Los meses que van de mayo a julio son la mejor época para ir a Irlanda y evitar en lo posible el mal tiempo (lluvia, viento y niebla), con la ventaja añadida de las largas horas de luz disponibles. De hecho, en junio, amanecía en torno a las cuatro y no se hacía de noche hasta pasadas las diez y media, incluso más tarde en la zona occidental, aunque eso no se traduce en disponer de más tiempo para hacer visitas a iglesias, monumentos y demás, ya que los últimos pases no suelen demorarse más allá de las cinco de la tarde (los parques a las siete o siete y media, con un sol espléndido, ya estaban cerrando) lo que termina por convertirse en un incordio para los españoles, acostumbrados a aprovechar las tardes al máximo. Pero, bueno, lo fuimos superando bien con las vistas de los paisajes y las panorámicas de pueblos y ciudades.
Parque Nacional Connemara.
La primera jornada del circuito de cinco días que teníamos por delante nos llevó a visitar dos lugares típicos y tópicos en cualquier recorrido por Irlanda. La mañana amaneció con el mismo sol espléndido y el cielo azul del día anterior, si bien se fue nublando según avanzaban las horas y nos íbamos desplazando hacia el oeste. Desde Dublín, hay unos trescientos kilómetros hasta el Parque Nacional de Connemara, buena parte de cuales, hasta Galway, se completan por autopista. El paisaje en este tramo, aunque verde como casi todo el del país, no me resultó de especial interés, ya que en su mayor parte se trataba de pastos.
La cuestión empezó a cambiar al tomar las carreteras nacionales, una vez pasado Galway, que poco a poco nos iban a brindar las imágenes de postal que habíamos visto en los folletos y guías de Connemara, uno de los seis Parques Nacionales de la República de Irlanda, con sus colinas, lagos, ríos, arroyos y praderas, en las que pastaban rebaños de ovejas, marcadas con unos curiosos lunares de color rosa o azul. Dicen que este territorio es donde se conserva mejor el idioma gaélico; bueno, no sé… con tan poca población. Lo cierto es que todo, absolutamente todo lo que figura escrito en lugares oficiales, carteles de tráfico, medios de transporte, rótulos de monumentos y demás en Irlanda figura en ambos idiomas, inglés y gaélico.
La estrecha y virada carretera recorre varios lagos, ofreciendo bonitos paisajes, especialmente en torno al Lago Inagh. Clifden es el pueblo más habitado de la zona, con unos 3.000 habitantes, junto al Océano Atlántico y al oeste de Connemara, a 75 kilómetros de Galway.
Desde el Centro de Visitantes se proponen varias rutas de senderismo de diversos niveles y duración, siendo la más interesante la que asciende a Diamond Hill, la colina más alta de la zona, a 445 metros de altitud, desde donde se contemplan muy buenas panorámicas. Estos lugares sí que me hubiese gustado recorrerlos a mi aire.
Abadía de Kylemore.
Se trata de un monumento muy conocido, quizás más que el propio Parque de Connemara, al que acuden muchos turistas, si bien su interés quizás sea mayor en cuanto a la imagen de postal que ofrece, con sus muros de piedra gris integrados en un entorno idílico, que por su importancia histórica o arquitectónica. Y es que, pese a su apariencia vetusta, estamos hablando de un castillo y una iglesia neogótica construidos a mediados del siglo XIX por un rico personaje inglés para su esposa irlandesa, que murió al contraer unas fiebres durante un viaje a Egipto. Abandonado al cabo de un tiempo, el lugar fue convertido en una abadía de monjas benedictinas y posteriormente en un internado para señoritas que se cerró en 2010.
Antes de llegar, ya desde la propia carretera se puede contemplar una sugerente panorámica, aunque queda un poco lejana y cuando capté la imagen, por la tarde, la luz había cambiado y el paisaje estaba más oscuro.
Si la climatología acompaña, como era el caso, el paraje rebosa encanto, no se puede negar, con lo cual la tan solicitada foto desde el exterior queda muy resultona y, además, es gratuita. Si se quiere más cercana y con otros decorados, ya no.
Y es que hay que pagar para adentrarse en la propiedad y visitar el interior de los edificios y los jardines victorianos, que se encuentran algo retirados del edificio principal, a unos dos kilómetros. Ignoro lo que cuesta, pues lo llevábamos incluido, aunque supongo que no será barato, dados los precios que se estilan en este país; y eso desanima a mucha gente, con razón.
El interior de la mansión no merece demasiado la pena, si bien presenta algunos salones decorados con muebles de época, incluyendo un comedor en cuya mesa se expone la vajilla que se utilizaba para las cenas de gala, a la que supuestamente acudían miembros de la realeza británica. En fin, nada del otro mundo. Lo mejor, el entorno con el bosque y el lago.
A los jardines se llega caminando o tomando un autobús gratuito (no faltaba más). Están muy bien cuidados, son amplios y agradables, pese a que no me pareció que estuvieran en su mejor y más colorido momento; al menos, en otros las flores me gustaron bastante más. Eso sí, las vistas de los bosques en que se ubican son muy bonitas.
No obstante, de lo que más disfruté fue de la corta caminata que mi amiga y yo hicimos por el sendero que atraviesa el bosque, una de las pocas masas arboladas de la zona, vislumbrado las orillas de los dos lagos, que componen un paisaje sumamente apacible. Merece la pena olvidarse del bus para regresar desde los jardines hasta el castillo, ya que, además, es cuesta abajo.