso, aprovechemos el último hotel de todo el viaje que nos incluye desayuno junto al alojamiento, servido en la habitación 101. El desayuno es, en términos estadounidenses, algo escaso y con la variedad mínima exigida. Pero nos basta y nos sobra. Hay café, hay té, hay bollería básica, hay bagles para tostar y mermelada para untar en ellos, y hay cereales Fruit Loops a granel, lo cual me hace inmensamente feliz. Salimos a la terraza del hotel para disfrutar de las vistas hacia Lake Washington. Momento que no se prolonga mucho, ya que los 10 grados que nos encontramos en el exterior no incitan especialmente a permanecer muchos minutos a la intemperie. Es turno de entregar las llaves y cargar el coche, cosa que hacemos a las 9 junto a un montón de huéspedes que parecen abandonar el hotel en tropel. Por las conversaciones que hemos podido cazar durante el desayuno, la mayoría del hotel está ocupado por gente que está en Newburgh de paso, y parece que pocos quieren atrasar mucho el retomar la marcha. En pleno ecuador de un viaje que combina naturaleza en su primera semana y ciudades en la segunda, la jornada de hoy ejerce de bisagra con una actividad completamente distinta: aprovechar el bajo precio y bajos impuestos de un gran outlet en el que somos veteranos, y que unidos al cambio favorable (menos que hace unos años) para los que procedemos de Europa, hacen que sea siempre una tentación regresar a España con una buena remesa de ropa de primeras marcas a estrenar. Nos vamos a Woodbury Common Premium Outlet. Tras 15 millas y un peaje de 1,25 dólares, el aparcamiento del outlet nos recibe a ritmo de Don’t Stop Till You Get Enough. Música que suena por una megafonía que, a la hora de transmitir anuncios y consejos para los clientes, lo hace primero en inglés y luego… ¡en chino! Parece que la afluencia asiática está en claro aumento, ya que en ninguna de las dos visitas anteriores recordamos haber vivido algo así. No nos lleva ni dos minutos en la torre de información recoger nuestro talonario de descuentos. El proceso es sencillo: para empezar, nos damos de alta de forma gratuita como socios de la cadena Common Premium en su página web. Días antes de iniciar el viaje y a través de la misma web, solicitamos un talonario que incluye cupones para prácticamente todas las tiendas. Y finalmente aquí, en la oficina de información, canjeamos el cupón que la página web nos permite imprimir a cambio del talonario de verdad, un pequeño libreto en el que cada página acoge dos cupones, que normalmente son del tipo “Descuento de X % para compras a partir de Y dólares” o “Descuentos de X dólares para compras a partir de Y”. Teniendo siempre en cuenta los mínimos marcados y agrupando la ropa de todos los miembros del grupo, con el uso de este talonario uno puede ahorrarse un buen puñado de dólares durante la jornada consumista. ![]() Venimos de seis días en los que la presencia de españoles a nuestro alrededor era nula. Sin embargo, cinco minutos en el outlet ya nos hacen dudar si nos encontramos en Nueva York o en un centro comercial cualquiera de vuelta en casa, ya que son más los españoles que los turistas de otras nacionalidades que nos cruzamos. ![]() A las 10 de la mañana da el pistoletazo de salida, que para nosotros tiene lugar frente a una de las cuatro o cinco tiendas que tenemos marcadas en nuestra planificación como “paradas gordas”: Tommy Hilfiger. Las primeras impresiones no son las mejores posibles: todo nos parece más caro que en las dos ocasiones anteriores (tres, si contamos los outlets de la misma cadena que visitamos en Las Vegas dos años atrás). Esta percepción de menores oportunidades viene propiciada principalmente, por lo menos en la sección masculina, por el hecho de que muchos de los descuentos son condicionados, del estilo “Llévate 1 y consigue otro al X%”. Empezamos a cargar y yo me llevaría más cosas, pero por experiencias previas sabemos que es fácil caer aquí en el consumismo poco meditado y acabar facturando prendas que luego rara vez nos ponemos en el día a día. Al final caen unos inevitables tejanos, algún polo… sumando la compra de los dos y añadiendo un encargo infantil que traíamos de casa, alcanzamos los 150$ necesarios para utilizar el cupón del talonario: un 10% de descuento. Mientras tanto, el hilo musical da mil patadas al de cualquier tienda de moda en España: The Killers, The Beatles, ZZ Top… Aprovechando que nuestro coche está nada casualmente estacionado cerca de Tommy Hilfiger, guardamos las primeras compras antes de pasar al segundo plato fuerte del día: la Levis Outlet Store. Encontramos la misma situación de siempre: en este local en concreto, la sección masculina es algo más grande y variada que la femenina. Encontramos tejanos cuyo precio original son 65$ pero están rebajados a precio outlet de 50$. Sin embargo, los más tentadores son aquellos marcados en las estanterías como “This wash X.XX$”, carteles que indican precios especialmente bajos (entre 35 y 40 dólares) para ciertas tiradas y colores. Los modelos de tejanos más clásicos de la marca, los 501 y 511, son los que menos tiradas de precio mínimo ofrecen. El resto de la tienda lo completan algunas camisas, camisetas, chaquetas, polos y pantalones de pinzas, pero claramente el tejano es el protagonista copando todas las paredes del local. El cupón del talonario nos rebaja 15 dólares si gastamos 100, y 30 dólares si gastamos 200. Al pasar por caja el ticket conjunto asciende hasta 192, pero de todas formas el chico que nos atiende canjea el descuento de 30 dólares. Un detalle por su parte. ![]() Con lo recorrido hasta ahora y 2 horas invertidas, ya hemos cubierto 2 de las principales paradas previstas. Pero nos queda una en la que tengo depositadas muchas esperanzas: GAP Outlet. Las expectativas se cumplen: personalmente, arraso nada más entrar, no dejando pasar un solo tramo de estanterías sin lanzar algo dentro del cesto de “me lo voy a probar”. Pantalones, suéteres, polos… hasta una camiseta de Batman va directa a la bolsa. Solo echo en falta mayor oferta de pantalones cortos y piratas, que al parecer han sido retirados recientemente tras el cambio de temporada y no quedan más que migajas en los percheros de “liquidación”. De todos modos, GAP se sitúa fácilmente en el primer puesto de mi jornada consumista particular, llevándome 7 u 8 piezas. En cambio L no encuentra mucha cosa que le guste y solo coge una de las típicas sudaderas con las siglas de GAP y una chaqueta similar. Toca cambio de tercio y mirar hacia el suelo: cargados de pantalones, camisas y otros atuendos, ahora hay que vestir los pies. Junto a GAP, tenemos la que por diseño es mi tienda de calzado favorita: Skechers. Toda la tienda ofrece un 50% de descuento en el segundo par que te lleves, aplicable obviamente al más barato de los dos que presentes en caja. Dicho descuento no es compatible con el del talonario, que consiste en 10$ de rebaja por gastar 50 o más. Un rápido cálculo nos arroja la conclusión de que merece más la pena la primera opción. Necesitamos llevarnos un número par de objetos, y L solo quiere un par de bambas. Eso me deja con el durísimo deber de llevarme tres cajas con el logo de Skechers. En mis cuentas personales los tres pares de calzado me suponen unos 100 dólares. No es una gran ganga comparada con lo que podría haber encontrado en España, pero la principal diferencia es que aquí encuentro el estilo de calzado que me gusta, cada vez menos habitual cuando salgo de expedición en Mallorca o Barcelona. Solo han sido cuatro los locales visitados hasta el momento, pero se trata de los cuatro en los que teníamos previsión de hacer la mayor carga. Eso explica que el tiempo haya pasado volando y ya sean las 14:00h, momento de hacer algunas compras para el estómago. Nuestras dos visitas anteriores tuvieron en común comer en el local que Applebee’s tiene en el outlet, pero el hecho de haber visitado la franquicia dos veces ya en los últimos 9 días provoca que por primera vez probemos suerte en el “Food Court”. El interior del pabellón de comida no está mal: no demasiada cantidad, pero sí la justa para ofrecer todas las opciones: fast food, carnes, comida mejicana, china, japonesa, pizza… Nos decidimos por sendos “Philly steaks”, aceitosos bocadillos con filete típicos del área de Philadelphia. El de L es de ternera y el mío de pollo con queso cheddar, además de alguna especie que provoca que pique como el demonio. Los bocadillos son tamaño “mini” y las raciones de patatas y bebida “small”… que en España serían equivalentes a un menú XL, por lo menos. Nos sale todo por 21 dólares. ![]() ![]() Cabe destacar el hecho de que, contra todo pronóstico, no conseguimos “cazar” una conexión a Internet en todo el outlet, ni tan siquiera aquí en el pabellón de comida. Parece que el único local que ofrece una red abierta es el Starbucks del recinto, razón que explicaría la sospechosa presencia de más gente de la normal apoyada en su pared móvil en mano. Nuestra entrada en el estado de Nueva York, mucho más diverso étnicamente que los estados visitados hasta el momento, ha traído consigo la clara percepción de la batalla de clases. Las cocinas de la mayoría de locales de restauración están ocupadas por centro y sudamericanos (portorriqueños y mexicanos, en su mayoría). En el personal de limpieza vemos una clara mayoría de afroamericanos. Por últimos, como dependientes en las tiendas y salvo alguna excepción, predominan los caucásicos. Dejo a L visitando un par de locales (Reebok, Calvin Klein) en los que en principio yo no tengo especial interés, momento que aprovecho para cruzar todo el outlet cargado con las compras de GAP y Skechers, que no son pocas. Tras un par de minutos combinando técnicas de Tetris y Punch Out consigo que el maletero continúe cerrando. Vuelvo entonces al rescate de L y es entonces cuando la maldigo por recomendarme que de una oportunidad a la tienda de Calvin Klein. Podría comprar casi todo lo que traía previsto aquí, y por solo un poco más de dinero que el que me he gastado diversificando tiendas. Los precios de base son más elevados, pero también lo son los descuentos que empiezan en el 25% y en ocasiones alcanzan el 50% del precio marcado. No exagero, con 300 dólares podrías llevarte un par de conjuntos completos, sin llegar al extremo de ir trajeado pero suficientes para presentarse en la oficina. En un esfuerzo de contención me “conformo” con llevarme unos tejanos por 32 dólares, que a la postre serían los mejores de cuantos me llevé durante la jornada. Me quedo con ganas de añadir al carro alguna camisa, pero estas se quedan en 40 dólares y todavía albergo esperanzas de encontrar algo más económico. L a su vez se lleva un par de tejanos “Bootcut” por 38 dólares cada uno. Solo dos cosas podemos tachar de negativas en la tienda de Calvin Klein. La primera, que sus empleados se llevan el premio a los menos profesionales de todo el outlet. En su mayoría chicos y chicas de “buena planta”, dedican el tiempo a bromear y charlar entre ellos en ocasiones obstaculizando zonas de paso. La segunda, es que no es el lugar para comprar perfumes. L va a la caza de un frasco de “CK One Shock for Her”, que encuentra por 65 dólares más tasas. Se lo replantea y es un acierto, ya que apenas unos metros a la izquierda el local de Perfumanía vende ese mismo artículo por 50 dólares precio final. En cualquier caso y exceptuando esas dos manchas en el expediente, Calvin Klein entra en mi lista de recomendadas. Pasamos ahora el trago de entrar a la enorme tienda de Polo Ralph Lauren. Un trago porque, pese a que el tipo de prendas coincida bastante con el gusto de L, la marca representa un tipo de tribu urbana que yo aborrezco especialmente. A más grande el caballo cosido al pecho, más grande el golpe de vara. Encuentra una camiseta de manga larga y un jersey, todo por 72 dólares. Nada para mí, ya que las camisas aquí se escapan todavía más de presupuesto que en la parada anterior. En cambio L compra un jersey y alguna camiseta. Por puro azar nuestro camino se cruza con la entrada de Aéropostale, una marca que habíamos ignorado en nuestras visitas anteriores. En cambio esta vez entramos y encuentro precisamente lo que ninguna otra me estaba brindando: camisas del estilo que buscaba y a precios bastante contenidos, iniciales de 40 a 50 dólares pero que se quedan entre los 20 y los 30 tras los descuentos anunciados. Me llevo dos, y un nuevo local al que seguir la pista cada vez que me deje caer por aquí. L solo se compra un sueter, sin mucho convencimiento. Es hora de dar un descanso a las tarjetas bancarias tras gastar más que en tres meses seguidos en casa. Cerramos el trato con dos frapuccinos de Starbucks, uno de fresa y nata y otro de caramelo, y pasando un frío importante mientras nos conectamos a Internet, ya sea primero en la terraza con una brisa cada vez más fresca y después en el interior con un aire acondicionado que sigue la norma estadounidense. Cumplido el trámite, volvemos por última vez al coche (cuyo maletero ya no acepta más carga y empieza a amontonar bolsas en el asiento trasero), e iniciamos las 40 millas que deben llevarnos al distrito de Queens. ![]() En el camino la aguja del depósito anuncia la cuarta parada en una gasolinera, que acabaría siendo la última del viaje. Eso, siguiendo nuestra norma de repostar cada vez que bajamos del medio depósito, significa que acabaremos cubriendo todo el itinerario del viaje con algo menos de tres depósitos de gasolina. Donde paramos esta vez parece ser una “gasolinera de un solo hombre”, en la que los conductores no deben siquiera apearse del vehículo y un solo empleado se maneja entre ellos recibiendo el pedido, cobrando y gestionando los surtidores. Así es complicado bajar las cifras del paro. Se trata también de una de esas gasolineras, y no es poco habitual, en las que pagar en efectivo resulta más barato que hacerlo con tarjeta. Un punto a tener en cuenta para ahorrar costes. Al deshacer el desvío para volver a la autopista, pasamos junto a un ciervo que está pastando… entre las lápidas de un cementerio. Manhattan no asoma frente a nosotros hasta que ya estamos rodando sobre el George Washington Bridge, previo pago de 13 dólares en la cabina de peaje. Yo ando especialmente concentrado en un tráfico que va ganando densidad a cada metro que avanzo, pero L ha podido intuir a mano derecha la cima iluminada del Empire State y la particular llamada a Batman que sale del punto más alto de la Freedom Tower, el último gran rascacielos de la ciudad. Por ahora el GPS está desempeñándose a la altura, quitando poco a poco la aversión inicial que tenía ante la idea de tener que cruzar Manhattan de lado a lado al volante. Esta tranquilidad dura mientras recorremos el lateral oeste a la altura de Harlem, pero empieza a complicarse cuando salimos a la superficie y empiezan a sucederse las avenidas según avanzamos hacia el sureste. El punto crítico llega cuando la próxima indicación me da solo 200 metros de margen para hacer hasta 4 cambios de carril. Evidentemente paso de largo y le obligo a recalcular la ruta, y es ahí donde ya se pierde del todo intentando llevarnos al Queensboro Bridge. Como Luke Skywalker a bordo del X-Wing, decido pasar a modo manual y guiarme por el sentido común y un par de carteles señalando la dirección correcta. Consigo entrar al puente, aunque sea por uno de los pasos laterales inferiores y por ello vaya a tener que recorrer unos metros más de lo debido antes de poder salir y descender hasta Queens. Pero no es nada irreparable. Ahora sí, ya en uno de los cinco distritos que conforman la Ciudad de Nueva York, el GPS vuelve a guiarnos correctamente y tras unas cuantas calles absolutamente desiertas pese a ser todavía las 20:00 horas, nos lleva hasta la fachada del Z Hotel NYC. Nueva York fue la ciudad en la que más nos costó decidirnos por un alojamiento. En las dos ocasiones anteriores, la opción ganadora siempre fue el Roosevelt Hotel, un alojamiento de nivel medio-alto con una arquitectura clásica y una ubicación perfecta. Sin embargo, durante los preparativos del viaje detectamos que el precio de la noche en todo Manhattan había subido escandalosamente durante los últimos 4 años, viéndonos ahora obligados a pagar prácticamente un 50% más que en la última ocasión. Tras juguetear durante unas semanas con la opción de alquilar un apartamento, varias referencias y buenas opiniones en redes varias nos descubrieron el “Z”. Se trata de un hotel prácticamente nuevo (inaugurado en 2011) situado justo al otro lado del East River, por lo que obliga a tomar algún transporte para llegar a Manhattan pero no se aleja una distancia prohibitiva. A cambio, el precio parecía algo más contenido que si quisiéramos dormir en el Midtown. En concreto, una estancia de 4 noches a través de Hoteles.com nos cuesta 680€, gracias en parte a un código de descuento de 10% a usar en dicho portal. El check-in en el hotel se desarrolla sin sorpresas, en una recepción con la música demasiado alta para un lugar destinado a que se comuniquen las personas. Tal y como habíamos solicitado, nos asignan una habitación en una planta intermedia, la cuarta, ni muy cerca del posible tráfico a pie de calle ni muy próxima a la azotea en la que ciertos días de la semana se organizan fiestas. Tras insistir mucho en ello y pedirles absoluta sinceridad, me aseguran que puedo dejar mi vehículo aparcado un par de metros más allá de la entrada del hotel durante los 4 días y no hay ningún problema de seguridad. Un gasto menos y otra ventaja respecto a hacer noche en Manhattan, al disponer de zonas de aparcamiento libre y no requerir buscar un parking en el que dejar el Golf en reposo durante estos días. Contra todo pronóstico, conseguimos subir toda la carga del coche en un solo viaje hasta la habitación. El ascensor ya augura que todo el edificio tendrá buena pinta, con una decoración moderna y trabajada. Llegamos a nuestra planta y encontramos nuestra puerta al final del pasillo. Pasillo que a uno de los lados ofrece vistas a Queens, ya que absolutamente todas las habitaciones están orientadas al noroeste por un obvio motivo que en breve confirmaremos. Cruzamos la puerta y… caray, la habitación está pero que muy bien. Tenemos un baño bastante amplio con una ducha moderna, una cama de notables dimensiones, una buena mesa, decoración urbana, televisión grande y todo lo que pudiéramos necesitar. Tenemos incluso albornoz y zapatillas, cosa poco habitual. Pero queda todavía lo mejor: acercarse al ventanal, abrir la cortina y… saludar a Manhattan. A menos de una milla tenemos la silueta del Empire State Building, el Chrysler Building, las Naciones Unidas, la luz que emana de Times Square, el foco de la Freedom Tower. Las vistas era uno de los reclamos más utilizados por el hotel, y con toda la razón. Otras ventajas a destacar son la conexión a Internet gratuita y sin restricciones, y algo que jamás habíamos disfrutado antes: la posibilidad de realizar llamadas internacionales desde la habitación sin cargo adicional. Encendemos el televisor y Nadal acaba de ganar hace unos minutos el US Open apenas a unas millas de nuestra posición. Sacamos y ordenamos todas las compras del día a ritmo de Padre de Familia primero y The Big Bang Theory después. Podemos ahora hacer balance de cómo ha sido la jornada consumista. Por parte de L, tenemos: 2 polos, 2 sudaderas, 4 tejanos, un par de zapatos, 2 jerseys, 4 camisetas de manga larga y 1 frasco de colonia. Por mi parte: 3 pares de zapatos, 2 camisas, 4 tejanos, 1 polar, 2 jerseys, 2 polos, 1 camiseta y 1 pantalón de pinzas. 16 artículos cada uno, 32 en total, y haciendo cuentas nos hemos gastado en total algo menos de 900 euros. La media es de 28 euros por prenda, lo cual tratándose de ropa que sabemos que nos va a durar bastante tiempo, entra en lo previsto. Y para colmo, estudiando la manera de incorporarlo al equipaje descubrimos que ni mucho menos estamos al límite de nuestra capacidad para el vuelo de regreso. ![]() ![]() ![]() Tras disfrutar levemente de las comodidades de la habitación y esa ducha que cumple con el buen aspecto que tenía, es hora de cerrar la jornada cuando se acerca peligrosamente la medianoche. Nuestro recién elaborado plan para mañana implica ponerse en pie antes de las 8:00 para poder llegar a tiempo al servicio gratuito de autobús que el hotel fleta hasta Manhattan. Volvemos a la gran manzana 4 años después, pero eso ya será otra historia. Etapas 10 a 12, total 18
Nota: Éste es nuestro tercer viaje a NY por lo que hay lugares que no visitamos. Si estás interesado en más información, consulta nuestros otros dos diarios:
www.losviajeros.com/ ...php?b=5108 www.losviajeros.com/ ...php?b=5051 10 de septiembre de 2013 Nuestro primer día completo en New York City empieza poco antes de las 7:00. La cama, si bien no es especialmente grande, sí que ha resultado cómoda. El poco ruido ambiental que supera la insonorizada ventana puedo combatirse con el que genera el aire acondicionado, dejado durante la noche a unos decentes 80 grados Fahrenheit (unos 26,5 grados Celsius). Como no podía ser de otra manera, la primera acción del día es abrir las cortinas y volver a disfrutar de las vistas desde el Z Hotel. Con luz del día, ahora podemos distinguir también parte de la fachada del Metlife Building, en el que las dos ocasiones anteriores era “nuestro barrio” al visitar la ciudad. El día ha amanecido bastante nublado y todavía perdura el intenso viento que nos dio la bienvenida ayer. Un hecho que no debemos pasar por alto cuando nuestra principal actividad del día incluye coger un ferry que nos lleve a Liberty Island. Antes de bajar al nivel de la calle, subimos en ascensor hasta la planta 12 para ser testigos de esa azotea de la que tanto presume el hotel en su página web. Es grande, con numerosos sofás repartidos por toda la superficie, numerosos altavoces instalados y un pequeño bar en el centro, confirmando que varios días a la semana se organizan fiestas urbanas de esas que tan de moda están últimamente. Y lo más importante, las vistas: orientadas hacia el mismo lugar que nuestra habitación, pero con la ventaja de tener un mayor campo de visión y haber ganado algo de altura. ![]() El Z Hotel habilita para sus huéspedes un servicio gratuito de shuttle para el trayecto desde el hotel en Queens hasta una esquina de Manhattan, cercana a la Quinta Avenida. El servicio tiene salida desde el hotel a cada hora en punto, y desde Manhattan a cada y media. Todavía faltan 10 minutos para las 8:00 cuando estamos ya frente a la entrada principal, en la que ya esperan entre 15 y 20 huéspedes. En el arcén tenemos ya aparcado el autobús: un vehículo que emula la estética y carrocería de los clásicos autobuses escolares, pero tachando toda referencia a escuelas con el logotipo del hotel. Parece algo pequeño, pero tenemos la confianza de que la gerencia debe ser previsora y tener una pequeña flota para dar cabida a cuantos huéspedes quieran disfrutar del servicio. ![]() Craso error. Un asiático que se encarga de conducir el bus abre las puertas, y obviamente las escasas 14 plazas quedan ocupadas enseguida. El resto nos apilamos de pie al fondo, pero el conductor no tarda en decirnos que debemos esperar al siguiente bus que llegará en cinco minutos. Sin motivos para desconfiar por ahora, nos apeamos y esperamos que lleguen esos prometidos refuerzos. Pasamos 15 minutos en el ligero frío de la calle, y no llega nadie. Pasan 30, y seguimos esperando. Momento en el que decidimos que o nos quedamos aquí hasta las 9:00, o tomamos la opción B de llegar hasta la estación de metro más cercana. Por lo menos al fin encontramos un punto negativo de un hotel que estaba resultando inquietantemente perfecto: esto descarta que la última noche alguien entre en la habitación para extraernos los riñones. Por buscar el lado positivo de las cosas, la larga espera ha servido para curiosear los aledaños del hotel. Esta zona de Queens está sitiada por dos tipos de establecimiento: los talleres, y las compañías de taxi. Es, sin exagerar, la versión en la VidaReal de los escenarios iniciales en el videojuego Grand Theft Auto IV, creyendo que en cualquier momento Niko Bellic aparecerá por una esquina. Las expectativas por lo que pueda llegar en unos días cuando se lance su sucesor ambientado en la costa oeste son muy altas. Gracias a que la conexión del hotel tiene alcance suficiente para conectarse desde la calle, consultamos Google Maps para investigar cual es nuestra mejor combinación de transporte público. Decidimos que debemos caminar 10 minutos hacia sur hasta llegar a Court Square, en la que un tren de la línea morada nos llevará hasta la Grand Central Station que es precisamente donde queremos empezar el día, así que al final casi será más rápida esta vía que la de coger la lanzadera del hotel. Echamos a andar por Queens y una de las primeras cosas que nos encontramos es una serie de autocares aparcados junto a una nave industrial en la que están montando algo parecido a un catering. No hay que echarle mucha imaginación para pensar que quizás estamos cerca de un set de rodaje. Es entonces cuando miro a la puerta de la nave y me encuentro un cartel indicando que dentro se está grabando Person of Interest, la serie de la CBS protagonizada por Jim Cazievel y Michael Emerson… un Emerson que precisamente llevo estampado en la camiseta de hoy, en alusión a su personaje de Benjamin Linus en la extinta Lost. Gran casualidad, gran suerte y hubiera sido el colmo toparme con él, pero lo máximo que conseguimos es ver a una ayudante de producción trayendo un par de pelotas de béisbol que asumo deben ser para el perro de Harold Finch, el personaje que Emerson interpreta en la serie. ![]() Todavía en shock por tan inesperado caramelo que nos hemos encontrado, llegamos a Court Square. Como es nuestro primer uso del metro de Nueva York en los siguientes tres días, es turno de sacar nuestros billetes. Tras evaluar las opciones disponibles, concluimos que la más conveniente es conseguir cada uno una Metrocard de 7 días por 31 dólares, ya que aunque nos sobren la mitad de los días económicamente resultará más barato que pagar todos los trayectos previstos en billetes sencillos. Conseguimos en el mostrador de información un mapa de la red de metro enorme, de esos que cuesta volver a plegar, y tomamos la línea 7 en dirección Manhattan. Salimos al exterior, y no podemos evitar esa sensación de sentirnos en casa. Para nosotros, el recuerdo de Nueva York está fuertemente vinculado a lo que tenemos ahora frente a nosotros: el cruce entre Park Avenue y la calle 42, con la majestuosa fachada de la Grand Central Station siendo testigo del bullicio de la ciudad por excelencia. Muchas cosas han cambiado desde aquella primera mañana en la que transitamos por aquí, hace ya más de 5 años. Por aquel entonces, todavía faltaban unos minutos para enamorarnos de la ciudad y en esos primeros instantes nos sentíamos superados por el ambiente, los ruidos, la velocidad a la que todo se movía. En aquella ocasión el trago del desayuno fue difícil, por culpa de un local en el que nos desenvolvíamos de la forma más torpe que un turista puede hacerlo, provocando colas y malentendidos con el personal. Ahora todo eso se transforma en un atractivo, motivo por el cual hemos decidido que nuestra primera mañana desayunaríamos en un sitio que ya pertenece a nuestra particular historia: Central Café. Encontramos su interior justo frente a una de las entradas la estación tal cual lo recordábamos: un par de islas con dulce y salado para servirse a granel, un mostrador al fondo con línea directa al cocinero en el que encargar comidas calientes, y sendas cajas acompañadas de servicio de cafetería en dos de los otros laterales. Ahora nos parece fácil, pero la primera vez costaba horrores entender cómo funcionaba el local. Cojo de una de las islas un muffin de banana y me acerco al mostrador para pedir una tortilla western para L. El cocinero es un espectáculo digno de presenciar: con los pies plantados en el suelo, parece tener ocho brazos mientras se encarga de preparar todos los pedidos él solo. El resto de ayudantes se limitan a poner a su alcance todos los ingredientes necesarios y envasar lo que va saliendo cocinado de la plancha. La magdalena, la tortilla, un té y un café nos cuesta un total de 9 dólares. No es un local apto para novatos pero una vez dominado el ritmo, no podría dejar de recomendarlo para desayunar y también para comer. Nos encontramos en las primeras horas de la mañana, es un día laborable y estamos transitando por uno de los centros neurálgicos de la ciudad. Dadas esas circunstancias, es lógico observar que la actividad en la zona es frenética y la gente parece multiplicarse por momentos. Más significante es la saturación de personal de seguridad de varios tipos que se encuentra desplegada por todo el perímetro y el interior de la Grand Central Station, recordándonos a todos los transeúntes que mañana mismo se celebra el duodécimo aniversario del atentado en el World Trade Center. Que en estos días la actualidad política la marque el creciente conflicto entre Estados Unidos y Siria también contribuye a la paranoia. Pasamos unos minutos en el gran y sobradamente conocido vestíbulo principal de la estación. Una mujer gruesa y afroamericana se acerca tímidamente a mí y me pregunta si sé donde se encuentra la Apple Store. Hasta hace unos segundos desconocía completamente que Apple había abierto una nueva tienda dentro de la misma estación, pero la brillante manzana en uno de los laterales la delata. Otro logro desbloqueado: que una persona con poco aspecto de turista te pida a ti indicaciones sobre un lugar. ![]() ![]() ![]() Empezamos a caminar hacia el oeste hasta Bryant Park, el cual encontramos en apenas 5 minutos cuando aparece la fachada contigua (y en obras, como siempre) de la biblioteca pública. Coincidimos con una clase de yoga en uno de los laterales del parque, y con un grupo cerca de asiáticos todos concentrados en las pantallas de sus Macbook. Parques urbanos y colectivos haciendo de todo, no cabe duda de que ya estamos en Manhattan. Recorro el perímetro del parque mientras L aprovecha la conexión a Internet municipal, y observo que aquí la guerra de fabricantes de ordenadores portátiles está reñida entre Apple y Lenovo. El cielo todavía sigue nublado, por lo que no queda más remedio que asumir el brillante y horrible blanco de las fotografías. ![]() ![]() ![]() ![]() ![]() ![]() Alcanzamos la meca del capitalismo, el punto de encuentro mundial… no se me ocurre nada que no se haya dicho ya acerca de Times Square. Este punto exacto fue el que hizo que nos enamoráramos al instante de la gran manzana. Parte del lugar sigue cubierto de vallas y grúas debido a la salomónica obra que planea convertirlo en un emplazamiento peatonal casi por completo. Aunque L dice que siempre fue así, no recordaba que la ciudad oliese tan mal. Somos dos cabezas más entre un mar de gente y más gente, pero por ahora todavía se puede caminar. ![]() ![]() ![]() ![]() Llegamos hasta las rojas escaleras cuya parte trasera ocultan las taquillas de TKTS, pero a esta hora permanecen cerradas. El funcionamiento de TKTS es sencillo: cada día, a una hora diferente según las sesiones que se celebren en esa fecha, las taquillas abren para dar salida a todas las entradas para espectáculos de Broadway que todavía no se han vendido. El principal reclamo es que lo hacen con jugosos descuentos, lo cual es de agradecer a sabiendas de que disfrutar de un musical en Nueva York rara vez supone un desembolso menor de 80 dólares, y eso siempre y cuando te conformes con una butaca en el peor ángulo y distancia posible. Todavía no tenemos claro si la planificación del viaje y, sobre todo, lo apartado que se encuentra nuestro hotel nos va a permitir quitarnos la cuenta pendiente de disfrutar de un musical. En cualquier caso, anoto el horario de los próximos días para estar preparado. En las escaleras, ahora los turistas pueden participar en una soberana tontería que consiste en que tus caras aparezcan proyectadas sobre una fotografía en la gran pantalla cercana. Y lo peor, es que hay cola. ![]() ![]() Nueva York sigue siendo el mismo festival de disfraces de siempre. Salvo que seas una estrella de la música, la televisión o el cine, o que vayas por la calle en ropa interior, es imposible que nadie repare en ti mientras caminas. Y esa última opción tampoco la daría por segura. La diversidad y absoluta libertad de aspecto de la gente con la que puedes cruzarte en apenas 100 metros es extrema. Cubierto el inevitable trámite de empezar la visita por “nuestro barrio”, tomamos ahora el metro para desplazarnos hasta lo más al sur de Manhattan, donde se inicia nuestra actividad estrella del día. Entre cuerpo de la cámara y objetivo, el chico sentado frente a mí en el vagón debe llevar colgado al cuello no menos de 5000 euros. Ya no siento ni envidia: el mundo de la fotografía es una amenaza para el bolsillo y en algún momento hay que poner freno para no hipotecarse por unas fotos. Volvemos a la superficie prácticamente ya dentro de Battery Park, donde hordas de voluntarios se encuentran limpiando el parque, así como varios policías acompañados de pastores alemanes, cosa de la que en absoluto pensamos objetar. Tenemos en Battery Park la fortaleza de Castle Clinton, antigua defensa de la ciudad que ahora hace las veces de estación marítima para los barcos que conectan Manhattan con Liberty Island. Un letrero junto a las taquillas informa de que ya no quedan entradas para acceder hasta la mismísima corona de la Estatua de la Libertad. No es ninguna sorpresa. Nosotros traemos ya las nuestras compradas con bastante antelación en Statue Cruises, la empresa encargada de las excursiones hasta el monumento. Existen tres tipos de entrada: las que simplemente te llevan hasta la isla, las que incluyen acceso al pedestal (ambas por 17$), y por último las que añaden al pack poder subir hasta el mirador habilitado en la corona de Miss Liberty, estas por un precio total de 20$. Sin embargo, el acceso a la corona está muy controlado y dosificado, lo cual sumado a que se volvió a habilitar el pasado 4 de julio tras el paso del huracán Sandy provoca que las entradas se agoten enseguida y sea difícil conseguirlas con menos de un mes o dos de antelación. En una taquilla especialmente habilitada para tal fin, entregamos nuestros recibos impresos desde la web y obtenemos nuestros dos billetes. ![]() A la espera de que se inicie el embarque, seguimos sin encontrar una conexión gratuita en condiciones. El día está siendo especialmente complicado al respecto: la red pública de Bryant Park era muy inestable, y en Times Square las pocas redes abiertas no inspiraban demasiada confianza. Somos los primeros de la cola que pone sus pies sobre el ferry, tras observar durante unos largos minutos cómo el pasaje del trayecto anterior lo abandonaba a través de una pasarela en perpetuo movimiento por el oleaje de la bahía. Entre las hordas de turistas, un par de monjes budistas de impecable naranja ataviados con sendos iPad bajo el brazo. A nuestra entrada nos vamos directos a la terraza superior, donde nos sentamos en la última fila de bancos, supuestamente el mejor lugar del navío para no acusar posibles mareos. Por el escenario, las numerosas señales de que nos encontramos en un National Park y el fuerte viento que golpea la cubierta, volvemos mentalmente 2 años atrás en el tiempo cuando esperamos a zarpar para visitar la isla de Alcatraz. La familia de sudamericanos que nos acompañan de pie tras nuestros asientos se lleva el premio a uno de los grupos más estúpidos que nos encontramos a lo largo del viaje. Comentarios absurdos sin fin, cuchicheos perfectamente audibles creyendo que ningún otro pasajero les debe entender cuando hablan en español… unas joyas, vaya. ![]() ![]() ![]() La inicialmente diminuta estatua en el horizonte va haciéndose más y más grande hasta que atracamos en uno de los embarcaderos de Liberty Island. Pasamos los primeros controles de entradas, en los cuales nos hacen ya entrega de una guía electrónica que nos irá ofreciendo un repaso por la historia y peculiaridades del lugar a medida que avancemos en la visita. Debemos, y esto es solo aplicable a los visitantes con acceso a la corona, dejar nuestras pertenencias en una taquilla electrónica a cambio de 2 dólares. La agente del parque encargada de dar el último visto bueno a nuestro acceso a la estatua se sorprende del extenso nombre de L, por el simple hecho de tener un nombre compuesto y los clásicos dos apellidos con los que aquí en EEUU no están tan familiarizados. Pasamos un último control de seguridad que roza la paranoia, y entonces sí que nos introducimos en la estructura que preside la isla. ![]() El primer tramo de ascenso hasta el pedestal puede realizarse tanto a pie como en ascensor. Como en tramos posteriores ya no tendremos esa opción, por ahora decidimos aprovecharla e ir por la vía sin esfuerzo. La agente encargada del ascensor nos dice que hemos venido en el mejor momento del año para visitar la corona, coincidiendo con la menor afluencia de público. ![]() ![]() Al fin, llega el momento de subir hasta lo más alto de Miss Liberty recorriendo sus entrañas. La subida consiste en una escalera de caracol oscura, claustrofóbica y muy justa en dimensiones, haciendo que me pregunta seriamente si el clásico estadounidense obeso podría siquiera intentar utilizarla. En previsión de que el ascenso puede hacerse algo pesado y mareante por girar permanentemente en la misma dirección, cada puñado de escalones se habilita un pequeño apartadero en el que detenerse durante unos segundos y, ya de paso, ver con más calma y cuando las pupilas se dilaten lo suficiente el otro lado de ese azul pálido tan característico de la estatua. Tal y como nos habían informado, el acceso a la corona está cualquier cosa menos concurrido, adelantando únicamente un par de señoras de risa nerviosa que parecen estar pasando apuros para llegar al final del camino. ![]() Llegamos a la corona, donde nos espera solo otro turista más y Peter, el Ranger asiático que en esos momentos está cubriendo la supervisión del acceso hasta aquí. La corona es una superficie de apenas 5 o 6 metros cuadrados en la que poder asomar la vista a través de los orificios que la estatua tiene realizados en la corona. En ellos se puede divisar, sin demasiado detalle, lugares como el Downtown de Manhattan. Asomándose todo lo posible a la derecha y muy por los pelos, vemos un pedacito de la antorcha que la Estatua está sujetando en alto. Charlamos un rato con Peter, al que cuando le pregunto si una pequeña isla que se divisa en una de las ventanas en Governors Island, asume que debo ser neoyorkino o por lo menos llevar ya un tiempo viviendo en la ciudad. Se echa a reír cuando le respondo que es la suma de visitar mucho la ciudad y haber jugado al Grand Theft Auto IV, y supongo que mientras ríe debe avisar a medio FBI para que me esté esperando a la salida. ![]() ![]() Pasamos alrededor de 15 minutos aquí arriba. Visitar la corona no tiene un gran valor añadido en lo que a vistas se refiere, pero sí en cuanto a lugar simbólico. El ascenso, y saberse dentro y en las alturas de ese icono del mundo universalmente reconocido, creo que es una sensación que merece la pena los 3 dólares más que cuesta poder llegar hasta aquí. Buscando unas buenas vistas, no lo aconsejaría. Empezamos a recorrer en sentido inverso lo que antes hemos tenido que ascender. Primero hasta alcanzar el pedestal, cuyo atractivo reside en un pequeño pasillo de apenas metro y medio de ancho que rodea completamente la base de la estatua. Y luego hasta la base, esa robusta construcción en forma de estrella y sobradamente amplia, consiguiendo una distancia respecto a la estatua que ya empieza a permitir hacer fotos en contrapicado en las que la silueta de la dama sea reconocible. Intercambiamos el favor de hacernos fotografías con una pareja de padre e hija, y cuando a la pregunta acerca de nuestro origen contestamos que Mallorca en España, se interesa por saber si en dicha región está presente también la disputa entre el español y el catalán. Aunque la fama sea que los estadounidenses tienen una cultura muy limitada, siempre puede encontrarse a algún nativo que parece saber mucho más que situar a España lejos de Sudamérica. Cuando ya nos estamos despidiendo, desde la distancia grita un “Nice shirt! Very retro!” en alusión a la camiseta de KISS que he sacado hoy de la maleta. ![]() ![]() Nos reencontramos con nuestra taquilla, de la que recuperamos todas nuestras cosas excepto los 2 dólares, que no se tratan de ninguna fianza. Afortunadamente, no estuve obligado a dejar aquí la cámara de fotos, eso hubiera sido absurdo y solo al nivel de las estúpidas medidas de seguridad del Palacio Real de Aranjuez. Devolvemos también las audio guías: en un principio empezamos a utilizarla, pero con tanto ascensor, escalera y por vivir el momento nos hemos olvidado completamente de ellas y apenas las hemos aprovechado. Por lo menos no hemos pagado de más por ellas: cualquier entrada a la estatua a partir del pedestal ya incluye la entrega del aparato. Todavía dentro del recinto del Parque Nacional, una carpa ofrece “Certificados de asistencia a la estatua”, una soberana tontería que ni tratándose de algo gratuito me interesa. ¿No será más valioso una foto que un trozo de papel que puedes hacerte en tu casa? Evidentemente y como cualquier cosa habilitada para turistas, hay colas para conseguir el tuyo. ![]() ![]() Me aso como un pollo en la cubierta del ferry mientras esperamos que complete su carga e iniciemos la travesía de vuelta. Zarpamos echando un último vistazo a la Estatua de la Libertad, satisfechos con la decisión de realizar una visita que habíamos omitido las dos ocasiones anteriores. Las vistas en la aproximación al distrito comercial desde el agua mejoran respecto a las de la ida, gracias a que el cielo se ha despejado un poco y la visibilidad es mejor. La Freedom Tower inaugurada recientemente en el solar de las difuntas Torres Gemelas destaca doblando la altura respecto a la mayoría de edificios vecinos. Es inevitable pensar en cómo debía ser esta misma panorámica con las torres todavía en pie. Desgraciadamente no llegamos a tiempo para comprobarlo. ![]() ![]() ![]() Volvemos a tocar tierra en Battery Park, cuya extensión está ocupada por obras de remodelación y mantenimiento es más de la mitad de su superficie. El plan inicial era buscar un local de comida para llevar y disfrutarla en el parque, pero la falta de lugares donde asentarnos nos hace cambiar de idea. Decidimos caminar a la búsqueda de algo que nos apetezca través de lo más popular del distrito financiero, lo cual nos lleva a pasar por el “Toro de Wall Street” y el edificio de la bolsa de Nueva York, lugares que ya tenemos más que vistos y en los que no nos detenemos más de lo estrictamente necesario. Cuando casi nos dábamos por vencidos creyendo que todo local sería excesivamente caro debido a la afluencia de hombres de negocios, encontramos un tal Open Kitchen que, si bien no tan austero como buscábamos, nos vale. ![]() ![]() Open Kitchen no es al 100% un clásico “deli” de Nueva York, pero se acerca bastante. Este tipo de locales es una de nuestras opciones favoritas cuando visitamos la ciudad, ya que estás menos condicionado a un menú y raciones que normalmente superan la cantidad a la que estás acostumbrado, y en su lugar tu eliges a granel qué y cuánto quieres comer, cobrándote únicamente en función del peso de lo que hayas cogido. Así funciona también este local, situado en el número 15 de William Street. El precio es de 4,75 dólares por cada media libra de peso, y mientras L se inclina más a la isla de comidas calientes yo voy más a la de frías. Acabamos pagando, incluyendo una Pepsi para compartir, 21 dólares en total. Tras un buen puñado de horas desde que abandonamos el hotel volvemos a tener una conexión a Internet estable, pero justo en esta ocasión que tenemos varias fotografías en la cola de pendientes, el servicio de Instagram parece estar fuera de servicio. Pasamos un buen rato en el local, prácticamente para nosotros solos a excepción de alguna otra pareja y algún comensal solitario concentrado en su portátil. En el hilo musical suena Free Bird de Lynyrd Skynyrd, y con eso consiguen que les perdona el, para variar, aire acondicionado extremo que nos hace añorar una buena chaqueta. Llenado el estómago, alcanzamos la estación de Fulton Street en la que podemos tomar la línea azul en dirección Uptown hasta la calle 23. Es allí dónde tenemos marcado otro punto de interés que por desconocimiento no habíamos visitado en nuestras anteriores visitas: el High Line Park. Hubo un tiempo en el que muchas de las millas que recorría el metro de Nueva York a su paso por Manhattan ocurrían encima de la superficie, dando lugar a esas vías de tren elevadas varios metros del nivel de la calle gracias a robustos andamios de hierro. La evolución de la ciudad y, supongo, lo jugoso de disponer de más espacio en el que construir más edificios y rascacielos altamente cotizados, llevó a que poco a poco el tráfico ferroviario quedase totalmente relegado a lo subterráneo, dejando las vías elevadas como un recuerdo que solo sigue vigente en otros barrios como el de Queens. High Line es un parque que reutiliza un tramo de esas vías clásicas de Manhattan, concretamente el que cubre la alrededor de milla y media que va desde la calle 30 hasta la 15. En lo que antes eran vías y cableado ahora se extiende un suelo de tablones de madera sobre el que se han plantado flores y plantas aquí y allá para darle el aspecto de un jardín alargado en plena ciudad. Se ha convertido en un lugar del agrado de los “modernos”, por lo que no es raro encontrárselo ocupado por artistas callejeros de todo tipo tal que pintores o fotógrafos urbanos. Alcanzamos el parque tras superar 2 o 3 manzanas desde que salimos de la estación. Según nos aproximamos, ya podemos ver árboles y arbustos asomando por encima de esa vía que sigue en pie varios metros por encima de nuestras cabezas. Subimos por las escaleras y caminamos un poco sobre él hasta llegar a unos tentadores escalones en los que la gente descansa. El concepto es interesante y la aparente tranquilidad del lugar consigue aislar en mayor o menor medida del bullicio de la ciudad, que ya de hecho es menor en esta zona, la de Chelsea en el West Side de Manhattan. ![]() ![]() ![]() ![]() ![]() ![]() Siendo algo menos de las 18:00, nos quedaríamos aquí un rato más con el mero objetivo de relajarnos. Pero entonces el cielo parece abrirse definitivamente, y la posibilidad de que haya mejorado la visibilidad nos hace plantear añadir un hito más a la jornada de hoy. Subir al Top of the Rock, la azotea en lo alto del Rockefeller Center, es siempre un obligatorio de nuestras visitas, y siempre nos gusta llegar unos minutos antes del atardecer para poder disfrutar de la ciudad con y sin luz natural en una misma visita. Decididos, resulta que no tenemos mucho tiempo que perder y debemos salir a toda prisa hacia el este, así que por desgracia no podremos hacer un mayor recorrido de High Line. Otra vez hacia el metro, demostrando que nuestra decisión de sacar el abono de 7 días para el transporte público era la decisión correcta. Llegamos al cruce entre la calle 53 y la Quinta Avenida, que nos obliga a recorrer un par de manzanas por la considerada calle más cara de la ciudad hasta alcanzar la estatua del Atlas sosteniendo el mundo en este lateral del Rockefeller Center. Cruzamos Rockefeller Plaza para así descubrir que, a diferencia de las veces anteriores, ya no es en una taquilla en plena calle donde se consiguen las entradas para el mirador, si no que han ubicado los mostradores para tal fin dentro del propio edificio. El interior es un caos, haciéndonos dudar seriamente de lo adecuado de juntar en los mismos vestíbulos tanto los que ya tienen entrada como a los que todavía deben conseguirla. El resultado son aglomeraciones y demasiada gente para un espacio relativamente pequeño. ![]() Nosotros, afortunadamente, no tendremos que sufrirlo mucho tiempo. Traemos nuestras entradas ya compradas con antelación mediante el portal de Hotelopia, en el que gracias a un descuento para empleados del grupo TUI pude conseguir ambas entradas por 30 euros, casi 10 euros menos de lo que costarían según el precio de la web oficial. El chico que debe canjear nuestro recibo por las dos entradas definitivas tiene dificultades para entender el resguardo de Hotelopia, pero finalmente nos entrega nuestros tickets. El acceso al ascensor que nos lleva hasta la cima es escalonado, y nuestro turno es el de las 18:35. Apenas debemos esperar 10 minutos en la tienda de regalos hasta que llega nuestro turno y podemos acceder al primer vestíbulo, donde una monstruosa lámpara de cristales de Swarovski acapara toda la atención. Superado el primer ascensor que apenas remonta un par de plantas, pasamos nuestras cosas por el control de seguridad y nadie me impide pasar con mi botella de agua, pese a las indicaciones que supuestamente instan a no pasar con ningún tipo de comida ni bebida. Finalmente entramos en uno de los varios ascensores que suben en cuestión de segundos los más de 60 niveles restantes, como siempre amenizados por una proyección en el techo de la cabina con una historia extremadamente condensada de los Estados Unidos. ![]() El Top of the Rock siempre ha sido uno de nuestros puntos de referencia en Nueva York. De esos que, cuando un amigo te dice que está planeando visitar la ciudad y quiere consejos sobre qué visitar, siempre aparecen entre los dos o tres puntos de obligado paso. Siempre lo hemos preferido al Empire State Building, al que subimos una sola vez y cuyo estrecho pasillo de la azotea con una densa rejilla separándote de las vistas nos animó a no volver a hacerlo. En lo más alto del Rockefeller Center, sin embargo, tenemos numerosas terrazas bastante amplias, algunas protegidas por paneles de metacrilato transparentes y la más alta de todas, ni siquiera por eso. Además, las vistas son más variadas: mientras que por un lado tenemos Central Park, por el otro tenemos absolutamente toda la zona media y sur de Manhattan, presidida precisamente por la característica silueta del Empire State. Sin embargo nuestro idilio con el TOTR estaba a punto de diluirse. Y es que cuando el ascensor se detiene y accedemos a las terrazas el problema es evidente: se ha popularizado muchísimo en los últimos años. Anteriormente la afluencia de gente era notable pero sin alcanzar cotas molestas. Sin embargo, en esta tercera iteración nos encontramos todo el lugar saturado, y no digamos ya el nivel superior sin nada que obstaculice la vista de la ciudad, donde el único modo de conseguir un hueco en primera línea es aguantar pacientemente a que alguien se marche. Y a esta hora, la hora clave del atardecer, ni eso: todos los que han encontrado un sitio privilegiado no piensan renunciar a él así como así. ![]() No obstante disfrutamos de las vistas consiguiendo algún punto en el que poder asomar la mirada entre la nube de cabezas. Vemos toda la extensión de Central Park antes de que al anochecer quede totalmente escondido por la ausencia de luz artificial. Cuando el sol empieza a remitir, cambiamos de lateral para disfrutar del espectáculo del Midtown a medida que las miles de luces procedentes de las oficinas y rascacielos se enciendan gradualmente. Para conseguir alguna fotografía o vídeo, toca tirar de un poco de ingenio. Saco de mi mochila el trípode fotográfico, me aseguro de que la cámara está bien fijada, programo el temporizador entre captura y captura y la elevo por encima de las cabezas. Evidentemente en estas condiciones no me queda más remedio que configurar la cámara con la velocidad de obturación más baja posible, ajustando la ISO y la profundidad de campo a lo mínimo requerido. No son las mejores fotos, pero por lo menos puedo hacer alguna. ![]() ![]() ![]() ![]() Tras una media hora de movilidad reducida en la terraza superior, decidimos volver hacia una de las intermedias, de las protegidas con mamparas. Por lo menos aquí hay varios bancos de madera en los que conseguimos sentarnos para observar la frenética ida y venida de gente en todas direcciones, mientras de fondo Manhattan va oscureciéndose y continúa el espectáculo de los miles de puntos brillantes. Parece que por mucho que pasen los años, la gente no acaba de entender que utilizar el flash cuando haces una foto a objetos que se encuentran a cientos de metros es de lo más absurdo. No digamos ya si entre el motivo de la foto y el fotógrafo hay una superficie reflectante que va a provocar que tu instantánea sea un bonito punto de luz rodeado de la más absoluta nada. Aprovechando la escasa separación entre mamparas y apoyado de la mejor manera posible, hago algunas fotografías más ahora que ya ha anochecido por completo, siendo consciente de que visto el escenario esta sea probablemente la última vez que tenga frente a mí estas vistas en mucho, mucho tiempo, por lo menos hasta que la Freedom Tower habilite su propio mirador como espero que tengan proyectado, y ello provoque que el público ávido de paisaje urbano tenga más lugares donde repartirse y no quede todo concentrado en el mismo lugar. ![]() ![]() Son ya las 21:15 horas. Llevamos 13 horas por las calles desde que salimos de Queens y lo notamos en el físico y en el ánimo. Es hora de romper filas y regresar al hotel, para el cual decidimos prescindir del autobús lanzadera ya que cuesta creer que en 15 minutos vayamos a conseguir llegar al punto de salida, y en caso de no conseguirlo no podríamos volver a intentarlo hasta las 22:30, demasiado tarde para nosotros. Por ese motivo, aprovechamos la conexión abierta en la azotea del Rockefeller Center para buscar nuestra mejor opción de transporte público, que resulta ser caminar un par de bloques hasta coger la línea naranja y llegar a Court Square, la misma estación de Queens en la que iniciamos nuestra excursión de hoy. Volvemos a la superficie y recorremos en sentido inverso los 15 minutos a pie de esta mañana que separan la estación de metro y el hotel. Esta zona de Queens, la más cercana al río, es extremadamente solitaria, pero en ningún momento alcanza a transmitirnos sensación de inseguridad. Apenas quedan un par de “delis” y un restaurante abierto, por lo que no es la mejor zona en la que salir a encontrar algo para cenar sin un plan previo. Hemos superado ya las 22:00 cuando estamos de vuelta en nuestra habitación, tan agotados que ni siquiera nos recreamos demasiado en las vistas hacia ese hormiguero del que acabamos de regresar. Ha sido un día completo y muy intenso: no importa cuantas veces hayas estado antes, ni como de holgada quieras hacer tu planificación: en Manhattan hay siempre algo más que ver, algún punto de interés más que improvisar, y el tiempo siempre te parecerá insuficiente. Nota: Más información sobre éste y otros viajes en: albertobastos.info/ ...costaeste/ Etapas 10 a 12, total 18
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