![]() ![]() De Ejecutivo a Trotamundos. ✏️ Blogs de Sub Continente Indio
Aventuras, amores, viajes y tragedias en París, Marruecos, Calcuta, Katmandú y Himalaya de Nepal e India.Autor: Poegea Fecha creación: ⭐ Puntos: 5 (7 Votos) Índice del Diario: De Ejecutivo a Trotamundos.
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Etapas 4 a 6, total 10
No imaginaba en aquel mi primer viaje a Katmandú, hacía poco más de un año, con los destellos fascinadores de la aventura danzando ante mis ojos y con todo un mundo nuevo por descubrir, encontrarme ahora en situación tan angustiosa. Ahí estaba, solo, abandonado en mitad del Himalaya y con un desconocido agonizando a mi lado. Tenía todo el día por delante. Este y los sucesivos sin nada que hacer. Excepto cuidar a ese hombre y esperar el rescate. ¿Volvería Pemba a buscarnos? ¿Iba a terminar allí mi nueva vida? ¿Tan corta iba a ser la experiencia de viajes, caminos y nuevos encuentros que me prometía? ¿Cuál sería mi destino?
Debía tranquilizarme. Si me dejaba dominar por pensamientos funestos, lo iba a pasar mal. Me había impuesto la misión de salvar a este Jack. Lo miraba y me decía: “pobre chico, ¿quién es? ¿Qué pensará? ¿Qué dirá cuando despierte?” Me puse a derretir nieve en el infiernillo de gas. Tuve una visión de las comodidades que había abandonado, pero no sentí añoranza. Ni me arrepentí de ello, me sentí orgulloso. ![]() Volví a verme en aquel avión. Recuerdo que tan pronto como me acomodé en mi asiento pensé: “bueno, no más business class por una temporada”. Y, también: “vaya cambio de aspecto, adiós al traje, a la corbata y a los zapatos lustrosos; ahora en mangas de camisa, botas de montaña y con un anorak en el compartimento de equipajes encima de mi cabeza. Ya no hay duda, antes era un bohemio reprimido”. No era el único que vestía así. Había tres o cuatro parejas con una indumentaria similar a la mía y con mochilas de mayor o menor tamaño. A ellos, como a mí, nos atraía “la llamada de Oriente”, muy en boga en Francia desde “el Mayo del 68”, “pero ¿alguno de ellos partía, como yo, habiendo roto lazos con su pasado? ¿Dejando atrás trabajo, profesión y amor? ¿Había tomado una decisión razonable? Sí, he cambiado un futuro previsible por una nueva vida. O quizás no, pero estas botas que calzo están hechas para caminar”, concluí. También se veían bastantes tipos con aspecto de hombres de negocios y turistas en viaje organizado. Algunos dhotis hindúes, turbantes sijs y coloridos saris definían el lugar hacia donde volábamos: Nueva Delhi. Atrás quedaban, por el momento, más de quince años de vida profesional. Mi entusiasmo por el futuro desvanecía las dudas sobre lo acertado de mi decisión. Y, curioso, lo percibía tanto como el estreno de una gran aventura, como el triunfal acorde final a mi vida anterior. Era yo, entonces, un ejecutivo de tarjeta de crédito –American Express o Diners Club, please− siempre en ristre y maletín Samsonite amarrado a la muñeca. Tenía dos secretarias: una suiza, madura como yo y tan discreta y eficaz como un banco de Zúrich, y otra francesa, joven y punki. Tenía también un jefe bastante cretino y un sueldo que por pudor no me atrevía a confesar ni a mis amigos ni a mi familia. Conducía un BMW último modelo puesto a mi disposición por la empresa y vivía en un luminoso apartamento frente al Bosque de Bolonia. ![]() Comía en los mejores restaurantes, me vestía de Yves Saint Laurent y Ted Lapidus, y dos días por semana me escapaba a la hora del almuerzo a jugar al squash con mis antiguos compañeros del Insead de Fontainebleau, donde un par de años antes había conseguido mi MBA. Viajaba con frecuencia. Una vez a la semana iba a Milán, Frankfurt, Bruselas, Copenhague… Viajes tediosos en el día. Solía levantarme a las seis de las mañana para coger un avión tempranero y no regresaba a casa hasta las nueve o las diez de la noche, si no había habido retrasos. Mi vida era la del ejecutivo perfecto y bien pagado y, sin embargo, no me sentía feliz. ![]() Si en el trabajo las cosas no iban bien, en el plano sentimental no iban mejor. Desde hacía cinco años tenía una novia: Úrsula, de ojos aguamarina, cuerpo de valkiria y licenciada en Historia del Arte por la universidad de Heidelberg y de Filosofía por la de Munich, donde residía. Pero desde hacía un par de años nuestra relación permanecía estancada. Yo, por nada del mundo, ni siquiera por ella, quería irme a vivir en Alemania. Y ella, por nada del mundo, ni siquiera por mí, quería abandonar su puesto de profesora adjunta en la universidad y su doctorado sobre la Venecia del Settecento. La admiraba por sus ideas tan claras sobre política, sociedad y ecología, aunque a menudo, debido a nuestra diferencia de edad –yo era doce años mayor que ella− y de educación entre Alemania y España, me parecían harto avanzadas. Me escribía unas cartas muy inteligentes y cariñosas, pero cuando estábamos juntos era demasiado introvertida y le costaba entregarse. Cuando lo hacía, era maravillosa. Nos veíamos una vez al mes y pasábamos juntos tres o cuatro semanas en verano. En general era yo el que empujaba para vernos. En mi última carta le había escrito: "Estoy harto de cartas, la comunicación de la ausencia. Un sucedáneo reflexivo, idealista, de una relación, pensamientos de lo que queremos o cómo querríamos ser. Poca realidad. Quiero, soy, espontaneidad, sentimiento, goce, reniego de la espiritualidad a distancia. Admiro a Platón, pero me mueve Epicuro". ![]() De regreso a París pasé buena parte del fin de semana reflexionando sobre este modo de vida tan absurdo. “El éxito no es la llave para la felicidad; la felicidad es la llave del éxito”, recordé. Estaba harto de viajes, aeropuertos, autopistas, oficinas y restaurantes en una sucesión comprimida de prisas y reuniones. Y así, ¿cuántos años más? No hay mayor tortura que trabajar en algo inútil y sin sentido. Y así me sentía a menudo, vacío. Y el vacío era como un espejo delante de mi rostro cuando, terminado el trabajo en la oficina o de regreso de un viaje relámpago, llegaba a casa. O los fines de semana si no podía encontrarme con Úrsula. Llovió durante todo el fin de semana. Ese París gris y deprimente acrecentaba mi sensación de soledad. Amaneció un domingo siniestro. Pasé la mañana contemplando la lluvia derramarse sobre los árboles del parque. Después de comer me tomé un Remy Martin, cogí el BMW y me fui al Museo Guimet de Arte Asiático. Había leído en Le Monde que proyectaban un documental sobre Nepal. ![]() Apenas conocía la existencia de ese país. Las imágenes de la exótica Katmandú con el bullicio de sus mercados pintorescos, sus pagodas de tejados curvos y sus templos flanqueados por esculturas de extraños dioses, junto con las escenas de gentes alegres en los bellísimos valles cobijados bajo las cordilleras nevadas, me atrajeron profundamente. Sobre todo las de una sonriente familia nómada caminando por unas laderas recortadas en terrazas de campos de arroz y sembradas de banderas de oraciones y estupas budistas. “¡Libertad, libertad!”. Despertó mi alma vagabunda. ![]() “Pero, la libertad ¿me acercará a la felicidad? Sí, porque podré elegir mi destino sin cortapisas”, me respondí mientras descendía por la avenida de Iena en dirección a los Jardines del Palacio Chaillot, donde tenía aparcado el coche. “Pero, ¿quiero ser solo feliz? ¿No puede ser eso más bien aburrido, plano? No, lo que deseo es novedad, aventura, lo imprevisto, descubrir. Elegir si quiero embarcarme en ello o no; enamorarme, apasionarme aunque ello, lo sé, pueda llevarme a un peligro o a sufrir. En fin, quiero vivir, vivir, descubrir, encontrar gente y lugares nuevos. Me sentía optimista cuando llegué a casa. Desprecié el ascensor y subí de dos en dos los escalones de los tres pisos desde el garaje hasta mi apartamento. Me calenté la menestra de verduras que quedaba de la noche anterior, saqué el camembert, el roquefort y el paté de canard de la nevera, y abrí una botella de Châteauneuf du Pape. Tras la segunda copa, al otro lado del balcón, los árboles del Bosque de Bolonia se habían transformado en las montañas nevadas y viajeras del Himalaya. “Hier encore j’avais vingt ans. Je caressais le temps Et jouais de la vie Comme on joue de l’amour Et je vivais la nuit Sans compter sur mes jours Qui fuyaient dans le temps . . . . . . . . . . . Et j’ai gâché ma vie” cantaba Charles Aznavour en la radio mientras me preparaba para meterme en la cama. Pues no, yo no. A mí no me iba a pasar. Aún estaba a tiempo. Decisión confirmada: “por el momento me tomo un año; después, Dios dirá”. El lunes, nada más llegar a la oficina, dicté a una estupefacta Anne mi carta de dimisión. Con ella en la mano me presenté en el despacho de mi despreciado jefe. −¿Qué es? −inquirió. −Mi dimisión. −¡Ah, pero no! No te vas a ir ahora. Pues sí. Escapé de mi vida como si la vida me fuera en ello y pocas semanas más tarde estaba fumándome un chilom con los hippies y los shadus de la vieja Plaza Real de Katmandú. Y, unos días después, mochila a la espalda, me había unido a un grupo de franceses en mi primer trekking por los caminos del Himalaya en busca de las montañas voladoras. ![]() Etapas 4 a 6, total 10
Volvía a nevar. Era nuestro segundo día en la tienda. Había amanecido cubierto pero tranquilo. A mitad de mañana, un buen rato después de haberse ido Pemba, incluso se había despejado; pero luego los copos, mientras avanzaba la tarde, tornaron a caer sin desmayo. Suponía que Pemba habría llegado cerca del puerto y me preguntaba si lo cruzaría antes de que cayera la noche o esperaría a la mañana siguiente. Imaginaba que en un par de días llegaría al pueblo. “Así que en otros cuatro días, a lo sumo cinco, estarán aquí. Siempre, claro, que la nieve permita atravesar el dichoso puerto”, pensé.
![]() Nos quedaba sobre un kilo de arroz, un cuarto de lentejas y medio de muesli; té, café y leche en polvo, cuatro sobres de sopa, una cabeza de ajos, un par de cebollas, una lata de atún, otra de sardinas y una caja de queso en porciones. “Para esos cinco días tenemos. No vamos a hacer mucho ejercicio, tampoco necesitamos comer mucho”. Veía a Jack incómodo. Se quejaba mucho del hombro izquierdo. Lo tenía hinchado y de un color cárdeno. Le daba un paracetamol cada ocho horas, pero me temía que tuviese algún hueso roto. Al despertar me había mirado con asombro. “Tú, tú ¿quién?... Peter, Peter”, dijo con una voz débil. Intenté hablarle, pero repitió su extrañeza y volvió a quedarse dormido. Supuse que Peter era su compañero desaparecido. A última hora de la tarde, tras explicarle como lo habíamos encontrado, al verse socorrido y en compañía, pareció que empezaba a recobrarse, aunque no se encontraba con fuerzas para salir del saco de dormir. −¿Tienes dolores? −No, sí…, el hombro –respondió con un hilo de voz− no veo bien. Le miré la cara. Sus labios seguían amoratados y sus ojos parecían sin vida. No tenía yo mucha experiencia en esos casos. Pensé que lo peor ya había pasado y que tenía una ceguera temporal a causa de los días que había pasado entre la nieve y sin gafas. “Quizás debería vendarle los ojos”, pero no quise asustarlo. −Sería mejor que te pusieras mis gafas –le dije al tiempo que se las ofrecía y le ayudaba a ponérselas−, te harán descansar los ojos. Te pondrás enseguida mejor, solo te hace falta reposo, hidratarte y comer. Ya verás cómo mañana te encuentras bastante bien. No me respondió pero se dejó hacer. Le examine las manos. Los dedos de la derecha no habían mejorado mucho, los de los pies los tenía bien. Pero no parecía intranquilo por su estado. Pensaba en su camarada y en el regreso a casa: −¿Qué voy a decir a sus padres? –musitó. No supe qué contestar. ¿Qué podía decirle? Pero Jack −resultó que se llamaba así− tampoco esperaba una respuesta por mi parte. Tras un par de minutos, prosiguió: −Se estaba muriendo… a mi lado… y yo, nada. −Estoy seguro de que hiciste todo lo que pudiste. La montaña, el hielo. Es imposible luchar contra ellos. Pero no pareció oírme. Murmuró alguna otra frase y volvió a su estado de postración. Sus palabras me hicieron pensar en mis padres y en mi niñez. . . . . . . . . . . . . . . . . Cuando desperté aquella mañana de nuestro tercer día fue como si me encontrara suspendido en un espacio etéreo. Jack dormía más tranquilo. Descorrí la cremallera y me asomé al exterior. Amanecía. Siempre se recibe el comienzo del día con esperanza. La necesitaba. Un halo rosa teñía el cielo todavía oscuro a nuestras espaldas. El fondo de la garganta permanecía en tinieblas y en lo alto brillaban los glaciares. El silencio era tan absoluto que se hacía perceptible y emocionante como el sonido continuo de una sola nota musical. Escuché inmóvil. Era mi corazón. En él resonaban los ecos de mi pasado. ![]() Recuerdos, de nuevo recuerdos. Los que se asocian con la infancia siempre parecen felices. Los de mi adolescencia y primera juventud me lo parecieron también. Pero ahora sé que lo creía así porque éramos unos ignorantes. En verdad eran tiempos muy grises. Pero los niños, cómo no habíamos conocido otra cosa… Qué distinta hubiera sido mi vida si no me hubiera ido justo a los veintidós años a París. . . . . . . . . Jack se removió a mi lado. “Llevo casi toda la mañana sin salir de esta miserable tienda. ¿Es por este encierro qué los recuerdos de mi infancia vienen a mi mente?”, pensé. “¿Es por qué solo escucho el silencio de mi alma? ¿Estoy haciendo balance ante la cercanía de la muerte? ¿Esperando la mano de nieve?, como decía el ingenioso y disparatado poeta José Bergamín. ¿Qué siente un hombre cuando se muere? ¿Qué pensará Jack en su estado? Qué impotencia debe sentirse si en el momento de tu muerte no hay nadie a quien mirar. Tampoco nadie que te hable o que te escuche. Eso es la soledad auténtica, total”. “Ni hablar, es tonto especular sobre eso”, reaccioné. “Estoy en perfecta salud y forma física. Pemba vendrá a buscarnos y si no, tan pronto como este hombre se recupere, nos vamos; y si se muere –me avergoncé de esa reflexión−, me voy yo solo; tampoco debo estar tan lejos del pueblo, recuerdo el camino. ¿Y si hay niebla o demasiada nieve?” Mi compañero, ahora sí, se despertó y se frotó el hombro con la mano derecha. Le preparé un plato de arroz del que había cocido un par de horas antes y se lo ofrecí. Le ayudé a incorporarse y, mientras con mi brazo izquierdo le sostenía por detrás de la espalda, le fui dando cucharada a cucharada. Luego le di un té con las vitaminas y el antiinflamatorio. Musitó varias veces un “gracias” y volvió a tumbarse. Yo, por mi parte, necesitaba moverme un poco y respirar. Salí al exterior. La tarde se había aclarado y el sol traspasaba tímido las nubes. Apenas llegaba a calentar. Extendí la manta de supervivencia a la entrada de la tienda y me senté. Allí, solo, con las montañas y el cielo entramado de grises y azules desvaídos, con mis recuerdos y mis inquietudes. “Debería pensar menos, poner la mente en blanco como enseñan los yoguis y relajarme”. Divisé un grupo de bharales, esos carneros azules del Himalaya muy similares a la cabra hispánica, de gruesa piel gris y lomo azulado que, de lejos, cuando están inmóviles, parecen rocas. Los machos tienen grandes cuernos en forma de arco mientras que las hembras los tienen rectos y cortos. Eran una docena, cerca de doscientos metros ladera abajo, justo al linde del bosque. Pastaban sobre las duras hierbas altas que sobresalían de la nieve y mordisqueaban las ramas de los matorrales. Fueron subiendo con lentitud hacia donde yo me encontraba. Ya se habían acostumbrado a mi presencia y a la de la tienda. De improviso echaron a correr, dispersos, uno por cada lado. Me preguntaba por qué, y lo que vi me trajo a la memoria el relato de Peter Mathiessen, The snow leopard, que había leído en Katmandú hacía un par de meses y donde el autor cuenta como acompañó al célebre zoólogo George Schaller en su expedición al valle de Dolpo en Nepal en busca de ese felino. Solo encontraron sus huellas y algunos excrementos. Lo que sí vieron fue muchos bharales y explica que estos son el alimento preferido del leopardo. ![]() Y allí estaba, a lo lejos, delante de mí, el elusivo leopardo de las nieves, como se le adjetiva siempre en los relatos sobre la fauna del Himalaya. Debía de haber surgido del mismo lugar que los carneros unos minutos antes. Mis sentidos se agudizaron. Estaba a punto de ocurrir algo que pocas gentes habían tenido la suerte de presenciar. Saqué la cámara que guardaba entre el pecho y el anorak, para proteger las baterías del frío, y que había cogido para hacer fotos de la puesta de sol. Por suerte tenía colocado el zoom y a través de él, puesto a 200 mm., podía acercarme a la escena. A todo esto, el leopardo había elegido presa: un joven corderito que corría pegado a los cuartos traseros de su madre. Su distancia con el cazador menguaba a ojos vistas. Apenas unos metros y éste tendría el botín bajo sus garras. Les seguía anhelante a través del visor. La ley de la selva. Inevitable y eterna. Cuestión de segundos. Pero entonces surgió el instinto, poderoso. Se revolvió la madre, bajó la testuz y, con sus cuernos bien dispuestos, plantó cara a la fiera mientras su pequeño vástago se apresuraba a ocultarse tras ella. Se frenó el felino, dudó, se movió unos pasos, a derecha, a izquierda, indagando por donde atacar a la decidida defensora. Esta se mantenía firme en su posición. El leopardo buscaba el flanco adecuado para abalanzarse, pero no lo hallaba. Hacía un simulacro de ataque y se encontraba enfrente cuernos y testuz. El corderito no se despegaba del trasero protector. Hasta mí llegaban sus balidos desconsolados. ![]() Los demás bharales, entretanto, contemplaban la acción desde lejos sin hacer mención de intervenir. Dos cuervos negros aterrizaron sobre la nieve blanca, a una veintena de metros de la acción, a la espera de un desenlace provechoso. Unos cuantos ensayos más de embestida y el leopardo se inmovilizó. Bajó la cabeza hasta casi lamer el suelo como diciendo: “me rindo” y optó por la retirada, aunque cada pocos pasos se tornaba para volver a evaluar la situación. Pero la madre no le quitaba la vista, atenta y firme. Se escabulló, al fin, el felino entre los primeros árboles. Con el rabo entre las piernas, supuse. Se reagruparon los bharales. Ascendieron por la ladera y desaparecieron al rato. Alzaron el vuelo los cuervos, volvió el paisaje a su tranquila indiferencia y yo a mi juventud. Etapas 4 a 6, total 10
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Una noche de finales de Junio, con la carrera de ingeniero industrial recién terminada, abordaba el exprés Irún/Bilbao. En Hendaya, tras el escrutinio del pasaporte y aduanero por parte de policías, funcionarios y gendarmes, cambié de tren. Eran las nueve de la mañana. Uno de mis compañeros de compartimento, gallegos de Mondoñedo, abrió al rato su maleta de cartón. Solo había una camisa, una muda y una hogaza rellena de albóndigas y pimientos verdes. Me invitaron a almorzar. Las albóndigas sabían a terruño pero eran algo menos jugosas que las de mi madre, quizás porque debían de llevar hechas un par de días. Luego me dormí. Cuando me desperté, las torres góticas de la catedral de Chartres sobresalían por encima de los trigales. Me admiró la simetría de los campos y la abundancia de bosques y sus grandes árboles. Era casi de noche cuando llegamos a París. Estación de Austerlitz, junto al Sena, puerta de entrada de tantos españoles en esos años y en los precedentes, tras la guerra civil. Estos últimos, con sus corazones agobiados por sentimientos de exilio y derrota. Los que llegábamos ahora, lo hacíamos plenos de ilusión y un cierto temor a la superioridad de un país más desarrollado. Eso, al menos, pensé entonces. Sabía que debía ir a buscar un hotel para pasar la noche, pero me encontré arrastrando mi maleta por un ancho puente sobre el Sena, maravillado de la amplitud de las vistas, de las luces de las farolas prolongadas a diestra y siniestra por las avenidas y a lo largo del río bien encauzado entre sus murallones. Al fondo distinguía el ábside iluminado de Nôtre Dame. Me acodé sobre el pretil con la maleta entre las piernas y contemplé arrobado el escenario. ![]() Qué distinto al que ahora contemplaba. Las nubes habían bajado a refugiarse en la garganta del río. Hasta hacía un momento eran rojizas, ahora se habían tornado oscuras pues el sol acababa de esconderse tras las montañas que cerraban mi visión el oeste. Su esencia permanecía. En su declinar último tornaba de color púrpura las nieves que coronaban los picos. Las del Nanda Devi fueron las últimas en apagarse. El cielo se ensombreció, pero quedó limpio. Esperanza para el mañana. ![]() . . . . . . . . . . . . Así, tan fácil, empezó mi estancia de tres años en París. Una ciudad universal donde un paseo por un bulevar, un puente o una plaza evocaba un gran pasado, donde en cada rincón se había vivido un trozo de la Historia. Percibí a los últimos existencialistas del café Deux Magots en Saint Germain y a los últimos bohemios de La Coupole en Montparnasse. Descubrí la editorial Ruedo Ibérico y sus ediciones de “El Laberinto Español” de Gerald Brenan, la “Historia secreta del Opus Dei” de Jesús Ynfante y la “Historia de la Guerra Civil” de Hugh Thomas. Estas tres obras cambiaron mi percepción de la historia reciente de España. Me enteré de muchas verdades, no lo que la historia que aprendí en el colegio y lo que la prensa y las radios de mi juventud contaban. Conocí las tertulias republicanas y anarquistas en los cafés del Barrio Latino. Y el significado real de palabras como política, socialismo, democracia, huelga… ![]() Y el primer gran amor. Y el sexo. Y también sentí la libertad y la soledad. Van, a menudo, juntas. Me percaté de que, en el fondo, somos ángeles de una sola ala. Debemos abrazarnos a otro medio ángel si queremos volar. Y, entonces, lo encontré. Era más bien un diablo encantador y se llamaba Marianne. − ¿Voulez vous danser avec moi? Estábamos en Le Jardin de Montmartre, un bar dansant en la misma Place du Tertre. Era sábado por la noche. Hacía ya tres semanas que había llegado a París. Era un colega español de la fábrica quien me había llevado. Tras la puerta acristalada se extendía a la izquierda la barra del bar. Una docena de hombres acodados en ella con un Pernod o una cerveza en la mano. Algunos, como nosotros, vestidos muy normales, sencillo traje de verano o jersey encima de los hombros. Otros, la mayoría, portaban camisas apretadas abiertas −pelo en pecho−, pantalones ajustados en las caderas y acampanados abajo, bigotes finos y patillas alargadas. Johnny Hallyday o Elvis Presley como modelo. No les faltaba el pañuelo anudado al cuello ni el cigarrillo gitanes o gauloises colgando entre los labios. ![]() A continuación se accedía a la terraza-jardín. Era una pista de baile moderadamente iluminada, rodeada de veladores y sillas de forja bajo la penumbra de un emparrado. Bastantes parejas, algún grupo de turistas y chicas solas en dúos y tríos. Encontramos una mesa cerca de la pista y pedimos dos copas del vino más barato de la carta. El ambiente, sin llegar a canalla, era un poco chulesco y parecía que, más o menos, todos se conocían. Al cabo de una hora solo había conseguido bailar una vez. Con una chica morenita de pelo corto con la que no hubo la mínima comunicación, ni verbal, ni carnal. Mi colega, ni eso. Ya estábamos pensando en la retirada cuando llego ella acompañada de una amiga. Marianne era rubia, pero de un color pálido, no del tipo llamativa; ojos azules grises de mirada sosegada. Mediana estatura, cintura apretada y busto bien marcado como era la moda entonces: Brigitte Bardot hacía furor. . . . . . . . . . . . El caso es que allí estaba yo, con la bella en mis brazos, su espléndido pecho contra el mío y nuestros muslos rozándose para marcar, como debe ser, las posiciones, los arranques y las paradas que el violín quejumbroso y un imitador de Carlos Gardel nos señalaban. Se dice que el tango se baila “escuchando el cuerpo del otro”. A partir del abrazo de la pareja se trata de expresar un sentimiento pleno de sensualidad. Todo en la danza del tango está unido: las miradas, los brazos, las manos, cada movimiento del cuerpo acompañando la cadencia y lo que ambos están viviendo: un romance de tres minutos entre dos personas que a lo mejor acaban de conocerse, como era nuestro caso, pero que une y excita más que ninguna otra danza. Siguieron las sambas, los boleros y hasta pasodobles. No recuerdo nada de mi amigo, ni de la amiga. Me veo sentado en la mesa con Marianne. Era danesa y llevaba un par de años en París dando clases. Solos ella y yo. Mi brazo sobre sus hombros. Nuestras cabezas juntas ensayando nuestros primeros besos. No mucho más allá, aparte de los sobeteos mamarios y los frotamientos, llegaban mis experiencias con las mujeres. En España, entonces, era época de mucho rezo y poca carne. Nos habían educado en la ignorancia y nos habían impuesto la represión de todo deseo impuro, como llamaban los curas, nuestros pretendidos educadores, a las inclinaciones naturales de los seres normalmente constituidos. ![]() Volvieron los tangos y allí fue donde Marianne no solo se abandonaba con placer a mi abrazo sino que se apretaba sin disimulo. Hacia las tres de la mañana hubimos de irnos pues cerraban el local. La plaza estaba ya vacía; ni artistas, ni turistas. Encaminamos nuestros pasos, convenientemente enlazados, hacia el vecino Sacre Coeur. Me vinieron a la memoria los versos de García Lorca, máximo ejemplo de literatura erótica al que en nuestra juventud habíamos podido acceder y no, desde luego, en clase de literatura: "En las últimas esquinas toqué sus pechos dormidos, y se me abrieron de pronto cómo ramos de jacintos". Llegamos frente a la gran basílica y nos sentamos en lo alto de la legendaria escalinata que la precede. Allí nos recibió la luna siempre exquisita, melancólica, taciturna, romántica, reina de la belleza de esa noche. Y París con todos sus tejados, sus cúpulas, sus torres, sus flechas y sus luces se mostró a nuestros pies. Como ya tenía en mente, me dejé llevar por el poeta y arrastrar por la pasión gozosa que inmediatamente afloró en Marianne. . . . . . . . . ![]() . . . . . . . . Etapas 4 a 6, total 10
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