No imaginaba en aquel mi primer viaje a Katmandú, hacía poco más de un año, con los destellos fascinadores de la aventura danzando ante mis ojos y con todo un mundo nuevo por descubrir, encontrarme ahora en situación tan angustiosa. Ahí estaba, solo, abandonado en mitad del Himalaya y con un desconocido agonizando a mi lado. Tenía todo el día por delante. Este y los sucesivos sin nada que hacer. Excepto cuidar a ese hombre y esperar el rescate. ¿Volvería Pemba a buscarnos? ¿Iba a terminar allí mi nueva vida? ¿Tan corta iba a ser la experiencia de viajes, caminos y nuevos encuentros que me prometía? ¿Cuál sería mi destino?
Debía tranquilizarme. Si me dejaba dominar por pensamientos funestos, lo iba a pasar mal. Me había impuesto la misión de salvar a este Jack. Lo miraba y me decía: “pobre chico, ¿quién es? ¿Qué pensará? ¿Qué dirá cuando despierte?” Me puse a derretir nieve en el infiernillo de gas. Tuve una visión de las comodidades que había abandonado, pero no sentí añoranza. Ni me arrepentí de ello, me sentí orgulloso.

Volví a verme en aquel avión. Recuerdo que tan pronto como me acomodé en mi asiento pensé: “bueno, no más business class por una temporada”. Y, también: “vaya cambio de aspecto, adiós al traje, a la corbata y a los zapatos lustrosos; ahora en mangas de camisa, botas de montaña y con un anorak en el compartimento de equipajes encima de mi cabeza. Ya no hay duda, antes era un bohemio reprimido”.
No era el único que vestía así. Había tres o cuatro parejas con una indumentaria similar a la mía y con mochilas de mayor o menor tamaño. A ellos, como a mí, nos atraía “la llamada de Oriente”, muy en boga en Francia desde “el Mayo del 68”, “pero ¿alguno de ellos partía, como yo, habiendo roto lazos con su pasado? ¿Dejando atrás trabajo, profesión y amor? ¿Había tomado una decisión razonable? Sí, he cambiado un futuro previsible por una nueva vida. O quizás no, pero estas botas que calzo están hechas para caminar”, concluí.
También se veían bastantes tipos con aspecto de hombres de negocios y turistas en viaje organizado. Algunos dhotis hindúes, turbantes sijs y coloridos saris definían el lugar hacia donde volábamos: Nueva Delhi. Atrás quedaban, por el momento, más de quince años de vida profesional. Mi entusiasmo por el futuro desvanecía las dudas sobre lo acertado de mi decisión. Y, curioso, lo percibía tanto como el estreno de una gran aventura, como el triunfal acorde final a mi vida anterior.
Era yo, entonces, un ejecutivo de tarjeta de crédito –American Express o Diners Club, please− siempre en ristre y maletín Samsonite amarrado a la muñeca. Tenía dos secretarias: una suiza, madura como yo y tan discreta y eficaz como un banco de Zúrich, y otra francesa, joven y punki. Tenía también un jefe bastante cretino y un sueldo que por pudor no me atrevía a confesar ni a mis amigos ni a mi familia. Conducía un BMW último modelo puesto a mi disposición por la empresa y vivía en un luminoso apartamento frente al Bosque de Bolonia.

Comía en los mejores restaurantes, me vestía de Yves Saint Laurent y Ted Lapidus, y dos días por semana me escapaba a la hora del almuerzo a jugar al squash con mis antiguos compañeros del Insead de Fontainebleau, donde un par de años antes había conseguido mi MBA.
Viajaba con frecuencia. Una vez a la semana iba a Milán, Frankfurt, Bruselas, Copenhague… Viajes tediosos en el día. Solía levantarme a las seis de las mañana para coger un avión tempranero y no regresaba a casa hasta las nueve o las diez de la noche, si no había habido retrasos. Mi vida era la del ejecutivo perfecto y bien pagado y, sin embargo, no me sentía feliz.

Si en el trabajo las cosas no iban bien, en el plano sentimental no iban mejor. Desde hacía cinco años tenía una novia: Úrsula, de ojos aguamarina, cuerpo de valkiria y licenciada en Historia del Arte por la universidad de Heidelberg y de Filosofía por la de Munich, donde residía. Pero desde hacía un par de años nuestra relación permanecía estancada. Yo, por nada del mundo, ni siquiera por ella, quería irme a vivir en Alemania. Y ella, por nada del mundo, ni siquiera por mí, quería abandonar su puesto de profesora adjunta en la universidad y su doctorado sobre la Venecia del Settecento. La admiraba por sus ideas tan claras sobre política, sociedad y ecología, aunque a menudo, debido a nuestra diferencia de edad –yo era doce años mayor que ella− y de educación entre Alemania y España, me parecían harto avanzadas.
Me escribía unas cartas muy inteligentes y cariñosas, pero cuando estábamos juntos era demasiado introvertida y le costaba entregarse. Cuando lo hacía, era maravillosa.
Nos veíamos una vez al mes y pasábamos juntos tres o cuatro semanas en verano. En general era yo el que empujaba para vernos. En mi última carta le había escrito: "Estoy harto de cartas, la comunicación de la ausencia. Un sucedáneo reflexivo, idealista, de una relación, pensamientos de lo que queremos o cómo querríamos ser. Poca realidad. Quiero, soy, espontaneidad, sentimiento, goce, reniego de la espiritualidad a distancia. Admiro a Platón, pero me mueve Epicuro".

De regreso a París pasé buena parte del fin de semana reflexionando sobre este modo de vida tan absurdo. “El éxito no es la llave para la felicidad; la felicidad es la llave del éxito”, recordé. Estaba harto de viajes, aeropuertos, autopistas, oficinas y restaurantes en una sucesión comprimida de prisas y reuniones. Y así, ¿cuántos años más? No hay mayor tortura que trabajar en algo inútil y sin sentido. Y así me sentía a menudo, vacío. Y el vacío era como un espejo delante de mi rostro cuando, terminado el trabajo en la oficina o de regreso de un viaje relámpago, llegaba a casa. O los fines de semana si no podía encontrarme con Úrsula.
Llovió durante todo el fin de semana. Ese París gris y deprimente acrecentaba mi sensación de soledad. Amaneció un domingo siniestro. Pasé la mañana contemplando la lluvia derramarse sobre los árboles del parque. Después de comer me tomé un Remy Martin, cogí el BMW y me fui al Museo Guimet de Arte Asiático. Había leído en Le Monde que proyectaban un documental sobre Nepal.

Apenas conocía la existencia de ese país. Las imágenes de la exótica Katmandú con el bullicio de sus mercados pintorescos, sus pagodas de tejados curvos y sus templos flanqueados por esculturas de extraños dioses, junto con las escenas de gentes alegres en los bellísimos valles cobijados bajo las cordilleras nevadas, me atrajeron profundamente. Sobre todo las de una sonriente familia nómada caminando por unas laderas recortadas en terrazas de campos de arroz y sembradas de banderas de oraciones y estupas budistas. “¡Libertad, libertad!”. Despertó mi alma vagabunda.

“Pero, la libertad ¿me acercará a la felicidad? Sí, porque podré elegir mi destino sin cortapisas”, me respondí mientras descendía por la avenida de Iena en dirección a los Jardines del Palacio Chaillot, donde tenía aparcado el coche. “Pero, ¿quiero ser solo feliz? ¿No puede ser eso más bien aburrido, plano? No, lo que deseo es novedad, aventura, lo imprevisto, descubrir. Elegir si quiero embarcarme en ello o no; enamorarme, apasionarme aunque ello, lo sé, pueda llevarme a un peligro o a sufrir. En fin, quiero vivir, vivir, descubrir, encontrar gente y lugares nuevos.
Me sentía optimista cuando llegué a casa. Desprecié el ascensor y subí de dos en dos los escalones de los tres pisos desde el garaje hasta mi apartamento. Me calenté la menestra de verduras que quedaba de la noche anterior, saqué el camembert, el roquefort y el paté de canard de la nevera, y abrí una botella de Châteauneuf du Pape. Tras la segunda copa, al otro lado del balcón, los árboles del Bosque de Bolonia se habían transformado en las montañas nevadas y viajeras del Himalaya.
“Hier encore j’avais vingt ans.
Je caressais le temps
Et jouais de la vie
Comme on joue de l’amour
Et je vivais la nuit
Sans compter sur mes jours
Qui fuyaient dans le temps
. . . . . . . . . . .
Et j’ai gâché ma vie”
cantaba Charles Aznavour en la radio mientras me preparaba para meterme en la cama. Pues no, yo no. A mí no me iba a pasar. Aún estaba a tiempo. Decisión confirmada: “por el momento me tomo un año; después, Dios dirá”.
El lunes, nada más llegar a la oficina, dicté a una estupefacta Anne mi carta de dimisión. Con ella en la mano me presenté en el despacho de mi despreciado jefe.
−¿Qué es? −inquirió.
−Mi dimisión.
−¡Ah, pero no! No te vas a ir ahora.
Pues sí. Escapé de mi vida como si la vida me fuera en ello y pocas semanas más tarde estaba fumándome un chilom con los hippies y los shadus de la vieja Plaza Real de Katmandú. Y, unos días después, mochila a la espalda, me había unido a un grupo de franceses en mi primer trekking por los caminos del Himalaya en busca de las montañas voladoras.
