Nuestra idea era ver todo lo que queríamos ver de Segovia el día anterior, pero no nos fue posible, así que, después de desayunar en un carísimo bar de la calle Cervantes, y de recoger nuestro equipaje, recogimos nuestro coche y nos fuimos hacia el Parque del Alcázar, siguiendo el camino de las murallas del norte. Desde este parque es desde donde se tienen las mejores vistas del alcázar, por lo que era obligado acercarse para hacer fotos.
Eso nos permitió entrar en la única iglesia abierta que encontramos, y estaba abierta porque había que pagar, la iglesia de la Vera Cruz, un templo erigido en el siglo XII por lo templarios, siendo un templo de cuerpo dodecagonal, con una nave circular que gira en torno a un edículo de dos plantas. Los ábsides y el campanario se añadieron después, y hoy es uno de los templos de este estilo mejor conservados de Europa. Entrar vale 2 euros.
Después de las fotos de rigor, nos dirigimos hacia la Granja de San Ildefonso, pero antes hicimos una parada en una de las joyas más desconocidas de la ciudad, el Monasterio de San Antonio el Real. Se trata de un monasterio del siglo XV que aun hoy mantiene a un grupo de monjas de clausura.
La iglesia se puede ver sin pagar entrada, y presenta unos techos muy ornamentados, además de un retablo policromado con un centenar de figuras. La visita al complejo es guiada y cuesta 2 euros. Los techos tanto de la sacristía, el claustro y el resto de dependencias, son una maravilla, tanto como los del Alcázar, con la diferencia de que estos son originales del siglo XVI, conservados gracias al cierre de las arquerías del claustro. La Sala Capitular, con un techo dorado decorado con estrellas y motivos geométricos es impresionante. Nadie debería perderse este monasterio.
Ahora sí, nos dirigimos a la Granja. La Granja de San Ildefonso es un pueblo de unos 6000 habitantes conocido por poseer el Palacio Real de la Granja, un gran complejo palaciego de estilo barroco, construido en 1721 por orden de Felipe V, quien tenía la idea de construir un palacio que le recordara a su añorada corte en Francia. Está formado por varios edificios, como la Real Colegiata de la Santísima Trinidad o el Museo de Tapices, además de los jardines de Carlier, de estilo versallesco. La entrada son 9 euros, y comprende el palacio, el Museo de tapices, la Real Colegiata y el Palacio Real de Riofrío, a escasos kilómetros de aquí. No se pueden hacer fotos en el interior.
El Museo de Tapices es bastante interesante, aunque los gigantescos tapices me parecen un poco complejos de ver, con la cantidad de personajes abigarrados. La visita al palacio no es muy distinta a la de cualquier otro palacio de la misma época, pues la verdad es que son todos similares…
La Real Colegiata es una iglesia muy bonita, blanca y dorada, que acoge la sepultura de Felipe V e Isabel de Farnesio, en la llamada Sala de las Reliquias. Los jardines merecen una gran paseo, pues son enormes (nosotros no los vimos enteros). La pena es que las fuentes estaban apagadas, por lo que pierde algo de encanto, pero aun así, merece la pena descubrirlos poco a poco. Están plagados de parterres de flores, fuentes y esculturas, la mayoría de ellas de color cobrizo.
Con el palacio visto (en el que se puede pasar toda la mañana o el día si se quiere), ya solo nos quedaba comer, algo que hicimos en una bocatería cercana al palacio (el único local que no tenía precios astronómicos), e iniciar el largo camino de regreso a casa.

Eso nos permitió entrar en la única iglesia abierta que encontramos, y estaba abierta porque había que pagar, la iglesia de la Vera Cruz, un templo erigido en el siglo XII por lo templarios, siendo un templo de cuerpo dodecagonal, con una nave circular que gira en torno a un edículo de dos plantas. Los ábsides y el campanario se añadieron después, y hoy es uno de los templos de este estilo mejor conservados de Europa. Entrar vale 2 euros.

Después de las fotos de rigor, nos dirigimos hacia la Granja de San Ildefonso, pero antes hicimos una parada en una de las joyas más desconocidas de la ciudad, el Monasterio de San Antonio el Real. Se trata de un monasterio del siglo XV que aun hoy mantiene a un grupo de monjas de clausura.

La iglesia se puede ver sin pagar entrada, y presenta unos techos muy ornamentados, además de un retablo policromado con un centenar de figuras. La visita al complejo es guiada y cuesta 2 euros. Los techos tanto de la sacristía, el claustro y el resto de dependencias, son una maravilla, tanto como los del Alcázar, con la diferencia de que estos son originales del siglo XVI, conservados gracias al cierre de las arquerías del claustro. La Sala Capitular, con un techo dorado decorado con estrellas y motivos geométricos es impresionante. Nadie debería perderse este monasterio.

Ahora sí, nos dirigimos a la Granja. La Granja de San Ildefonso es un pueblo de unos 6000 habitantes conocido por poseer el Palacio Real de la Granja, un gran complejo palaciego de estilo barroco, construido en 1721 por orden de Felipe V, quien tenía la idea de construir un palacio que le recordara a su añorada corte en Francia. Está formado por varios edificios, como la Real Colegiata de la Santísima Trinidad o el Museo de Tapices, además de los jardines de Carlier, de estilo versallesco. La entrada son 9 euros, y comprende el palacio, el Museo de tapices, la Real Colegiata y el Palacio Real de Riofrío, a escasos kilómetros de aquí. No se pueden hacer fotos en el interior.

El Museo de Tapices es bastante interesante, aunque los gigantescos tapices me parecen un poco complejos de ver, con la cantidad de personajes abigarrados. La visita al palacio no es muy distinta a la de cualquier otro palacio de la misma época, pues la verdad es que son todos similares…

La Real Colegiata es una iglesia muy bonita, blanca y dorada, que acoge la sepultura de Felipe V e Isabel de Farnesio, en la llamada Sala de las Reliquias. Los jardines merecen una gran paseo, pues son enormes (nosotros no los vimos enteros). La pena es que las fuentes estaban apagadas, por lo que pierde algo de encanto, pero aun así, merece la pena descubrirlos poco a poco. Están plagados de parterres de flores, fuentes y esculturas, la mayoría de ellas de color cobrizo.

Con el palacio visto (en el que se puede pasar toda la mañana o el día si se quiere), ya solo nos quedaba comer, algo que hicimos en una bocatería cercana al palacio (el único local que no tenía precios astronómicos), e iniciar el largo camino de regreso a casa.