La espesidad boscosa y su húmedo y frío clima es una de las cosas que más sorprenden de Athos, especialmente después de venir de las estepas áridas y calurosas del resto de Grecia.
En la parte nororiental de Athos da poco sol directo y se eleva bastante sobre el nivel del mar, por lo que recoge toda la humedad que se evapora del mismo y la acumula en espesas nieblas que, diríase todos los días del año, envuelven los húmedos bosques de castaños que copan la península de Athos.
NUESTRA EXPERIENCIA EN ATHOS
Debían ser las tres de la tarde cuando salimos del monasterio de Koutloumousiou, junto a Karyes, para cruzar el bosque y dirigirnos al monasterio de Philotheo donde pasaríamos la noche, a unas cuatro horas a pie.
Tomamos el camino, bien señalizado, con la moral alta pero con la duda del siguiente paso. La primera parte, estrecha, de piedras y con una espesa alfombra de castañas nos iba informando, sin nosotros saberlo, de la dureza del camino que nos esperaba.
Pocos minutos después el sendero desembocó en una ancha pista, llana y cómoda, por la que caminamos durante más de una hora. Al poco nos topamos con un monje anciano, al que de lejos nos atrevimos a hacerle una foto.
Ya con las tripas empezando a rugir llegamos a una encrucijada por la que debíamos desviarnos por un espeso camino de trazado incierto. Hora y media más tarde, surgió de entre los árboles un joven monje. Nos preguntó de dónde veníamos y hacia dónde íbamos y nos dijo que el monasterio al cual íbamos y del cual él venía estaba aún a una hora y media de camino. Nos despedimos y, hambrientos y resignados, continuamos nuestra pequeña odisea.
El atardecer ya hacía rato que venía amenazando cuando empezamos a preocuparnos realmente por nuestra situación. La luz había menguado tan lentamente que aún nos sentíamos cómodos caminando por el estrecho sendero, aunque estábamos agotados y algo desesperados, sufriendo por si tendríamos que pasar la noche a la intemperie en mitad del bosque.
Pero cuando ya andábamos como autómatas, cada vez más rápido, apareció entre la espesura del bosque un pequeño puente, primer signo de civilización desde hacía más de tres horas y, tras él, unas escaleras que trepaban por una pared natural tras la cual se alzaban algunas torres. Subimos las escaleras y en un momento nos plantamos ante la puerta de la muralla y entramos. Un amabilísmo monje nos acogió y, con cierta cara de preocupación, nos informó de nuestra suerte ya que estaban a punto de cerrar las puertas. Habíamos llegado a Philotheou.



