Una nueva mañana. Una nueva capa de nubes grises. Con la suerte del día anterior, decidimos repetir la jugada. Primero una visita cultural a una ciudad, y después con un poco de suerte, el día se despejará y podremos ir a la playa por la tarde.
Pues bien, la cosa se torció. La lluvia no volvería a hacer acto de presencia en el viaje, e incluso, un tímido Sol nos acompañaría casi a todas horas, peleando por hacerse un hueco entre las nubes. Pero teníamos un nuevo enemigo: El Viento. Y a ése, amigos míos, a diferencia de la lluvia, no hay quien le desafíe en lo que a baños en el mar se refiere. No estamos tan locos.
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Por la mañana, Castelsardo. A casi la misma distancia que Porto Torres-Alghero, el camino Porto Torres-Castelsardo (justo en sentido contrario) cuenta prácticamente con los mismos kilómetros, pero no vayáis a pensar que es igual. Esta carretera es preciosa (SS200, creo) y recorre toda la costa con pinos y panorámicas de postal, pero tiene unas curvas que... agüita. Cuesta avanzar. Ya sabéis, con calma.

Lo más destacable de Castelsardo es el castillo que corona la montaña donde se sitúa el pueblo. Nosotros aparcamos abajo, pero lo cierto es que puedes entrar dentro de las murallas con el coche. Lo digo porque a nosotros la "cuestecita" se nos hizo eterna. Una vez dentro de las murallas, sólo debes dejarte llevar por las callejuelas. Hay ancianitas que venden en sus casas las cestas de mimbre que ellas mismas tejen, y también (por lo que ví) alguna de ellas convierte su casa en un improvisado restaurante por unos 15 €.
Llegamos hasta la torre y disfrutamos de las vistas que ofrece su plaza. El viento en ese momento, ya era ensordecedor (y frío!) así que nos largamos de allí. Regresamos a los coches con un hambre feroz, y... ¡sorpresa! De trece cerebros, a ninguno se le había ocurrido meter los bocadillos en los maleteros. Total, que en lugar de seguir para el Norte (nuestro plan era seguir por la carretera de curvas hasta Issola Rossa), regresamos a Porto Torres a por los sandwiches.
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Después de comer en casa, y sin ganas de más curvas, cogemos la carretera "fácil", la de Alghero, y nos plantamos en Argentiera. Unas playas recomendadas por el dueño de la casa. Nada de bañadores. Hace frío y viento, y nos dedicamos a sacar fotos de las olas y del mar picado.
El momento cumbre llega cuando decidimos esperar a las olas cerca del espigón donde rompen. Nos salpican un poquito y nosotros disfrutamos como enanos. El mar está tan picado que más de una ola nos salpica más de lo esperado, y de nuevo, chopados de arriba a abajo, y risas, muchas risas. Nosotros felices como perdices, qué barata es la felicidad.
En la foto, el espigón, que además tenía como una piscinita tallada en la piedra.

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Esa noche, el dueño de la casa nos visita de nuevo. Nos va a cocinar en compensación por las molestias causadas por el apagón eléctrico. Comida sarda. Pasta pequeñita típica y un asado de longanizas, ternera, cerdo y cordero. Berenjenas asadas y tomates fileteados con ajo y aceite. Nosotros le damos a probar la sangría que hemos preparado. Cruce cultural. Parece que le gusta, porque repite.