Hoy me dedico a hacer foto callejera. Llamarlo así es una chulería por mi parte, porque planto el tele y hago retratos, pero alguno me gusta mucho a pesar de que me temo que no está muy enfocado. Cuando veo el cartel de Spiderman en el Hudson Theatre, descubro que mi tarjeta de ocho gigas no funciona. Vuelta a la B&H, compro dos (al único dependiente de la segunda planta que no habla español, un chaval muy lindo, gordete, con la kippá que me trae tantos recuerdos porque hacía diez años que no formaba parte de mi paisaje cotidiano), las pruebo y cojo el metro para ir a Columbus Circle. Pensaba comprar algo en Whole Foods Market (un sitio de lo más voluptuoso con todo lo que uno pueda imaginar) y llevármelo a Central Park, pero mañana bajarán drásticamente las temperaturas y puede ser un mejor día (se supone, de todos modos, que se acerca un huracán). Además, mañana hemos quedado para salir por la noche. Robert es amigo de alguien que es amigo, creo, de una periodista de la ETB y no sé qué vamos a hacer.

Creo que me va a parecer pronto que vivo aquí, por esas cotidianeidades varias: sacar a Boule a pasear, hablar con Robert y contarnos qué tal el día, que me prepare la cena, comer sushi tranquilamente en el Whole Foods Market, escuchar jazz en cualquier bar tomando un café mientras escribo.

Vuelvo a recorrer Broadway y vuelvo, también, a Times Square (pero no encuentro el edificio Condé Nast). Es de día, pero tampoco me apasiona: veo muchas tiendas de souvenirs horteras, demasiadas lucecitas (hasta en la entrada del metro) y sigue habiendo mucha gente. Pero, de pronto, en una de esas tiendas cuajadas de bolas de nieve y estatuas de la Libertad, suena Bon Jovi a todo trapo. Entonces sí: miro hacia arriba, veo el reloj, canto y sonrío.
Estoy en Nueva York.

2 de septiembre de 2010.