Después de comer propuse tomar un rickshaw para ir a Kalighat, el templo de Kali.
−Ni hablar, no voy a aposentarme en uno de esos cacharros como una marquesa y que un pobre hombre tire de mí.
La frase de Monique sonó tan espontánea como indignada.
−No deberías verlo de esa manera −le respondí−. No es nada deshonroso. Para ellos es su trabajo. Como otro cualquiera. Al que emplees, le haces un gran favor. A un indio le cobra cuatro o cinco rupias por una carrera; a ti te va a cobrar veinte o treinta. Lo suficiente para pagar el alquiler diario del vehículo, porque no es suyo, y dar de comer dos o tres días a su familia.
−Visto así, me parece bien −opinó Manuel.
−Sigo creyendo que es un trabajo degradante −insistió Monique− pero en fin…

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Encontramos que el templo carecía de interés artístico pero, a esa hora de la tarde, era un hervidero de devotos que se apretujaban en su entrada y en las calles circundantes convertidas en un bazar, donde se vendían ofrendas para la diosa y pinturas que representaban su negra efigie chorreando sangre, con serpientes y cráneos alrededor del cuello y una variedad de armas en sus cinco pares de brazos.
−Absurdo, todo este fanatismo −señaló Monique− me repugna.
−Pues sí, totalmente de acuerdo, esta es la peor muestra del hinduismo –le respondí.
−Bueno, esto es el hinduismo más popular, pero no hay que confundirlo con la religión brahmánica, que es el verdadero hinduismo −señaló Manuel−. Pasa en todas las religiones. Hay que distinguir entre la doctrina y los rituales, entre la filosofía y la necesidad del pueblo de creer en cosas que le atemoricen y no entienda, en misterios y supersticiones.
−Y lo sucio que está todo. Y tantos plásticos, papeles y mierda de vaca. –añadió Monique
−¿Sabéis que me dijo un indio la otra vez que estuve aquí? –les pregunté sonriendo irónicamente–. Pues que fuimos nosotros, los turistas occidentales, quienes les enseñamos a ser sucios; antes no tenían nada que tirar.

Entretanto habíamos llegado a su puerta. Se nos acercó un joven brahmán, nos ofreció celebrar una puja. Animé a mis compañeros a compartir la experiencia. Nos descalzamos y le seguimos. Se detuvo delante de uno de los puestos donde vendían ofrendas.
−No se acerca uno a la deidad con las manos vacías –nos dijo y eligió un coco, unas flores y unas varillas de incienso.
−Cien rupias −anunció el vendedor.
Habíamos visto pagar diez rupias a la clienta anterior. Así que le ofrecimos veinte, pues es normal en Oriente que los extranjeros paguen bastante más que los locales. Tras el consiguiente regateo, se conformó con treinta. A base de empujones, nuestro guía se abrió paso entre la multitud y llegamos justo a un lado de la escalinata del altar principal cerrado por unas gruesas puertas de plata tras las cuales se suponía se hallaba la divinidad.

Así nos lo indicó el brahmán al tiempo que nos preguntaba nuestros nombres para repetirlos a la diosa junto a unas invocaciones en sánscrito que, desde luego, no entendimos. Depositamos las flores en una bandeja que desbordaba de ramos similares, encendimos el incienso, el brahmán partió el coco en dos golpeándolo contra la verja de hierro y luego derramó la leche por encima de nuestras cabezas.
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Después de cenar, Monique y yo fuimos a pasear al vecino parque Maiden. Nos sentamos en un banco. Me contó más cosas de su vida. De sus padres divorciados cuando ella apenas tenía siete años. De cómo él, su padre, apenas se había interesado después por ella. De cómo vivía con su madre y su nuevo marido que la molestaba. De su novio que la había dejado hacía unos meses sin ninguna explicación. Pero ahora había encontrado su vía.
−Aunque tengo miedo −me confesó.
−Es natural. Creo que lo que vas a hacer, encerrarte en una celda tú sola con tus pensamientos y tu pasado infeliz acechándote, no es una buena idea.
−Meditar no es pensar en el pasado, sino dejar la mente en blanco –levantó la barbilla y cerró los ojos−. Hay que rechazar todo lo negativo –continuó−, no dejarse envolver por las emociones, pensar en positivo.
−Sí, muy bien pero ¿cómo se consigue eso en soledad? Te aseguro que es relacionándose con otras personas y siendo activo en nuevos escenarios. La naturaleza es perfecta para ello, el contacto con ella te hace sentir mucho mejor. Ven conmigo a recorrer los caminos del Himalaya –proseguí mientras tomaba sus manos−, a descubrir, a conocer otras gentes, a sentir los gozos y los sufrimientos del caminante. Luego, después, siempre podrás ir a tu monasterio.
−Pero no tengo equipo, ni botas ni anorak…

… .. . . . . . . . . . .
Regresamos al hotel en silencio. Ella a su alcoba, yo a la habitación contigua donde Manuel ya dormía. Unas horas después me despertaron sus preparativos para marcharse. Mientras la oía recoger sus cosas fui perdiendo la poca esperanza que me quedaba. “La iba a perder. En solo un par de días su idealismo, su ingenuidad y su belleza habían penetrado en mi yo más íntimo, y en unos minutos dejaría de verla para siempre”, pensé mientras me vestía con el propósito de acompañarla al aeropuerto. Pero no quiso.
−Sería más difícil, para ti y para mí –me dijo.
Nos abrazamos. No podía soltarla.
−Ha sido maravilloso conocerte. Espero que seas feliz.
−Me acordaré de ti –me contestó−. Nos veremos en París dentro de unos meses.
Me había dado su dirección, pero yo sabía que sería harto improbable. Que me lo decía para consolarme.
−Ahora tengo que irme, por favor.
Abrí mis brazos. Rozó con sus labios los míos y se despegó de mí. Tras despedirse de Manuel, quien había fingido dormir, se cargó la mochila a la espalda, abrió la puerta de la habitación y la cruzó sin volver la cabeza.
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Me dejé caer en la cama. Los ojos mirando al techo. Luego cerrados. “Parece que me gusta sufrir un poco”, me dije. Pero, al cabo de unos minutos, me rehíce: yo también tenía mis planes. Tras un cordial abrazo, Manuel y yo nos dijimos adiós. Él se fue a pasar unos meses con Madre Teresa, como tenía planeado, y yo tomé el pequeño tren hacia Darjeeling y sus laderas plantadas de té para, desde allí, seguir con mis proyectados caminos a la búsqueda de las montañas voladoras. Pero en el fondo de mi mente sabía que dentro de unas pocas semanas, cuando llegase a Katmandú, buscaría a Monique hasta hallarla.