Bueno, por fin, tras una semana de disfrutar del sol, el mar y la hospitalidad dominicana, llegó el momento de hacer las maletas y decir adiós a un paraíso y a un sueño que llevábamos años deseando cumplir.
Antes de ello, hicimos una de las excusiones de las que todo el mundo habla, la Isla Saona. Por circunstancias, la hicimos con el tour operador. En esa excursión es donde más noté la explotación del turista, especialmente por parte del guía, que desde el primer momento no quería más vendernos cosas, que si un botella con un líquido azul con la foto nuestra foto impresa, que si el vídeo de la excursión, que si la visita a un almacén de Higüei donde, con la excusa de promover la economía del interior, nos impulsó a comprar allí en lugar de en las tiendas de la costa, etc.
En la excursión, disfrutamos de los fondos marinos de Isla Catalina (muy sucios, el turismo de masas suele ensuciar más que otra cosa), comida en la playa Saona, donde nos bañamos en las aguas cristalinas y la visita a las piscinas naturales y sus estrellas de mar. Y por supuesto, el recorrido en autobús por un paisaje menos turístico que el del hotel y alrededores y por la ciudad de Higüei.

Isla Catalina

Isla Saona

Piscinas naturales y estrellas de mar
La otra salida que hicimos del hotel fue al archifamoso Cortecito, donde el regateo se convierte en un arte y los turistas sufren el asalto de los vendedores. La técnica de venta es curiosa, te “asaltan” por la calle, te dan la mano presentándose y pidiéndote que entres a su establecimiento. Normalmente con un “no, gracias” o con decirles que los visitarás después es suficiente. Nosotros compramos en el puesto número 1, al lado del Grand Palladium a Ramón “el baratero” y allí es donde mis chicas se hicieron las trenzas, con una chica llamada Love, muy bien hechas, apretadas y que han durado casi un mes.

El Cortecito

Las trencitas de mi mujer
El último día es el que se nos planteaba un poco complicado por el hecho de que a las 12 debíamos abandonar la habitación y no había posibilidad de estar hasta más tarde, ya que estaba asignada a otro turista que llegaba ese día. Nos dieron la opción de dejar las maletas en una habitación ex-profeso y utilizar una sala de duchas preparada para estos casos. La verdad es que la sala estaba muy bien, había dos duchas, un servicio, toallas, champú y gel y la podíamos cerrar por dentro, con lo que era como si estuviéramos en nuestra habitación.
A la hora prevista llegó nuestro autobús y nos recogió con destino al aeropuerto, donde tuvo lugar otra escena curiosa. Cuando llegamos nos informó el guía que esperáramos arriba a que el personal del aeropuerto bajara las maletas. Cuando bajamos estaban todas las maletas en fila y había como 20 maleteros esperando para, a cambio de la correspondiente propina, llevarlas hasta la fila, ¡que se encontraba a metro y medio del autobús! Sin comentarios.
El tiempo que esperamos hasta la salida del avión fueron los momentos más tristes de todo el viaje. Tristeza porque, como he dicho antes, volvíamos del paraíso a la vida normal. Pero siempre nos quedarán los recuerdos, las fotografías y, por supuesto, este humilde diario.
Mi último comentario se lo dedico a mi hija. Cuando el piloto del avión comunicó por megafonía que nos disponíamos a despegar, mi hija, de once años, se puso a llorar desconsoladamente y, dándonos un beso a mi mujer y otro a mi nos dijo: “Gracias por el mejor viaje de mi vida”.

Gracias