8 maravillosos días en Japón ✏️ Blogs de Japon

Tras un buen desayuno en el hotel (no era tampoco gran cosa, pero ayudaba a empezar bien el día), fuimos a la estación a coger el bus 205 para que nos llevase al templo Kinkaku-ji (Pabellón Dorado). La verdad es que moverse en bus por Kyoto es fácil; hay un mapa muy bueno que te vienen todos los buses con sus rutas y es sencillo orientarse. Sin embargo, nosotros tuvimos problemas con el tráfico, ya que a veces para hacer un trayecto corto estábamos muchos minutos. Hay una tarjeta que cuesta 500 yenes al día con la que puedes viajar en bus por toda la ciudad. Nosotros la compramos en el hotel directamente, aunque también puedes adquirirla en las estaciones importantes.

El Pabellón Dorado, un símbolo de la ciudad

Después de 40 minutos en el 205, donde pudimos ver durante el trayecto la gran cantidad de templos que tiene Kyoto, llegamos al Kinkaku-ji, más conocido como Pabellón Dorado. Este templo, cuyo coste es de 400 yenes por persona, es una de las joyas de la corona de Kyoto.
Patrimonio Nacional por la Unesco desde 1994, este bello templo zen del siglo XIV es de una belleza prodigiosa. La vista con el lago y el bosque verde del resplandor dorado del pabellón principal enamora a cualquiera. La visita dura unos 40 minutos, con el inconveniente de la masificación del lugar, ya que seguramente sea el templo más conocido de Kyoto. La visita sin duda merece la pena.

La tranquilidad zen

A la salida compramos unos dulces de pasta de judía en una bonita que había en frente y cogimos el bus 59 para ir al templo Ryōan-ji, popularmente conocido por su jardín zen, el más importante de Japón. El trayecto en bus son unos 5-7 minutos, ya que está relativamente cerca e incluso se puede ir caminando. La entrada cuesta 500 yenes y lo que más nos gustó de la visita, además del jardín zen, fue los alrededores, donde se respiraba una paz infinita.
Realmente al haber menos masificación, puedes pasear más tranquilamente y valorar la belleza de una ciudad en la que los templos están muy muy cuidados. Dentro había un restaurante recogido con muy buena pinta, aunque supusimos que al ser turístico, sería más caro, así que lo descartamos.

Posteriormente nos desplazamos con dos buses a las cercanías del Castillo Nijo, aunque antes teníamos que comer. Como somos unos pesados y unos exquisitisos, estuvimos más de media hora dando vueltas, buscando sitios para comer. Cada vez nos íbamos alejando más de las grandes calles y nos vimos en un barrio precioso de callejuelas y de negocios muy tradicionales. Finalmente nos decantamos por un pequeño local que, aún hoy en día no sabemos como se llama, pero ponemos fotos de cómo era y la carta, ya que fue la mejor experiencia gastronómica que tuvimos durante el viaje.

La mejor comida de todo el viaje

La carta era pequeña y como teníamos hambre pedimos al azar un surtido de sushi y sashimi y un plato del que no teníamos ninguna referencia, pero que en la foto no tenía una gran pinta. El arriesgarnos fue nuestro mayor acierto. Nada más sentarnos nos pusieron los dos pertinentes vasos de agua y dos tazas de té verde frío para acompañar. A continuación trajeron la bandeja de sushi y sashimi y fue una auténtica explosión de sabor.

Pero el plato fuerte estaba por llegar y fue cuando trajeron el otro, que era una suerte de Kaisedon, pero con un sabor increíble. El plato consistía en una base de arroz de sushi, con alga nori, diferentes pescados cortados en distintas texturas, huevas y unos fideos realizados a base de la típica omelet japonesa. Simplemente, delicioso. El coste total fue de unos 2.100 yenes, es decir alrededor de 20 euros.

Castillo Nijo: normal por fuera, imprescindible por dentro

Con el apetito satisfecho y sin parar de hablar de lo rico que estaba el plato que habíamos probado, nos dirigimos al Castillo Nijo, del que debo confesar que no tenía altas expectativas por lo que había leído y por su imagen desde fuera. Sin duda me equivoqué, porque es impresionante. Es una visita imprescindible. De hecho nos arrepentimos de no haber pagado por unas audioguías,ya que el interior del castillo está atestado de una gran riqueza e interesante historia. Cuenta con varios complejos y las estancias a visitar son hermosas. El único problema es que en esos momentos el calor estaba en su máximo apogeo y nos afectó un poco el cansancio.

Pero disfrutamos mucho de la visita (el precio es de 600 yenes) y fue una buena manera de conocer el Japón también político, alejándonos de esa espiritualidad que nos iba a acompañar durante todo el viaje.

Como estábamos muy cansados y no muy lejos del hotel en bus, nos fuimos un rato para descansar y ducharnos. Ahí pudimos relajarnos algo más de una hora para encaminarnos a nuestro próximo destino: El barrio de las geishas (hay numerosos buses desde la estación que en 10 minutos te dejan al lado de este barrio).

El barrio de las geishas: bello, pero para turistas

Este barrio es un laberinto de pequeñas callejuelas donde la iluminación y los olores de comida recién hecha nos trasladan a otra época. Nos encantó lo que vimos, con la visión del río y una temperatura ideal para pasear y descubrir nuevos negocios. El único problema es que la mayoría de estos negocios están orientados al turismo, por lo que vives las típicas situaciones de personas mostrándote el menú para que entres a su local. Nosotros solo accedimos a probar un helado de té verde, que sinceramente nos encantó y más aún con la vista del río.

Pokemon Go y el Santuario Yasaka

Andamos un poco más y, gracias a una recomendación de una pareja española que nos habíamos encontrado por la mañana, nos dirigimos al Santuario Yasaka, un templo que tampoco cierra y que es famoso por sus farolillos. La visión algo elevada por la noche es increíble, fue una gran experiencia. Además, y a modo de curiosidad, nos encontramos con un gran número de personas jugando a Pokemon Go, muchas de ellas adultas y solas. Nos resultó curioso, quizás con los años es una buena imagen del ‘boom` que tuvo ese juego durante esos meses.

A continuación, y como en los viajes siempre hay “una de cal y otra de arena”, cometimos uno de los peores errores y nos metimos en una especie de bar que tenía una pinta como de “tasca” y que nos pareció muy conveniente, ya que parecía como un sitio de ‘tapas’ auténtico. No nos dimos cuenta de que la mayoría de los clientes eran personas extranjeras y que a veces no hay que precipitarse. Por suerte solo pedimos dos tapas y agua. Nada de lo que pedimos era especialmente bueno y nos cobraron como 1600 yenes. Hubo gente que corrió peor suerte a nuestro lado y había pedidos numerosos platos y que luego al ver la cuenta, y tras la mala experiencia, puso cara de susto.

El okonomyaki de la tasca

Como queríamos desquitarnos de esta mala experiencia, volvimos a adentrarnos en el barrio de las geishas, aunque veíamos todo muy turístico. Cuando ya estábamos por desistir, mi hermana se fijó en un pequeño local de aspecto cutre que decían en un cartel mal escrito que hacían okonomyaki, la famosa “pizza de Osaka” (a mí me parece más bien como una tortilla). Vimos que no había nadie y que tenía efectivamente un aspecto nada orientado a turistas y nos decidimos a entrar.

Al entrar nos sentamos alrededor de la gran plancha y le pedimos al cocinero un okonomyaki para compartir. Pudimos ver el proceso de cómo la iba haciendo lentamente y volvimos a sonreír. Más aún cuando la probamos, ya que estaba muy rica y suave en su textura. El precio de este manjar no llegaba a los 700 yenes. La comparación con el anterior era odioso, pero así son los viajes.
Ya en el hotel, redondeamos el día con un poco de bebida. Mi hermana se compró una cerveza y yo me pedí un cóctel a base de ginebra. Fue el broche final a un día de enormes emociones.

Justo en esos momentos fue cuando se me ocurrió quizás la mayor locura con respecto a nuestra ajustada programación del viaje. Mientras bebía y usaba mi móvil investigando sobre Nara, nuestro próximo destino, no pude dejar de leer cosas buenas de Dotonbori, uno de los barrios más famosos de Osaka. Le propuse a mi hermana pasar la tarde-noche en Osaka, algo que parecía una locura por la falta de tiempo y la paliza que suponía. Nos fuimos a la cama con la duda y con todas las opciones abiertas, aunque yo estaba muy decidido a intentarlo.

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Cogimos temprano un tren para Nara y en alrededor de una hora llegamos a nuestro destino. Tengo que decir que Nara, a pesar de que tiene cosas de enorme belleza, fue la ciudad que más me decepcionó. Y no por sus templos o su paisajes, sino porque nos pareció demasiado turística, no nos gustaba el trato que se le da a los ciervos sika, que están en todos los rincones turísticos de la ciudad.

Al salir de la estación de Nara, la oficina de turismo te entrega un mapa con toda la información. Se ve bien claro que aquí la ciudad vive en gran medida de los visitantes, por lo que cuidan mucho al turista. A los diez minutos caminando, a mi hermana se le ocurrió que podíamos alquilar unas bicicletas. Me encantó la idea, así que nos dirigimos a una nueva oficina de turismo, que nos indicó dónde era posible realizar un alquiler de bicis.

Nara en bicicleta: una gran idea

El alquiler por cada bici de marchas fue de 600 yenes. La verdad es que al principio nos costó un poco, ya que no estamos muy en forma con respecto al deporte y las cuestas hacia los templos nos mataron un poco. Eso, añadido al calor, provocó que llegásemos medio muertos al Templo Todaiji, mundialmente famoso por tener en su interior de una estatua gigante de Buda.

Nos planteamos mucho si pagar los 500 yenes que costaba la entrada al templo, ya que desde fuera se veía su enorme grandeza. La verdad es que era impresionante, sobre todo sus grandes puertas y muros construidos con madera. Finalmente no fuimos tacaños y entramos a contemplar esta estatua, que sinceramente impresiona. El templo por dentro tiene una infinidad de detalles interesantes, por lo que salimos contentos de la pequeña inversión.

Cogimos nuestras bicis y nos dirigimos al Templo Kasuga, el templo sintoísta más importante de Nara, que destaca además por sus 300 linternas y su posición privilegiada en lo alto del monte. A la zona privada de este complejo no entramos (costaba unos 500 yenes por persona), pero la verdad es que aprovechamos el paseo por la zona, ya que es mucho más tranquila y cuenta con edificios muy bonitos y cuidados. Aprovechamos para seguir andando por los bosques y descansamos un poco antes de seguir el trayecto.

Así que de nuevo en las bicicletas pudimos disfrutar de una placentera bajada con la que ahorramos más o menos 40 minutos de paseo a pie. Realmente nos encantó esa sensación de libertad de estar en Japón, en una ciudad como Nara, con grandes bosques, montando en bicicleta. Son de esos momentos de risas y liberación que siempre te quedan en la memoria.

De pagodas y kushikatsu va la cosa

Llegamos hasta el templo Kofukuji, uno de los más importantes de la región (llegó a contar con 175 edificios; ahora solo quedan 12). Aquí hay dos pagodas y complejos de enorme hermosura. Se puede acceder dentro de ellos pagando una entrada combinada (no tenemos el precio). Nos hicimos muchas fotos aquí y luego bajamos a Higashimuki, la calle comercial de Nara, donde encuentras una amplia oferta gastronómica.

Al final nos decantamos por uno que eran especialistas en fideos soba, que te servían en una olla caliente. El juego estaba riquísimo y los devoramos. Además, para acompañar pedimos una tempura de gambas y verduras. Como teníamos ganas de probar más cosas, fuimos a un sitio donde hacían los famosos kushikatsu (los famosos pinchos empanados de Osaka). Probamos uno de pollo y otro de cola de gamba. El sabor, con la sala típica de la región, era increíble, por lo que nos prometimos volver a probarlos en la ciudad de donde son más famosos: Osaka.

Perdidos en Osaka

Tras un dulce artesanal a base de pasta de té verde y una vuelta más en bicicleta, fuimos a la estación para culminar nuestra locura de ir a Osaka. La verdad es que, al contrario del resto de lugares, apenas teníamos referencias de cómo movernos, mapas, etc. En el viaje en tren cometimos nuestro primer error, ya que nos bajamos en la estación central de la ciudad, sin saber que si nos hubiéramos bajado antes (creo recordar que era en Tennoji Station), no tendríamos que haber dado la vuelta y bajarnos en una estación que estaba a media hora andando de Dotonbori.

Dotonbori: no te lo puedes perder

Al final, no sé muy bien por qué, nos bajamos en Ashiharabashi y ya a oscuras tuvimos que iniciar una odisea para orientarnos y llegar a la estación de Namba, donde ya se ve el Dotonbori. ¿Alguna forma de definir este barrio? Es una pasada, es una explosión de colores y de comida. El paraíso para los amantes de la gastronomía japonesa callejera. Las luces de neón te trasladan a un mar de sensaciones totalmente nuevas. Se necesita más tiempo del que tuvimos para explorar estas calles, ya que incluso al irnos descubrimos unos callejones donde era casi imposible pasar, lleno de gente local y con aspecto algo turbio que nos pareció de enorme interés.

Durante nuestro recorrido aquí, probamos varios sitios de comida. Primero cayeron unas cervezas, con una vista privilegiad: el canal principal de Dotonbori, uno de los más famosos del mundo. Luego fuimos al sitio más famoso de kushikatsu (los rebozados) y pedimos un combo. Era un sabor perfecto, una textura cuidada, nos pareció bien de precio para la calidad y el sitio.

Luego fuimos al sitio de Gyozas, que estaban a un precio irrisorio en comparación con lo que cuestan en España (no recuerdo ahora el precio exacto y no quiero dar un dato erróneo, pero era sin duda barato). No teníamos tiempo para más y además estábamos llenos, pero nos quedamos con la idea de que ese barrio merece la pena visitarlo con tranquilidad, ya que tiene un interés especial.

Nos peleamos por encontrar el metro que nos dejase de nuevo en la estación central y ya cogimos un nuevo tren que nos dejaba en la estación de Kyoto. Llegamos pasadas las 12 al hotel. Fue uno de los días más agotadores del viaje. Nos fuimos a la cama totalmente muertos.

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Desayunamos, preparamos las maletas y las dejamos en recepción con nuestra etiqueta para recogerlas posteriormente. Ese día empezó a bajar ligeramente la temperatura, aunque lo más destacable fue la lluvia que empezó a mostrar su fuerza. Nos dirigimos a la estación para coger un bus con idea de visitar los alrededores del Sanjūsangen-dō, templo famoso por sus 1001 estatuas de Kannon. Pero con la locura de la lluvia, la estación estaba abarrotada, así que decimos ir andando (unos 20 minutos), una decisión arriesgada, ya que nos atacó con fuerza la lluvia.
Disfrutando bajo la lluvia

Sin embargo, en el camino conocimos templos pequeñitos que no salen en las guías, donde pudimos incluso asistir a ceremonias tradicionales. Nos encantó ese paseo, ya que era imprevisto y entramos a sitios más pequeños, pero con una belleza peculiar. Cuando por fin llegamos al Sanjūsangen-dō, nos invadieron las dudas de si entrar o no por el tiempo que teníamos disponible y por el precio que pedían (600 yenes), ya que el templo tenía una parte con reconstrucción.

Una maravilla: Kiyomizu-dera

Sin más tiempo para pensar, cogimos un bus (el 100 creo recordar) para ir a la zona del templo Kiyomizu-dera, el que personalmente más me gustó del viaje. El bus te deja algo alejado del templo, pero sinceramente el camino hasta llegar merece la pena. Hay que subir una cuesta preciosa, donde aparecen edificaciones bajas y tradicionales, ocupadas en la actualidad por distintas tiendas de comida, regalos o ropa orientadas totalmente al turismo.

A pesar de la masificación que hay al subir sin duda cada vez que te vas acercando más empiezas a darte cuenta de la belleza del lugar. Cuando terminas de subir y llegas a la entrada no puedes nada más que pararte unos segundos y empezar a disfrutar con esta auténtica maravilla. Y es que el Kiyomizu-dera se trata de un conjunto de templos y edificaciones construidos a partir del año 778.

Las pagodas, la decoración, las paredes pintadas de un rojo tan intenso, la vista desde el balcón y sobre todo la vegetación que rodea a esta estructura hacen de él una visita que considero indispensable si se viaja a Kyoto. El precio es de 300 yenes y sin duda merece la pena entrar, ya que como adjuntamos en la imagen (cortesía de japonisimo.com), el recinto es enorme y tardas bastante tiempo en verlo bien. A nosotros nos llovió intensamente durante la visita y eso acrecentó más aún la belleza de la vegetación. Mi sensación es que para verlo bien tienes que estar mínimo dos horas, para disfrutar tranquilamente paseando.

Una experiencia gastronómica con fugu: mercado Nishiki

Satisfechos de nuestra visita, cogimos otro bus y nos dirigimos a la zona del centro para ir a uno de los puntos más importantes de la ciudad: Nishiki. Este mercado tan estrecho, ocupa cinco calles y tiene una longitud de casi 400 metros es una de las joyas de Kyoto. En sus puestos sobre todo priman los productos frescos. Nosotros nos pusimos las botas y probamos varios pinchos de calamar, gamba rebozada, pulpo, sushi, marinados de salmón, bolas de arroz, etc.

Nos gastaríamos unos 2.000 yenes entre los dos, pero la verdad es que nos pareció un buen precio para la calidad de la comida y además es que a nosotros nos encantan los mercados. Lo más raro que encontramos fue el famoso fugu, más conocido como pez globo. Este era uno de los productos que teníamos más ganas de encontrar, aunque siempre habíamos debate sobre si probarlo o no (es altamente venenoso si no se prepara bien). Al final yo me animé y probé una suerte de brochetas que tampoco traían mucho, pero con lo que al menos me quité esa curiosidad. Dicen que es mejor probarlo en sashimi, pero bueno aquí estoy escribiendo y no me pasó nada. No sé si la siguiente vez lo volvería hacer.

Sin tiempo para mucho más, dimos una vuelta por la zona de Gion y cogimos un bus para recoger las maletas del hotel. Debido al tráfico lento de Kyoto por los atascos, tuvimos que correr un poco, porque teníamos miedo de perder el tren a Tokyo; finalmente pudimos cogerlo y el viaje de vuelta a la capital fue genial. Nos lo pasamos muy bien en el tren, ya que había un grupo de japoneses bastante escandoloso que no paraba de beber y hacer bromas.

Diversión en el tren: estos locos japoneses…

Nosotros lejos de enfardarnos por ello por estar cansados o querer dormir, decidimos seguirles el ritmo y beber unas cervecitas en el viaje para reírnos con las locuras de este grupo. Había uno que no creo que pudiera llegar a casa porque se caía todo el rato. Sinceramente fue uno de esos pequeños momentos que se te quedan grabados. Fueron dos horas y media en las que nos reímos muchos y pudimos conocer ese lado algo más ‘gamberro’ de los japoneses.

Desde la estación de Tokyo volvimos a coger nuestra amada Yamanote Line y nos dirigimos al Oak Hostel Zen, nuestro hotel para las últimas tres noches. Estaba situado junto a la estación Uguisudani, que es una zona algo turbia por así decirlo, pero interesante (para nada insegura). El hotel está situado en un callejón y se ve que es bastante nuevo. Las habitaciones son grandes y te dan un kimono en forma de pijama para dormir e ir por el recinto. Las duchas también son buenas y la verdad es que en general la atención fue excelente.

Paseando por la noche de Tokyo

Como estaba bien comunicado, nos dirigimos a dar una vuelta y acabamos de nuevo en Akihabara. No queríamos cenar muy tarde, así que dimos una vuelta y acabamos en el barrio de Okachimachi (entre Ueno y Akihabara). Aquí hay muchos locales de sexo y se ve una presencia constante de personas encorbatadas vigilando los recintos de dudosa reputación. Al final nos decidimos por un pequeño local de sushi, donde pudimos ver el proceso de elaboración. El sitio era algo caro, pero nos quedamos llenos.

Ya en el hotel nos hicimos, como no podía ser de otra manera, las fotos con nuestros kimonos y dormimos a rienda suelta para encarar el siguiente día.

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