La lluvia no quería dar una tregua y nos planteamos seriamente renunciar a la visita a Amberes e irnos directamente a Lovaina. Pero no nos dejamos llevar por el pesimismo y mantuvimos el plan original. Fue el trayecto más largo del viaje, una hora y media en tren. Cuando paramos en Gante diluviaba, pero en Amberes prácticamente no llovía. Sin embargo, poco duró nuestra alegría, ya que cuando salimos de la estación ya estaba lloviendo otra vez. Menos mal que íbamos preparados, con chubasquero, gorro impermeable, paraguas, botas con gore-tex y mi marido incluso llevaba pantalones de lluvia.
Lo primero que llama la atención de la visita a Amberes es la estación de trenes. Preciosa y de dimensiones tamaño espectaculares.
Dejamos las maletas en consigna y nos dirigimos al centro de la ciudad por la calle Meir, conocida como “la milla de oro”, por la gran cantidad de joyerías de diamantes y tiendas de ropa de marca. Es una amplia avenida con edificios del siglo XIX.
Llegamos a la Plaza Groenplaats, donde destaca la imponente Catedral de Nuestra Señora, de estilo gótico y con una torre de 123 metros. La entrada cuesta 5 euros y en su interior están expuestas numerosas obras de arte, entre ellas, cuatro pinturas de Rubens. Yo no soy entendida en arte, pero después de ver el detalle de las figuras de los retablos de Rubens, las de los otros cuadros me parecieron bastas. La catedral por dentro es preciosa.
Después de pasar un buen rato en la catedral, nos fuimos a la Grote Markt, una plaza preciosa, donde destaca la fuente, el Ayuntamiento y las casas gremiales.
Seguimos con un paseo por la zona del río, y llegamos al castillo, aunque no entramos.
Desde allí volvimos al centro, por un bonito paseo, pasando, entre otros edificios, por la Casa de los Carniceros.
El paseo bajo la lluvia no nos dejaba ver muchas cosas, y ya nos había entrado hambre, así que nos comimos unos bocadillos y una sopa antes de poner rumbo a la estación de trenes. De vuelta por una calle paralela a la calle Meir encontramos el edificio de la Ópera.
Llegamos a Lovaina poco después de las tres de la tarde. Nuestro hotel, el Mille Colonne, estaba junto a la estación de tren, en la Plaza Martelarenplein. No tiene indicador de hotel, sino que se entra a través de un restaurante, el Klimob. Tampoco tiene recepción, en el mismo restaurante te dan las llaves. Cuando llegamos aún no nos habían arreglado la habitación, así que la primera impresión no fue buena. Dejamos las maletas y fuimos a un supermercado a comprar algunas cosillas para llevarnos a casa, porque habíamos dejado todas las compras para el final. Nos trajimos varias cervezas que nos habían gustado mucho y que no se encuentran fácilmente en España.
En la tienda fue cuando me di cuenta de que me había dejado el paraguas en el tren . Cabreada, bajo la lluvia, pusimos rumbo al centro de Lovaina. Por el camino, encontramos un supermercado más grande, y aprovechamos para comprar alguna otra cerveza, quesos, y un paraguas.
Poco antes de llegar nos desviamos por la zona de la Universidad, donde vimos la impresionante Biblioteca Universitaria. Lovaina es una ciudad con mucha tradición universitaria, y algunos de los edificios de la Universidad son preciosos.
Callejeando un poco por una zona de restaurantes llegamos al Grote Markt, donde nos quedamos embobados mirando el ayuntamiento, realmente impresionante. Es el edificio más bonito que vimos en Bélgica.
Junto al ayuntamiento, en la plaza, está la Iglesia de San Pedro, que no pudimos entrar a ver porque ya estaba cerrada.
Continuamos el paseo en dirección al beaterio, disfrutando por el camino de algunos edificios universitarios y por la iglesia de San Miguel.
El beaterio de Lovaina es el más grande de Bélgica, y en la actualidad viven en él estudiantes universitarios. A mi me gustó más que el de Brujas, porque es más grande, como un pequeño pueblo, con sus puente sobre los canales, y además, se ve que hay vida en él, bicicletas, estudiantes,… A mi marido le gustó más el de Brujas, pero es que en realidad son diferentes. En el de Brujas las casas son blancas, y es más pequeño, no tienes la sensación de estar en un pueblo dentro de la ciudad.
Volviendo a la zona centro, entramos en la Capilla de San Antonio, donde se cuenta la historia del Padre Damián, un misionero dedicado a cuidar leprosos, que acabó contrayendo la enfermedad. Sus restos se encuentran allí. La iglesia en sí no tiene mucho, pero estaba abierta y nos apetecía descansar un poco de la lluvia.
Desde allí nos fuimos a Oude Markt, una plaza de la que se dice que es la barra de bar más larga del mundo. Aunque eso mismo lo oí yo de Dusseldorf, y su calle de bares me pareció más grande que la de Lovaina. Y sin ir tan lejos, aquí en España hay calles con muchos bares, como la Laurel de Logroño, por ejemplo. El caso es que había muchos bares, algunos de ellos cervecerías con buen ambiente. Y con la cerveza más barata que en otras ciudades, se nota que hay muchos universitarios y menos turistas que en Brujas o en Gante.
Cenamos en una calle cercana, Parisjsstrat, en un restaurante de pasta para llevar, el Pasta à Porter. Eliges la pasta y la salsa, y te lo ponen en 5 minutos. Era el mismo concepto que el sitio de pasta en el que comimos en Brujas, pero con más variedad de salsas y la posibilidad de elegir pasta.
Echamos un último vistazo al ayuntamiento y nos dirigimos al hotel. O eso creíamos, que después de un rato nos dimos cuenta de que habíamos tomado la dirección equivocada. Regresamos sobre nuestros pasos, y al volver a la plaza, la habían iluminado, no hay mal que por bien no venga.
Cuando llegamos al hotel, ya estaba la habitación preparada y tenía mejor pinta. Habíamos reservado el desayuno y nos gustó mucho, con bastante variedad, y unos revueltos muy buenos. Una buena manera de despedirse de Bélgica.