A fin de aprovechar la mañana lo más posible, ya que teníamos prevista una parada en Khamis Mushait y luego, 900 km hasta la capital saudí (todos por autopista), dejamos el hotel temprano y enfilamos hacia Khamis, donde llegamos en poco más de media hora. Aquello era enorme, con autopistas y más autopistas llenas de vehículos parados y sin que se vieran edificios altos, minaretes u otros atractivos turísticos en el horizonte. Lo intentamos pero, excepto un bulevard con tiendas y centros comerciales, allí no había nada que ver. Así que retomamos la autopista camino de Riyadh, donde había trozos que permitían ir a 140 km/h, cosa que nuestro Yaris conseguía con cierta soltura. Aunque íbamos muy rápidos, el camino se hizo algo pesado por la monotonía de los paisajes, pues aunque tuvimos algunos tramos más o menos interesantes (con dunas o montañas lejanas pintadas de encarnado y algunos oasis con grupos de dromedarios), lo normal eran pedregales hasta el infinito, grandes líneas eléctricas de alta tensión (allí las agrupan en grupos de varias hileras que se pierden en el horizonte) e insulsos poblachos de color ocre sin mayor atractivo que una mezquita blanca o una gasolinera.


A unos 100 km de Riyadh y coincidiendo con el crepúsculo (no eran ni las cinco de la tarde), nos detuvimos para hacernos la típica foto bajo el cartel del Trópico de Cáncer, que pasa por estas latitudes y se nos apareció sin avisar.


Ya era noche cerrada cuando vimos el reflejo en las nubes bajas de las luminarias propias de una gran ciudad (Riyadh tiene más de 8 millones de habitantes), y así a medida que nos íbamos acercando, el tráfico se iba congestionando, hasta que ya dentro del extrarradio empezamos a circular por un montón de obras que parecían no tener fin, alcanzando el nudo con la circunvalación 500. Nuestro problema era que entrábamos por el oeste y teníamos que atravesar toda la ciudad para llegar a nuestro hotel, que estaba en el este, es decir, unos 45 km de travesía siempre por grandes vías de 3 ó 4 carriles, pero que en aquel momento estaban colapsadas por miles y miles de vehículos que apenas se movían.
Después de 3 horas largas de atasco continuo, llegamos a nuestro hotel pasadas las 10 de la noche, lo que, considerando la costumbre saudí de no respetar las reservas hoteleras, nos hacía temer que cuando llegásemos no tuviésemos habitación. Afortunadamente, las suites Al Farah, en Isbaillía (un barrio normal, en expansión, con adosados y bastantes centros comerciales) si nos habían respetado nuestra reserva para 3 noches, que consistía en una suite con un dormitorio amplio (cama grande, colchón y sábanas normales) con ventana al exterior, armario, espejo y aire acondicionado ruidoso, todo enmoquetado. Además tenía un saloncito con dos sofás (muy castigados), moqueta, una TV con canales satélite y alguno extranjero, y luego una cocinita viejecilla (el frigo era bastante pequeño) y un baño con inodoro, lavabo, ventana al exterior y ducha aceptable con una media mampara que no impedía ciertas “inundaciones”. Todo con un nivel de limpieza bajo y lo peor, al darnos el 4º y último piso y estar cerca del ascensor, tuvimos que padecer los ruidos de la maquinaria de éste cada vez que se ponía en marcha.
Afortunada y desgraciadamente también, durante todo un día y una noche pudimos descansar del ascensor porque la tromba de agua que cayó en Riyadh, inundó los dos edificios del hotel y el ascensor dejó de funcionar (aunque eso supusiera tener que subir andando 4 pisos de escaleras, claro). Teníamos plaza de garaje gratuita en el sótano (que curiosamente no se inundó mucho) y llevábamos los desayunos, los cuales se hacían en el hall de entrada, debidamente habilitado para ello, con una zona común (una docena de mesas) y otra, más pequeña (solo 2 mesas) separada y protegida por un biombo para mujeres solas o familias que quisieran más intimidad.
Los desayunos, tremendamente árabes, eran básicamente ensaladas, hariras y sopas, huevos duros, pan ácimo, algunas frutas (pero ni un plátano), aceitunas, algo de fiambre de vaca y quesitos, todo eso con té o café al cardamomo. Nos podíamos salir de este menú gracias a un viejo y cochambroso tostador donde, sin prisas, podíamos poner algunas rebanadas de pan de molde (una tanda salía cruda, otra quemada y la tercera, comestible) y siempre que se lo pidiéramos al camarero (nunca se acordaba) tendríamos porciones de mantequilla para untar las cápsulas de mermelada caducada (del año 2020) que estaba como si fuera plastilina de colores. Solo al tercer día conseguimos que el camarero, al vernos, nos sacara, sin pedirlas, porciones de mermelada sin caducar. A nuestra disposición leche caliente y un bote de café soluble.
Aquí pudimos corroborar cómo funciona la hostelería en Arabia. Al ser el nuestro el último piso, a nuestra derecha se abría una puerta que daba a una terraza sin acceso a huéspedes, por una razón muy sencilla: en esta terraza había instalados dos contenedores metálicos (de esos de obra), donde se hacinaban los paquistaníes y similares que trabajaban en el hotel, como ya creo que he reseñado, por unos 100$ semanales y con jornadas de 12 o más horas. Es decir, no solo en el mundial de Qatar hubo abusos laborales y sociales (incluidos fallecidos en la construcción), sino que esto es corriente en Arabia Saudí desde hace años y años.