
Acababa mi tercer día en compañía de Jack. Me pesaban la soledad y la incertidumbre. Saqué de la mochila la pintura sobre tela que había comprado hacía unas semanas en Katmandú y la desenrollé. Era el retrato de una dama nepalesa ¿de hacía cien años, doscientos? Me había atraído su belleza serena. Debió permanecer olvidada en un desván durante un buen tiempo y, aunque había sido restaurada con cuidado, tenía unos agujeritos en el sombrero y en el vestido que cubría su pecho. Su rostro, excepto alguna marca en la frente, estaba intacto. Quizás era una idealización pues parecía más inglesa que oriental. Su tez era blanca y tersa, boca pequeña de labios rojos bien dibujados, ojos de color ámbar claro, nariz grande y recta, cabello negro liso. Tres círculos de perlas ceñían su cuello y otro collar de turquesas adornaba su escote. Llevaba colgantes de otras perlas pequeñitas y un gran aro dorado en la oreja derecha. La izquierda no se le veía pues tenía la cabeza levemente inclinada hacia ese lado en una pose recatada mirando hacia abajo.
Me hizo pensar en Úrsula y también recordar a Monique. “Qué manera de complicarme la existencia. Pero, ¿no había decidido romper con todo, cambiar de vida? En vez de pensar en el difícil contexto en la que me encontraba en mitad del Himalaya, allí estaba preocupándome como un iluso por mis dos amores imposibles. Estaba claro, lo importante era salir de esa situación. Si no, no volvería a ver a una ni a otra”. Pero los pensamientos y los afectos son indomables. Y, además, me gustaba pensar en ellas.

Sí, en este refugio precario entre los picos y las nieves, entre el temor y el silencio, la soledad y la espera, acompañado del sueño intranquilo de Jack, recordé aquellos días en el avión y luego en Calcuta con Monique. Había sido tan solo unos meses atrás, en este mi segundo viaje al Himalaya. Primero fue la sorpresa del encuentro con aquel encanto de mujer; luego, la intensidad de nuestra relación, más platónica que carnal. Sentimientos enterrados, impropios ya, quizás, de mi edad y experiencias. Rememorar aquella escena me emocionó y transportó; ensanchó mi boca con una sonrisa de añoranza. Sí, con cuanto afecto la recordaba. Y, todavía más, tristeza. Cerré los ojos y volví a verla aquella mañana al alba.

La sábana cubre la parte inferior de su cuerpo. Está acostada boca abajo. Contemplo su piel tersa, de natural moreno y que adivino suave al tacto. La luz del incipiente amanecer entra a través de la raída cortina que cubre el mirador de la habitación. Viejos muebles ingleses, fotografías de oficiales británicos y maharajas posando vanamente orgullosos junto a los cuerpos de tigres salvajes convertidos en tristes piltrafas, molduras de yeso ennegrecidas por el paso de los años, un ventilador renqueante y bombillas desnudas colgando del techo en donde antes habría arañas de cristal de Bohemia.

Fue una mansión colonial de prosapia, pero ahora es un decaído hotel en Sudder Street, la calle donde nos alojamos la mayoría de los mochileros al llegar a Calcuta. Se llama Fairlawn. Lo regenta una pareja de ancianos: él, inglés; ella, armenia; tan simpáticos como estrambóticos, para quienes los tiempos del Raj parecen no haber terminado. Son custodios de las pasadas grandezas del Imperio Británico en la India cuando Calcuta era su pomposa capital. Manuel, Monique y yo compartimos una habitación triple, en rigor una doble con una alcoba, donde duerme el sujeto de mi atención y de deseo, lo confieso, en ese momento.

Ahora se gira. Su joven rostro, inocente en el sueño, sus preciosos senos de adolescente y su cadera izquierda quedan al descubierto. Siento una gran ternura por ella. Más que eso, quizás. Por eso la contemplo desde una cierta distancia apoyado en la pared. Me fascina pero no hay deseo lujurioso en mi mirada, no me siento un voyeur.

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Había conocido a Monique y a Manuel, dos días antes, en el vuelo París – Calcuta, vía Kuwait. Estábamos en Abril y yo volvía al Himalaya, tras mis aventuras del año anterior, con la intención de recorrerlo durante cinco o seis meses para realizar un libro de imágenes sobre sus paisajes y sus gentes. Monique era francesa, iba sentada a mi derecha junto a la ventanilla. Manuel, argentino, la treintena, alto, desgarbado y rubio, lo que denotaba su ascendencia alemana, iba sentado a mi izquierda. Monique tenía veinte años. Era de Orleáns. Me contó que era budista. Una decepción amorosa la llevaba a buscar el sentido de la existencia. Tras unas semanas en una comunidad en los Alpes y ocho días de meditación encerrada en una habitación diminuta se dirigía a Nepal para la gran prueba: tres meses de aislamiento y ayuno sentada en posición de loto en una celda de un monasterio lamaísta frente a las cumbres nevadas de la gran cordillera. Era morena, de ojos castaños, bonita cara ovalada y con el pelo corto a lo garçon. La vi idealista, ingenua y llena de fervor. “Otra Juana de Arco”, me dije.
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Al día siguiente a media mañana nos sumergimos en la ciudad. Tras la atmósfera seca de Kuwait, el aire que pendía sobre Calcuta te envolvía como las arcadas de un hipopótamo ahogándose en una alcantarilla atascada. La ciudad, por otra parte, parecía como si en los últimos años hubiera padecido una docena de inundaciones alternando con otra docena de incendios. Tal era el aspecto de calles y edificios con las enormes manchas de humedad en sus bajos y la negritud de sus fachadas y tejados. Ironías de esta ciudad, solo el monumento a la memoria de la reina Victoria, emperatriz de las Indias, brillaba impoluto en su augusta magnanimidad de mármol blanco, entre dos estanques, allí en un lado de la ancha explanada del Maiden.

Las calles bullían de gentes, de rickshaws arrastrados por hombres solo vestidos de cintura para abajo por sus dhotis que dejaban al descubierto sus torsos y piernas escuálidos, tartanas tiradas por caballitos esqueléticos y autobuses renqueantes, sus carrocerías inclinadas hacia la izquierda debido a los racimos humanos que colgaban de sus dos puertas abiertas en ese lado. En las aceras suficientemente anchas acampaban familias enteras cubiertas de harapos, protegidas del sol por viejos toldos colgados entre ramas y verjas, y rodeadas de nubes de moscas. Sobre los cables del tendido eléctrico graznaban los cuervos y no faltaban algunas vacas a la búsqueda de algo vegetal que rumiar, mientras los perros revolvían entre los montones de basuras.

En una calle cerca de Park Street, una larga fila de madres con sus bebés esperaba su turno junto a un consultorio benévolo de médicos, muchos de ellos occidentales. Hermoso ejemplo de caridad. Manuel había venido a Calcuta a hacer algo similar y yo, por primera vez, fui consciente de una manera intensa de la necesidad de ayudar a los países pobres. Estuvimos un buen rato contemplado las idas y venidas de las madres, sus actitudes pacientes ante la espera, sus rostros de esperanza o de preocupación mientras los doctores auscultaban a los niños y explicaban tratamientos o daban consejos.