PARQUE NATURAL DEL CABO DE GATA-NIJAR
De momento, en esta etapa únicamente me voy a referir a nuestro recorrido en coche por la zona (lo hicimos en dos jornadas). Más adelante lo completaré con las caminatas que tenemos previsto hacer próximamente para rememorar las de otro viaje anterior, en una época ya bastante lejana, del que conservo más recuerdos que fotografías.
Recorrido rápido en coche por Cabo de Gata.
Estuvimos dos semanas de vacaciones en las inmediaciones del Cabo de Gata hace mucho tiempo, cuando la carretera desde Almería era poco más que un camino de cabras desde El Alquián. Nos alojamos frente a la playa de Retamar, en un hotel muy conocido por entonces pero que ya no existe, en cuyos alrededores nos ha sorprendido la cantidad de edificios nuevos que se han levantado, incluyendo una especie de centro de convenciones de un tamaño aparentemente poco acorde con el del pueblo que conocimos. Bueno, ahora no sé, claro está, supongo que habrá crecido muchísimo.
Playa de Retamar, a las puertas del Cabo de Gata.
Si buscamos en las guías o en internet información sobre este Parque Natural, nos enteraremos de que sus 38.000 hectáreas de extensión terrestre pertenecen a los términos municipales de Almería capital, Níjar y Carboneras; ocupa una franja marina de una milla de anchura, con 12.000 hectáreas de extensión y cuenta con 50 kilómetros de zonas de acantilados que apenas han sufrido deterioro medioambiental, situación que se quiere mantener al ser declarado espacio europeo protegido. Su punto más alto alcanza los 493 metros y el más bajo los -60 metros de profundidad marina. Tiene un clima semiárido, único en Europa, que favorece una flora endémica y especies vegetales como palmitos, espartos y agaves. Su singular paisaje es el resultado de una intensa y remota actividad volcánica, que dio lugar a coladas de lava, domos y playas fósiles.
Desde Almería hasta Cabo de Gata hay 28 kilómetros que se recorren en una media hora por tramo de la carretera N-344 que apenas identificamos en los recuerdos que tenemos de la antigua, la cual llegamos a ver inundada y rota a causa de las espectaculares riadas que nos sorprendieron durante unas vacaciones prehistóricas y accidentadas que, sin embargo, recordamos con mucho cariño. Y es que por el cauce normalmente árido y seco de la Rambla de Tabernas contemplamos bajar a toda velocidad arrastrados por las aguas torrenciales un sinfín de árboles, ladrillos, lavadoras, neveras, objetos de todo tipo, incluyendo alguna que otra bicicleta. Y más extraños nos resultaban los márgenes del trayecto, ahora ocupados por decenas de invernaderos que han traído prosperidad económica a la zona, pero que también han mermado sin duda el salvaje encanto paisajístico de aquella época.
Los que sí permanecen, afortunadamente, son los flamencos, que se pueden observar en la barraca para la contemplación de aves situada al borde de las Salinas del Cabo. No hay tantos como entonces, o esa impresión nos dio, pero nos alegramos al comprobar que siguen allí, respetados y en buen número, aunque lamentablemente el zoom de mi cámara no fue capaz de captarlas en ningún aceptable primer plano. Por cierto que en el suelo de la barraca yacían olvidadas varias botellas rotas y otro tipo de basura, todo muy propio de un botellón. Confieso que me pone de mal humor tal desidia, por no calificarlo de algo peor .
Paramos a comer en San Miguel de Cabo de Gata, que estaba a tope de gente porque en pleno verano lo mejor que se puede hacer en Almería es ir a la playa. Los habitantes de esta localidad, que hoy cuenta con unos mil vecinos, se dedicaban tradicionalmente a la pesca, si bien hoy en día han sustituido esta actividad o la compaginan con la agricultura intensiva en los cercanos invernaderos. Tuvimos suerte y encontramos mesa en un restaurante a rebosar pero con aire acondicionado y donde nos sirvieron un buen arroz sin mucha demora. Para hacer la digestión, fuimos al paseo marítimo para dar una vuelta, que fue corta porque el sol quemaba.
Después continuamos nuestro recorrido en coche, adentrándonos de lleno en el Parque Natural y nos detuvimos en varios miradores. No voy a ser muy exhaustiva en este caso con las descripciones porque tengo intención de dedicarle una etapa propia a este fantástico espacio natural, incluyendo las caminatas que queremos hacer cuando el calor no impida disfrutarlas como se merecen, quizás en otoño o en primavera, cuando las gamas marrones no sean las predominantes poniendo contrapunto a los azules del cielo y el mar.
Tras dejar atrás San Miguel seguimos por la Al-3115, que va costeando, más o menos, y que conduce hasta el Faro, construido en 1863, muy cerca del cual hay un aparcamiento que da servicio a una playa bastante concurrida, la de la cala del Corralete.
Pero para nuestro recorrido, lo más importante de este lugar no era el faro, al que no se puede entrar, sino el mirador que está al lado, desde el que se contemplan unas vistas fantásticas sobre el Arrecife de las Sirenas. En realidad, se trata de los restos de una chimenea volcánica, cuyo nombre probablemente se debe a una colonia de focas monje que habitaron por el Cabo hasta mediados del siglo XX y a las que los pescadores llamaban sirenas.El color del agua es increíble.
Aunque muy accesible y visitado, es uno de los miradores imprescindibles. Si se va a última hora de la tarde, la puesta de sol pinta las rocas de unos bellos tonos dorados, que pudimos contemplar cuando nos coincidió la hora en un viaje anterior. De todas formas, a cualquier hora es precioso, mirando a ambos lados.
Aún se puede (y se debe) avanzar con el coche otro tramo, retrocediendo unos cientos de metros hasta el cruce y tomando la pista que se interna en el acantilado, la ALP-822. Esta era la que antaño nos llevaba a descubrir a calas recónditas, a las que se bajaba a pie por intrincados senderos de piedra, donde se practicaba sin rubor el naturismo y cuyo disfrute correspondía en exclusiva a los más madrugadores pues se respetaba escrupulosamente la intimidad ajena ya que los visitantes eran pocos y muy numerosas las calas bonitas y solitarias que ofrecían acomodo. Lástima que por entonces las fotos que hacíamos fuesen escasas, con poco paisaje y mucho protagonismo personal que poco interesa aquí
Dejamos a nuestra derecha el llamativo Arrecife del Dedo, con otro paisaje de diez, y continuamos hacia el Mirador de Poniente, muy cerca del cual se encuentra la Torre de la Vela Blanca.
Esta foto es antigua, de las del atardecer que he comentado antes.
Continuamos todavía un poco más adelante, ya con la pista bastante estropeada, hasta el Collado de la Vela Blanca, donde se termina el asfalto y empieza una pista de tierra a la que ya no pueden acceder los coches y que es el punto de partida de varias rutas senderistas. Merece la pena llegar aquí porque las vistas son espléndidas. Es un terreno descarnado y seco, donde hay que cuidarse del sol y, a veces, del viento. Desde este lugar, hay que dar la vuelta y volver por la misma ruta
Comienzo de la pista por la que no se puede circular en coche (al menos en verano).
Torre de la Vela Blanca.
Torre de la Vela Blanca.
Miradores: aquí la tierra y la roca aparecían más rojizos.
Regreso por la pista que habíamos traído.
Regreso por la pista que habíamos traído.
De nuevo en la carretera AL-3115, llegamos a San José, adivinado a lo lejos las Playas de Mosul y los Genoveses, a las que tengo entendido que hay restricciones de acceso en coche privado durante el verano, pero a las que se puede ir caminando un kilómetro o en autobús desde San José. Esta población se encuentra entre dos Cerros, el Cala Higuera y el de Enmedio, con una bonita bahía. Sin embargo, cuando paramos allí, en una ocasión anterior, nos pareció bastante masificado y, además, no comimos bien pues el menú fue escaso y caro. Puede ser que no acertásemos con el sitio.
Seguimos hasta el pequeño pueblo de pescadores de las Negras, a cuya playa bajamos por una carretera empinada y serpenteante que termina junto al mar, frente al Cerro Negro y con algunas construcciones más de veraneo de las que recordábamos.
En el tramo del interior, hay zonas donde se nos alegró la vista con pinceladas de color. Lástima que no parásemos a comer en este pueblo. Era muy bonito y lo malo es que no me acuerdo del nombre.
A continuación, tuvimos la ingenua intención de ir a conocer la aclamada playa de los Muertos, a unos cinco kilómetros al sur del pueblo de Carboneras (donde no paramos esta vez), votada como la mejor playa de España en varias encuestas, considerando, al parecer, su belleza natural, consecuencia de un acceso nada fácil que ha evitado su masificación y su deterioro. En fin, quizás eso fuese en otros tiempos, antes de su fama, o en otra estación del año, pero lo cierto es que había tal afluencia de gente que fuimos incapaces de encontrar un hueco para aparcar el coche no ya en los saturados aparcamientos sino incluso en los arcenes de la propia carretera, arriba o abajo. Y como no era cuestión de caminar un par de kilómetros por el asfalto bajo el inclemente sol para encontrar un escenario saturado, preferimos dejarlo para otra ocasión más propicia, sin tumultos, y continuamos camino hacia Carboneras, rodeados de paisajes marrones hasta alcanzar la costa y recuperar el azul del mar.
Continuamos camino hasta la playa del Algarrobico, dejando a nuestra izquierda el controvertido y gigantesco edificio de apartamentos que tras años de pleitos ha recibido sentencia de demolición. Sin embargo, allí sigue todavía, frente al mar, su enorme mole blanca incrustada en la montaña. Lástima este feo aderezo porque la playa nos pareció limpia, bonita y poco concurrida, al menos lo que vimos desde la carretera.
A partir de allí, la carretera asciende bruscamente, pegada a los acantilados, mostrándonos vistas imponentes, desde el Mirador del Lance y el Algarrobico, con la Playa del Algarrobico en primer plano a vista de pájaro casi a nuestros pies.
Cuando, aún más arriba, llegamos al Mirador de la Granatilla, el panorama que se contempla es espectacular y alcanza por el sur hasta el Puntazo del Rayo. Este me parece otro mirador imprescindible en cualquier recorrido en coche por el Cabo de Gata.
Y aquí concluye el relato, antes de tiempo, porque terminamos el viaje de bastante mal humor ya que el interés viajero se esfumó tras nuestros vanos intentos por comer algo decente. Era lunes y los lunes no hay pescado fresco, con lo cual las opciones gastronómicas bajan varios enteros por la zona, sobre todo en calidad. Y tomar un simple menú tampoco fue posible pues en dos lugares que lo intentamos (no voy a decir los sitios porque igual fue un doble golpe de mala suerte) tuvimos que dejar la mesa tras media hora larga de esperar sin que nos tomaran nota. Así, pasada ampliamente la hora del almuerzo, terminamos en Lorca, merendando una hamburguesa en un McDonald de la carretera, con el termómetro marcando 46 grados. Creíamos que estaba estropeado, pero por la noche la mujer del tiempo de la tele confirmó que en el sureste peninsular se había vivido el día de septiembre más caluroso desde que existen registros, lo que significaba temperaturas de casi 47 grados en Almería y Murcia. De todas formas, nuestra falta de acierto al elegir las fechas de esta excursión ni mucho menos nos ha quitado las ganas de volver a recorrer en el futuro los parajes que conocimos tres décadas atrás en el Cabo de Gata, algunos muy cambiados y otros tan bellos como siempre los hemos recordado.