
Había cuatro grandes aves, parecían buitres, allá arriba haciendo círculos bajo un cielo donde unos blancos cirrostratos destacaban sobre el azul. “Habrá algún animal muerto”, pensé, y, a continuación, “va a volver a nevar, ¡mierda!” Eran sobre las tres de la tarde. Llevábamos caminando toda la mañana y habíamos parado hacía ya un par de horas pues la nieve se había puesto blanda y nos hundíamos un palmo en ella. Aprovechamos para repartirnos entre los dos el arroz y las chapatis que nos habían sobrado de la noche anterior y una lata de atún. Queríamos llegar todavía con luz lo más cerca posible del puerto, para poder cruzarlo al día siguiente antes de que se volviera impracticable a causa de la nieve y se esfumasen nuestras esperanzas de salir de allí.
Era finales de Octubre de 1978 y nos encontrábamos en pleno Himalaya indio, en medio de las gargantas del Rishi Ganga −un afluente del Ganges que desagua parte de los glaciares de esta zona−, al pie de las paredes casi inexpugnables que encierran el llamado Santuario del Nanda Devi presidido por el pico de este nombre, el cual, con sus 7.817 metros, es el pico más alto dentro de India, uno de los más bellos, más aislados y el más cargado de leyendas. Una montaña sublime con su cima como una lanza apoyada en su hombro y dispuesta a hendir el cielo o como la vela de un navío hecho para surcar el espacio. Todas las rutas para alcanzar su cumbre, sean por una de sus caras o de sus aristas, son largas, empinadas y abruptas: roca, nieve y hielo. Se necesitan días, semanas, desde su base para alcanzarla. Pocos lo han hecho.
Su nombre significa Diosa de la Felicidad, una de las acepciones de Párvati la esposa de Shiva. Hasta 1934 nadie había encontrado la llave para penetrar dicho santuario −en el sentido de lugar de refugio y protección− y el pico no fue coronado hasta dos años más tarde. Se convirtió a la sazón y hasta el ascenso del Annapurna en 1950 en el pico más alto hollado por el hombre. Desde entonces menos de una docena de escaladores habían alcanzado su cima y casi otros tantos habían muerto al intentarlo. El santuario, a su vez, se halla encerrado en otro gran círculo de montañas y picos afilados de más de 7.000 metros −el llamado santuario exterior− y al que se puede acceder por un par de collados sucesivos de 4.500 metros de altura y practicables según si tienen o no nieve y la cantidad de esta que acumulan.
Llevaba yo varios meses haciendo trekkings en solitario o acompañado de un porteador, cuando necesitaba llevar una tienda de campaña y comida −si no había pueblos o cabañas de pastores donde dormir−, por algunos de los valles y montañas de la Gran Cadena y acercándome, todo lo que mi experiencia y escaso equipamiento me permitían, a sus principales picos: Everest, Cho Oyu, Annapurna, Kangchenjunga, etc., y a alguna de sus regiones más aisladas. Si no fuera tan optimista −debido, sin duda, a que hasta entonces mis aventuras habían salido muy bien−, no me habría atrevido a embarcarme en esta que ahora me ocupaba: llegar hasta el borde superior del citado santuario, echar una ojeada a su interior y fotografiar la bella montaña y su entorno a mi antojo.

No había garantías de que consiguiera mis propósitos pues se trataba de una marcha por terrenos totalmente deshabitados, fuera de las rutas de trekkings habituales y donde, asimismo, eran muy escasas las expediciones de montaña. Porque, sin duda, el Nanda Devi era muy bello y la zona paradisíaca, pero exigía una larga y complicada marcha de aproximación para los porteadores. Además, como no era un “ocho mil”, amén de más difícil de escalar que varios de estos, ¿qué interés podía tener su “conquista” en estos tiempos de marcas y récords donde parece que solo los picos de más de ocho mil metros, con el Everest a la cabeza, importan?
Había leído los relatos de los primeros exploradores/montañeros que habían recorrido estos parajes en el primer tercio del siglo XX: Tom Longstaff, Frank Smythe, Eric Shipton y Tillman. Unos personajes consagrados al descubrimiento de estas tierras remotas sin pensar en triunfos ni glorias, por el solo placer de sentir la libertad del explorador montañero, y me había prendado del aire bohemio y romántico que desprendían sus narraciones.
−Francisco, la nieve ya se pone dura; podríamos seguir –dijo Pemba, de pie, a mi lado.
Era mi guía y porteador. Lo había encontrado en Josimath, el pueblo/mercado que abastecía a toda la zona y que es también la base de peregrinación a los cuatro templos que marcan las fuentes sagradas del Ganges. Pemba era un bhotia, una etnia tibetana que, al igual que los, más conocidos, sherpas, llegaron de Tíbet hace varios cientos de años y se instalaron en las vertientes meridionales del Himalaya. Mientras los sherpas ocupan la región del Everest, los pueblos bhotias, más numerosos, se extienden por todo el oeste del Nepal y por buena parte del Himalaya indio. Desde que me lo recomendó el dueño del hotelucho donde me alojaba, me inspiró total confianza. Mediana estatura, cuerpo sólido pero con los movimientos ágiles de una cabra montesa y el aire alerta de un felino. Vestía con buena ropa de montaña, pantalones y anorak ya muy usados, una o dos tallas mayores a la suya, que debía de haber recibido, al igual que las botas, de algún miembro de una expedición al terminar esta, Sonreía siempre al hablar y sus ojos ligeramente rasgados eran sinceros y cordiales. En un par de semanas habíamos forjado una relación fraternal.

Sus palabras me sacaron de mis abstracciones. Los buitres en el cielo continuaban con sus círculos. Eran ya una veintena y habían descendido un tanto. Sin esperar más, me levanté de la roca que me había servido de asiento, nos echamos las mochilas a la espalda y retomamos la marcha. Habíamos andado solo unas decenas de pasos cuando una mancha roja, unos cien metros más arriba, en la misma ladera en dirección a la cumbre afilada del Dunagiri, nos llamó la atención. Fue mi compañero, con su experiencia de decenas de expediciones, quien la vio primero.
−Allí hay un hombre.
−No puede ser, será una lona o una tienda –le respondí.
Pero no me contestó y se encaminó en dirección a ella. Cuando llegamos, nos encontramos con un hombre arrebujado contra una roca en posición fetal. Nos arrodillamos junto a él y Pemba lo movió un poco para quitarle la nieve y verle la cara.
−Mira, Francisco, apenas respira.
Era grande, rubio e iba bien equipado con un anorak de plumas rojo y pantalón y botas de escalada. Observé que no llevaba gafas, aunque había conservado su gorro.
−Debe de llevar varios días sin comer –dije al ver su rostro demacrado− y, a lo mejor, se ha quedado ciego.
−Y otras tantas noches a la intemperie –añadió Pemba.
Empezamos a frotarle el cuerpo. Lo incorporamos, le acercamos el termo con el té a la boca e intentamos darle de beber. No había forma. Parecía como si tuviera la mandíbula congelada y no pudiese abrir la boca. Insistimos dándole masajes suaves por la cara y el pecho.

−Es uno de los dos americanos del Dunagiri, ¿no crees?
−Quién puede ser si no –me contestó.
Al cabo de unos diez minutos conseguimos que separase los labios y, muy despacio, fuimos dándole de beber. Tardó en reaccionar y cuando, al fin, entreabrió los ojos, su mirada era opaca, vacía.
−Se está muriendo −dijo Pemba−. No podemos cargar con él.
A pesar de su rostro azulado, sus labios morados, sus cejas y barba heladas, el hombre parecía joven. Tendría padres, quizás mujer e hijos, amigos. Su imagen ahí, a unos centímetros de mis ojos, se transformó en la de José Ignacio, mi inseparable compañero de bachillerato muerto en nuestros brazos, a los dieciséis años, en una excursión del colegio tras habernos bañado en un embalse después de comer. Sentí todas su bonhomía y fraternidad en el recuerdo. Ahora tenía delante otro hombre moribundo. Era, además, una nueva tragedia en la montaña de las que tanto había leído y oído hablar. Descarnada e impasible. A la emoción del recuerdo se unió la angustia de la incertidumbre. Se me saltaron unas lágrimas. Pemba se había levantado y separado un par de metros.
−Tenemos que intentarlo. No podemos abandonarlo. Plantemos la tienda y mañana veremos –le supliqué.
No me contestó pero empezó a preparar una plataforma sobre la nieve. Yo seguí frotando a Jack. Acababa de bautizarlo así. Cuando la tienda estuvo montada, lo metimos en ella. Mientras Pemba preparaba más té y una sopa comencé a desnudarlo. Había perdido un guante y los dedos de su mano derecha presentaban signos claros de congelación. Los de sus pies, sin embargo, no tenían mal aspecto. Los froté hasta que entraron en calor y luego seguí con sus manos, sus brazos y su espalda. Con tanto ejercicio y en un espacio tan pequeño el que tenía calor ahora era yo. Pareció que se lo transmitía y empezó a balbucear. No entendí lo que decía. Lo enfundamos en mi saco de dormir y le dimos más té, un par de aspirinas, vitaminas y sopa. Se quedó dormido o inconsciente. Difícil de saber.
−Y el otro americano, ¿andará por aquí? −le dije a Pemba.
−Lo he pensado, pero no creo. Este lleva pinta de andar perdido varios días. Voy a subir hasta esa cresta a ver si veo algo.
Me quedé cavilando: “pues si nuestra situación era ya difícil...”. Al cabo de una hora volvió Pemba.
−No he visto nada. Irían separados. O el otro se habrá despeñado.
Con esta reflexión, nos dispusimos a preparar nuestra cena y a organizarnos para pasar la noche. Para tener espacio y poder estar los tres tumbados en el interior de la tienda colocamos varias de nuestras pertenencias en el exterior bajo la protección del doble techo. A continuación, hube de salirme fuera mientras mi compañero cocía el habitual arroz con lentejas en el infiernillo de gas. Allí, frente a las montañas que había venido a conocer, mientras las últimas luces del día se enseñoreaban de las cumbres y el fondo de las gargantas se llenaba de sombras, pensé de qué manera tan imprevisible habían cambiado mis circunstancias. Cómo la buena estrella, que hasta entonces me había acompañado en mis andanzas, había cambiado justo desde la mañana anterior.