En una esquina de la calle trasera del hotel de Punta del Este, agarramos un bus para ir a la terminal de autobuses. Antes de subir, le pregunto al chófer con gafas de sol y pinta macarra, si pasa por la estación. Le respondo afirmativamente a su pregunta de “¿a la de Punta del Este?, y me confirma: SÍ. El tipo que habla con las paredes, taladra la cabeza a todo el que se le pone por delante, y en este trayecto en concreto, aparte de a todos los que suben a su vehículo, a un chaval sentado detrás como víctima fija.
Al cabo de unas cuantas vueltas y quiebros sin haber visto la estación, como vemos en una carretera un cartel que pone SAN CARLOS, le preguntamos al charlatán sobre las coordenadas de situación, a lo que nos contesta que ya dejó atrás la terminal, y que es mucho mejor coger el bus a Valizas en San Carlos que en Punta del Este. Como sabemos que las dos son las posibles alternativas para dirigirse a Valizas, nos volvemos a sentar.
Unos kilómetros después cuando hace parada en la carretera para que suban unos pasajeros, grita mirando por el retrovisor: “a los que van a Valizas. Se ha de pagar otro billete!”. Sandra va a pagar y yo me acerco con ella a decirle al individuo que porque hemos de pagar otro billete si se había pasado de la parada de la terminal de Punta del Este, donde le habíamos dicho que íbamos. El tipo me responde que sólo le faltaría tener que ir avisando a la gente de donde tienen que bajarse.
Sandra le paga y le pide que nos avise de la parada más cercana a la terminal de San Carlos, y el tipo recibe mentalmente mi “V _ _ e a l _ m i _ _ d a, c _ _ r ó _”. Unos metros antes de llegar a la parada, el chaval taladrado sentado detrás suyo que ha escuchado toda la conversación, nos da con amabilidad las indicaciones para llegar a la terminal desde el punto donde se detiene el bus, y el conductor al abrir la puerta le dice a Sandra mientras baja “que vaya bien señora”. Detrás bajo yo, y mientras el tipo recibe telepáticamente mi “p _ y a _ o, g _ _ i p _ l l _ s”, yo recibo de la misma manera “q _ e t _ j o _ a _, i m _ _ c _ l”.
No hacemos otra cosa en San Carlos, que recorrer en 15 minutos la corta calle principal hasta el final y regresar a la estación donde hemos sacado los billetes con un bus de Rutas del Sol para las 12'30 por 198 pesos (8 euros) cada uno. Lo único que retengo del paseo, son los cánticos de un grupo de hinchas del Peñarol dándole a un bombo en una plaza, antes de coger un autobús para ir al estadio Centenario en Montevideo a ver el clásico entre los dos eternos rivales futbolísticos uruguayos, y la vidrieras de un club de Pelotaris que indica que celebra los 100 años de existencia.
Justo a la hora en que pita el árbito el inicio del Nacional-Peñarol, tras las indicaciones del tendero de un almacén al que hemos preguntado, llegamos a comer algo a las por decir algo puertas, aunque no tiene, del “Rey de la milanesa”. Son las 3 de la tarde, y hemos arribado a puerto después de pasar por Rocha ciudad, la capital que da nombre al departamento, y las poblaciones de La Pedrera, La Paloma, Cabo Polonio, y de un interminable puerta a puerta del autobús goteando en cualquier punto de la ruta, pasajeros de subida y bajada.
En el interior de la cabaña de tablones de madera, mientras una decena de paisanos exteriorizan con jolgorio sus afinidades futbolísticas delante de la televisión encendida, le preguntamos a la simpatiquísima pareja joven de la barra, por supuesto también de tablones de madera, si nos pueden ofrecer algo de comer. De los dos tipos de milanesa que nos oferta, acabamos pidiendo una de pescado y otra de carne, sin ánimo de certificar la veracidad del nombre de “Rey de la milanesa” del garito.
Al segundo bocado, un estruendo y algunos de los televidentes que salen a la calle gritando y brincando, indican que ha marcado Peñarol. Al cuarto bocado, un silencio y algunos televidentes que salen a la calle renegando con la cabeza agachada, indican que ha marcado Nacional. El clásico es una asunto serio, casi de estado. Las barras (aficiones) están separadas y aunque unos hablan de espectáculo, otros prefieren quedarse en casa ante la agresividad de algunas facciones de estas hinchadas. Por todo el país, es relativamente sencillo encontrar pintadas de los fanáticos, despectivas hacia la afición contraria.
Al Peñarol, que viste a rayas doradas y negras, generalizando se le asocia a la izquierda y al pueblo, y a sus aficionados se les denomina “carboneros” porque el club se originó a partir del equipo que montó la compañía inglesa que puso en marcha el ferrocarril en Uruguay, cuyas locomotoras a vapor por aquel entonces, utilizaban como combustible el carbón.
A los del Nacional, que van de blanco y azul, se les apoda “bolsilludos” o “bolsos” porque la camiseta del equipo llevaba bolsillo. Generalizando por supuesto, se le asocia a la derecha y al poder. En lo que respecta al clásico, aunque nos fuimos inmediatamente después de acabar el plato y la cerveza, no nos costó nada averiguar más tarde el resultado: Nacional 3 – Peñarol 2.
Aunque las calles de arena de Valizas están en esta época repletas de cabaña tras cabaña con el cartel de “se alquila” y un teléfono, otra buena manera de encontrar alojamiento es preguntando, porque aquí se conocen casi todos, y se van vinculando unos con otros. Así lo hicimos nosotros, hasta ir a parar a Kakela y su familia, residentes fijos en el pueblo.
Ahora que empieza el invierno, en poblados costeros como éste, muchos migran a otro clima menos extremo, lo que se nota como he dicho, en los montones de cabañas y plantas que se alquilan y que, en una buena proporción para gestionarlas, dejan en manos de los vecinos residentes todo el año.
Kakela era una de esos gestores, y amablemente nos dijo que tenía llaves de un par de alojamientos, pero que como no estaban acondicionados todavía, prefería acompañarnos a ver a Andrea, una amiga que sí que tenía una cabaña preparada, al lado de su propia vivienda. Tras las presentaciones, Andrea nos enseña una cabaña de cuento frente a una pequeña laguna con patos y una barca en la entrada.
No nos puede proporcionar toallas ni sábanas, pero no nos importa porque con mantas y un edredón nos apañamos. La cabaña la tiene bien cuidada y está sencillamente decorada con gusto, y los 700 pesos que nos pide por noche (28 euros) nos parecen justos. Me siento como uno de los siete enanitos.
Atardece fantásticamente en Valizas, y andamos por la playa en dirección al arroyo, que en otras épocas del año o en temporadas con más precipitaciones, desemboca en el mar obligándote a meterte hasta la cintura o a pedir ayuda a los lugareños, si se quiere cruzar al lado sur.
Ahora no llega a la playa, lo que indica alguna barca varada con el ancla al descubierto, y se forma una laguna al principio de la arena, donde zancudas y otras aves picotean o beben, y una vencida cabaña abandonada montada sobre palafitos, sólo consigue mantenerse en pie con el sosten de unos cables.
Nos cruzamos con unos pocos paseantes, en una u otra dirección, con carrito de bebé, perros, parejas, familias, o solitarios. El Atlántico está movido, y mirando hacia la larga franja hacia el norte, la playa se ve borrosa por la arena que flota empujada por el viento hacia el interior, y que va enterrando las cabañas de las primeras líneas de mar. Poco más allá de la laguna, formando el brazo de la primera punta, las dunas altas casi desérticas, rompen hasta prácticamente la orilla del oceano.
El lugar es tan cautivador como lo que se vive, un pingüino muerto en la orilla expulsado por el mar, un pescador que con esfuerzo extrae una red con unos cuantos pescados a los que su perro olisquea, el astro rey que desaparece, camas de moluscos y conchas que crujen bajo las pisadas, los techos de las casitas que asoman entre las dunas al borde de la playa, y bandadas de aves que despegan de la laguna hacia los islotes del interior.
Puesto el sol, reandamos el mismo camino para salir al sendero y a la calle bautizada como Carpe Diem, donde se encuentra la cabaña alquilada, y de allí a la plaza principal donde hay instalados unos cuantos juegos artesanales para los niños, y al primer almacén que vemos abierto, para comprar productos básicos, café soluble, algo de embutido, cerveza. Las sábanas nos acogen temprano, a las 8 de la noche.
No pegamos ojo. Nuestra previsión no ha sido buena, y una legión de mosquitos o el sudor pegajoso por taparnos para evitarlos, me destierran al comedor a las 3 de la mañana, con apenas unas cabezadas y una visible picada bajo un ojo. Aun así, no me siento somnoliento y me encuentro a gusto, hago café, y aprovecho para poner al día el diario, y revisar y eliminar fotos defectuosas, repetidas o aburridas, y vaciar algo las tarjetas para dejar espacio para más disparos.
Como pretendo describir el pueblo, vuelvo a la memoria para visualizarlo y fijarlo con palabras. Vuelvo más atrás y lo comparo con la Colonia Pellegrini que visitamos un par de semanas atrás. Allá en los esteros, la colina tenía algún resort de semilujo, aquí no. Allá la gente era más de cada uno en su casa, aquí en Valizas hay un aire más comunero o comunitario.
Colonia Pellegrini, estaba más urbanizada y había servicios y canalizaciones; aquí hay pozos, y los servicios son más rudimentarios. Allá había 4 turistas contados y no había cabañas para alquilar sino hostales, posadas y ranchos; aquí hay muchos viajeros, e igual proporción de viviendas para alquilar que de residentes.
Allá había gentes de la tierra, guaranies, y colonos bien situados; aquí hay urbanitas retirados, hippys, alternativos, algunas familias o lugareños dedicados a los pocos negocios existentes, o a las cabalgatas o excursiones para turistas, y algunos pescadores. Allá había escuela, hospital, comisaría; en Valizas hay algún aula, una enfermería y un salón de reuniones comunitario.
Al cabo de unas cuantas vueltas y quiebros sin haber visto la estación, como vemos en una carretera un cartel que pone SAN CARLOS, le preguntamos al charlatán sobre las coordenadas de situación, a lo que nos contesta que ya dejó atrás la terminal, y que es mucho mejor coger el bus a Valizas en San Carlos que en Punta del Este. Como sabemos que las dos son las posibles alternativas para dirigirse a Valizas, nos volvemos a sentar.
Unos kilómetros después cuando hace parada en la carretera para que suban unos pasajeros, grita mirando por el retrovisor: “a los que van a Valizas. Se ha de pagar otro billete!”. Sandra va a pagar y yo me acerco con ella a decirle al individuo que porque hemos de pagar otro billete si se había pasado de la parada de la terminal de Punta del Este, donde le habíamos dicho que íbamos. El tipo me responde que sólo le faltaría tener que ir avisando a la gente de donde tienen que bajarse.
Sandra le paga y le pide que nos avise de la parada más cercana a la terminal de San Carlos, y el tipo recibe mentalmente mi “V _ _ e a l _ m i _ _ d a, c _ _ r ó _”. Unos metros antes de llegar a la parada, el chaval taladrado sentado detrás suyo que ha escuchado toda la conversación, nos da con amabilidad las indicaciones para llegar a la terminal desde el punto donde se detiene el bus, y el conductor al abrir la puerta le dice a Sandra mientras baja “que vaya bien señora”. Detrás bajo yo, y mientras el tipo recibe telepáticamente mi “p _ y a _ o, g _ _ i p _ l l _ s”, yo recibo de la misma manera “q _ e t _ j o _ a _, i m _ _ c _ l”.
No hacemos otra cosa en San Carlos, que recorrer en 15 minutos la corta calle principal hasta el final y regresar a la estación donde hemos sacado los billetes con un bus de Rutas del Sol para las 12'30 por 198 pesos (8 euros) cada uno. Lo único que retengo del paseo, son los cánticos de un grupo de hinchas del Peñarol dándole a un bombo en una plaza, antes de coger un autobús para ir al estadio Centenario en Montevideo a ver el clásico entre los dos eternos rivales futbolísticos uruguayos, y la vidrieras de un club de Pelotaris que indica que celebra los 100 años de existencia.
Justo a la hora en que pita el árbito el inicio del Nacional-Peñarol, tras las indicaciones del tendero de un almacén al que hemos preguntado, llegamos a comer algo a las por decir algo puertas, aunque no tiene, del “Rey de la milanesa”. Son las 3 de la tarde, y hemos arribado a puerto después de pasar por Rocha ciudad, la capital que da nombre al departamento, y las poblaciones de La Pedrera, La Paloma, Cabo Polonio, y de un interminable puerta a puerta del autobús goteando en cualquier punto de la ruta, pasajeros de subida y bajada.
En el interior de la cabaña de tablones de madera, mientras una decena de paisanos exteriorizan con jolgorio sus afinidades futbolísticas delante de la televisión encendida, le preguntamos a la simpatiquísima pareja joven de la barra, por supuesto también de tablones de madera, si nos pueden ofrecer algo de comer. De los dos tipos de milanesa que nos oferta, acabamos pidiendo una de pescado y otra de carne, sin ánimo de certificar la veracidad del nombre de “Rey de la milanesa” del garito.
Al segundo bocado, un estruendo y algunos de los televidentes que salen a la calle gritando y brincando, indican que ha marcado Peñarol. Al cuarto bocado, un silencio y algunos televidentes que salen a la calle renegando con la cabeza agachada, indican que ha marcado Nacional. El clásico es una asunto serio, casi de estado. Las barras (aficiones) están separadas y aunque unos hablan de espectáculo, otros prefieren quedarse en casa ante la agresividad de algunas facciones de estas hinchadas. Por todo el país, es relativamente sencillo encontrar pintadas de los fanáticos, despectivas hacia la afición contraria.
Al Peñarol, que viste a rayas doradas y negras, generalizando se le asocia a la izquierda y al pueblo, y a sus aficionados se les denomina “carboneros” porque el club se originó a partir del equipo que montó la compañía inglesa que puso en marcha el ferrocarril en Uruguay, cuyas locomotoras a vapor por aquel entonces, utilizaban como combustible el carbón.
A los del Nacional, que van de blanco y azul, se les apoda “bolsilludos” o “bolsos” porque la camiseta del equipo llevaba bolsillo. Generalizando por supuesto, se le asocia a la derecha y al poder. En lo que respecta al clásico, aunque nos fuimos inmediatamente después de acabar el plato y la cerveza, no nos costó nada averiguar más tarde el resultado: Nacional 3 – Peñarol 2.
Aunque las calles de arena de Valizas están en esta época repletas de cabaña tras cabaña con el cartel de “se alquila” y un teléfono, otra buena manera de encontrar alojamiento es preguntando, porque aquí se conocen casi todos, y se van vinculando unos con otros. Así lo hicimos nosotros, hasta ir a parar a Kakela y su familia, residentes fijos en el pueblo.
Ahora que empieza el invierno, en poblados costeros como éste, muchos migran a otro clima menos extremo, lo que se nota como he dicho, en los montones de cabañas y plantas que se alquilan y que, en una buena proporción para gestionarlas, dejan en manos de los vecinos residentes todo el año.
Kakela era una de esos gestores, y amablemente nos dijo que tenía llaves de un par de alojamientos, pero que como no estaban acondicionados todavía, prefería acompañarnos a ver a Andrea, una amiga que sí que tenía una cabaña preparada, al lado de su propia vivienda. Tras las presentaciones, Andrea nos enseña una cabaña de cuento frente a una pequeña laguna con patos y una barca en la entrada.
No nos puede proporcionar toallas ni sábanas, pero no nos importa porque con mantas y un edredón nos apañamos. La cabaña la tiene bien cuidada y está sencillamente decorada con gusto, y los 700 pesos que nos pide por noche (28 euros) nos parecen justos. Me siento como uno de los siete enanitos.
Atardece fantásticamente en Valizas, y andamos por la playa en dirección al arroyo, que en otras épocas del año o en temporadas con más precipitaciones, desemboca en el mar obligándote a meterte hasta la cintura o a pedir ayuda a los lugareños, si se quiere cruzar al lado sur.
Ahora no llega a la playa, lo que indica alguna barca varada con el ancla al descubierto, y se forma una laguna al principio de la arena, donde zancudas y otras aves picotean o beben, y una vencida cabaña abandonada montada sobre palafitos, sólo consigue mantenerse en pie con el sosten de unos cables.
Nos cruzamos con unos pocos paseantes, en una u otra dirección, con carrito de bebé, perros, parejas, familias, o solitarios. El Atlántico está movido, y mirando hacia la larga franja hacia el norte, la playa se ve borrosa por la arena que flota empujada por el viento hacia el interior, y que va enterrando las cabañas de las primeras líneas de mar. Poco más allá de la laguna, formando el brazo de la primera punta, las dunas altas casi desérticas, rompen hasta prácticamente la orilla del oceano.
El lugar es tan cautivador como lo que se vive, un pingüino muerto en la orilla expulsado por el mar, un pescador que con esfuerzo extrae una red con unos cuantos pescados a los que su perro olisquea, el astro rey que desaparece, camas de moluscos y conchas que crujen bajo las pisadas, los techos de las casitas que asoman entre las dunas al borde de la playa, y bandadas de aves que despegan de la laguna hacia los islotes del interior.
Puesto el sol, reandamos el mismo camino para salir al sendero y a la calle bautizada como Carpe Diem, donde se encuentra la cabaña alquilada, y de allí a la plaza principal donde hay instalados unos cuantos juegos artesanales para los niños, y al primer almacén que vemos abierto, para comprar productos básicos, café soluble, algo de embutido, cerveza. Las sábanas nos acogen temprano, a las 8 de la noche.
No pegamos ojo. Nuestra previsión no ha sido buena, y una legión de mosquitos o el sudor pegajoso por taparnos para evitarlos, me destierran al comedor a las 3 de la mañana, con apenas unas cabezadas y una visible picada bajo un ojo. Aun así, no me siento somnoliento y me encuentro a gusto, hago café, y aprovecho para poner al día el diario, y revisar y eliminar fotos defectuosas, repetidas o aburridas, y vaciar algo las tarjetas para dejar espacio para más disparos.
Como pretendo describir el pueblo, vuelvo a la memoria para visualizarlo y fijarlo con palabras. Vuelvo más atrás y lo comparo con la Colonia Pellegrini que visitamos un par de semanas atrás. Allá en los esteros, la colina tenía algún resort de semilujo, aquí no. Allá la gente era más de cada uno en su casa, aquí en Valizas hay un aire más comunero o comunitario.
Colonia Pellegrini, estaba más urbanizada y había servicios y canalizaciones; aquí hay pozos, y los servicios son más rudimentarios. Allá había 4 turistas contados y no había cabañas para alquilar sino hostales, posadas y ranchos; aquí hay muchos viajeros, e igual proporción de viviendas para alquilar que de residentes.
Allá había gentes de la tierra, guaranies, y colonos bien situados; aquí hay urbanitas retirados, hippys, alternativos, algunas familias o lugareños dedicados a los pocos negocios existentes, o a las cabalgatas o excursiones para turistas, y algunos pescadores. Allá había escuela, hospital, comisaría; en Valizas hay algún aula, una enfermería y un salón de reuniones comunitario.