Por primera vez en todo el viaje, llovizna, lo cual en vista de la intención de hoy de visitar los barrios religiosos al norte de la ciudad histórica, es toda una señal divina que nos muestra el camino a seguir de austeridad y recogimiento
Para hacer la romería, seguimos otra vez los railes del tranvia, pero esta vez alejándonos de la zona monumental en dirección al aeropuerto, hasta llegar a la altura del bulevard Ataturk en la parada de Aksaray. Como el llamado bulevard es en la práctica una autopista urbana que se dirige al puente de Ataturk, evitamos el monóxido de carbono, virando antes por la paralela Gençtürk caddesi, y metiéndonos por esa zona occidentalmente despersonalizada, con muchas tiendas y almacenes textiles, hoteles de categoría intermedia, y cercada por grandes redes viarias, y ascendemos haciendo quiebros hasta las inmensas explanadas abiertas en el enclave del acueducto de Valente.
Situados frente a él en una isla peatonal sobre la autopista, los coches pasan por debajo, antes de atravesar los milenarios arcos del acueducto, en dirección a los rascacielos de la ciudad nueva, cuya silueta se ve recortada en ellos. Cruzamos y entramos en el parque de Fatih, para cruzar el acueducto y llegar a la rambla calle itfaiye que nace en uno de sus arcos, al lado del complejo de la mezquita de Gazanfer Aga, actualmente un museo del comic y el humor. En esa corta pero gustosísima rambla, se ubican a uno y otro lado, varias carnicerias y multitud de queserías, con los productos expuestos en las puertas, formando parte del Kadinlar Pazari, junto a varias terrazas de restaurantes, entre ellos uno especialmente recomendable, el Büryanci Osman, que sirven comida de Siirt, y que hacen unos geniales Buryan Kebap de cordero jugoso con pan pide abierto, por unas pocas liras.
La mezquita de Fatih queda un poco más arriba, y ya se divisa desde las calles que suben a ella desde la rambla, y por las que caminan looks y ropas musulmanas. Cuando entramos al patio de la mezquita, nos sentamos un rato en un banco a fumar, antes de cruzar al otro lado para salir por las calles del barrio en dirección norte. Algunas gotas y el cielo gris, acentuan el aire devoto de las vestimentas y las barbas largas que cruzan delante nuestro por la explanada. Al salir por un arco a Fatih caddesi, aparecen de nuevo los comercios y la laboriosidad discreta de la zona. Tiendas de miel, carnicerias, algún supermercado, droguerías, queserías, artesanos, pero todas con una sensación de celo de la intimidad. Continuamos la caminata, ascendiendo un poco más, pero ya tomando curva hacia el Cuerno de Oro, para entrar en el barrio griego ortodoxo de Fener, punto final de la subida, porque esta vez no llegaremos hasta Balat y Eyup.
En la linde con Fatih, al principio de una calle ladera abajo de Fener, encuentro una tienda interesante de escaparate mínimo. Es de objetos religiosos, pero me llama la atencion la parte de abajo del aparador, en la que tiene una exposición de navajas. Entramos, y un chaval joven de barba larga, con rosario en la mano contando cuentas, y gorro y túnica blanca, se queda mirando con recelo sin casi responder al saludo, como no entendiendo, o molesto con nuestra presencia. Veo 3 o 4 navajas que le señalo y me saca del escaparate, y le pido precio por dos, que aunque dudo si comprar porque me obliga a facturar en el vuelo de vuelta, decido llevármelas porque me parecen dos navajas de viaje fantásticas, por las 20 liras (9 euros) que me pide por cada una de ellas. Una es una “sterling” americana de cacha de madera y la otra es una “extrema ratio col moschin” italiana de hoja de acero bruñido, que cuestan más de 200 euros cada una. Hay buenas cuchillerías en Estambul, algunas interesantes por la zona exterior del Bazar Egipcio en Eminonu, para quien suela llevar navajas de viaje.
Al salir, en el comercio de al lado, una tendera con chador negro, que solo le deja al descubierto la cara, trata como si fuera un pivot de baloncesto, de colgar una percha con una prenda, atinando en un gancho sobre la persiana de la puerta. El viento sopla fuerte, y el gancho está alto, así que se tira un buen rato hasta que lo consigue, mientras nosotros pasamos a su lado, y nos metemos por la callejuela de la esquina, de casas coloreadas, y adoquines que hay que pisar con tiento. En un rato de zigzag, aparecemos en la base de la antiquísima escuela ortodoxa griega, que llaman popularmente el castillo rojo, por su evidente estampa. Trepamos por la calle lateral, y bordeándolo, iniciamos la bajada de la colina hacia la orilla del Cuerno de Oro, por una rampa más que calle. No hay gente por la calle, y vamos pausadamente con cuidado de no resbalar. En una tienda de ultramarinos del barrio, con enseres de cocina y ferretería, entramos a echar un vistazo a los packs de 6 vasos de çay que hemos visto desde fuera. Son los típicos vasos de té en forma de tulipán, y son bonitos porque son sencillos y no recargados vasos de souvenir. Nos cuestan apenas 2 euros y pico, y nos vamos con ellos a seguir el descenso hacia la falda de la colina.
Esta parte del barrio es tranquila y antigua. Las casas son de madera, hay bastantes desmoronadas, y el aire huele a leña o hulla de las calefacciones. Las calles son empinadas y con vericuetos, y no hay prácticamente comercios. Al llegar abajo, nos sentamos a tomar un té, en los pequeños taburetes de la terraza cubierta de una cafetería, mientras enfrente nuestro, un guía introduce en una tienda de souvenirs, a un grupo de turistas bajados de un autocar que ha aparcado en la avenida, y que van rodeados de moscones vendedores con las tonterías colgando en las extremidades, el cuello y las orejas si hace falta.
Como la avenida de la orilla europea del Cuerno de Oro es inhóspita, al igual que la mayoría de vías de las riberas de Estambul, la cruzamos para transitar por las pequeñas zonas ajardinadas del paseo marítimo, pegado a los embarcaderos y muelles de atraque, donde el ambiente es común al resto de paseos similares: pescadores, barcos de venta de bocadillos de pescado, restaurantes...
Antes de llegar al puente de Gálata, volvemos a cruzar la avenida, para coger la calle paralela que va a parar detrás del Bazar Egipcio, para luego subir en diagonal hacia la zona del hotel, por las aceras del histórico bazar de Mahmutpasa. En esa calle de ferreterías, cajas fuertes, cuchillerías, vajillas, y cacharrería en general, llamada Hasircilar caddesi, se encuentra en el lado izquierdo, dos manzanas antes de llegar a los muros del bazar egipcio, la escondida y ya no tan desconocida mezquita de Rüstem Paşa, que se encuentra en un primer piso sin ascensor, pero que merece una visita porque es un bonito y agradable rincón, sobre el barullo del bazar, aunque solo sea para sentarse en la alfombra y contar azulejos de Iznik.
Tras una buena meditación y sacarle el pañuelo a Eminonu, viene la inyección en la corriente de Mahmutpasa. Comercios a ambos lados, uno tras otro, compitiendo por un premio al más friki, en los que puedes encontrar una cabra disecada en la puerta de unos almacenes de ropa interior, frente a una tienda de grifería y sanitarios. Es un hormiguero con riadas de gente, sobre todo turcos, de compras en los comercios más inverosímiles. Trajes de gala, rollo príncipe otomano con capa, para la ceremonia de circuncisión del niño, el pijamita para la noche, el bolso para la mamá, los zapatos para el papá, los pañuelos para los abuelos; tiendas de cosméticos, ropa de marca falsa, diamantes y oro en joyas de miles de euros, vestimenta islámica ceremonial, prendas deportivas, y una legión de ambulantes. Toda la clientela tiene a su disposición a la hora de comer, un montón de sitios baratos y kebaps por la zona. En fin, surrealismo comercial para toda la familia, zigzagueando por el asfalto, equipada con ropa interior de lana.
A mí me entra la claustrofobia ya que apenas se puede caminar, y viramos a la izquierda hacia Cemberlitas, parando únicamente en un super DIA, a comprar el pack de 6 Efes pertinente, que descargamos en la nevera de la habitación del hotel unos minutos después. Comida de subsistencia, y nos introducimos de nuevo en el Gran Bazar, con un único objetivo: la compra de amuletos de ojos, los más pequeños, para vencer el mal de ojo, valga la redundancia, y que creo que debe haber pocas personas que no los hayan visto alguna vez en alguno de sus múltiples formatos, el típico de fondo azul, los engarzados en plata o en oro, el sumado al poder de una mano de Fátima, los multicolores, en llavero, etc. Comprados los susodichos, unos 10 del tamaño de un botón con pizca de plata, a 1 euro la pieza, con una hora de recorrido basta para aburrirse de mercaderes y mercancía clonada. Dejamos ojos en el hotel para que no nos roben la habitación, y cogemos nuestro querido tranvía a Beyoglu, a cantar bajo la lluvia, ahora más intensa.
Tras subir por la calle de los humanos inclinados, nos sentamos a recuperarnos del esfuerzo en una mesita exterior de una cafetería turística de la base de la torre Gálata, que vigila el barrio. Música, cervezas y turistas, viajeros, turcos y perros, vagabundos, camareros y frutos secos. Todos pululan por esa plaza. Después de las Efes, como nos queremos duchar antes de las 8 que cierran, tras cotizar las 10 liras que cuesta subirse al ascensor, acabamos en la atalaya de la tower, dando una vuelta al ruedo con dos orejas congeladas, para disfrutar de las vistas y los nubarrones, eso sí, como todos los demás giradores, arrimándonos a los muros tratando de protegernos de la lluvia con la mínima cornisa de esta torre construida en el 528, con una altura de 61 metros, y un grosor de muros de 3'75 metros. Para más datos: la red. Fin