Amanece y a las 8 salimos para la caminata hasta Cabo Polonio. Existe algún bus local que 3 o 4 veces al día, vuelve a salir a la ruta (carretera), y te deja igualmente en un punto de ella, a la altura de la entrada al parque nacional de Cabo Polonio. Una vez allí, hay que caminar bastante, o montarte por 100 pesos, en unos camiones capacitados para circular por los senderos arenosos hacia la costa y el cabo propiamente dicho.
El cielo está encapotado pero no llueve, así que el clima es perfecto para nuestro propósito. Al principio de la excursión, se va caminando por la playa. Unos pocos metros más adelante, comienza la escalada y descenso de duna tras duna, aunque siempre a pocos metros del borde del oceano.
El paisaje es en algunos puntos lunar; en otros hipnótico con grandes bloques de rocas de granito sobre la arena de las dunas u otras que han alcanzado el oceano para que rompan las olas con violencia. A tramos hay extensiones de hierbas bajas y matojos capaces de sobrevivir en esa superficie, que proporcionan cobijo a aves, algún reptil, o anfibios como unas amenazantes pero preciosas ranitas negras de puntos amarillos y pies rojos de apenas 2 o 3 cms de tamaño, que podemos ver moverse.
Durante todo el camino, nos acompañan huellas de pisadas que no se han borrado todavía, y moñigas de los caballos, que día tras día han ido cabalgando los turistas que han contratado esa excursión. A ratos chispea pero el cielo se comporta y seguimos secos hasta ver el perfil diminuto del faro que señala la punta de Polonio. Unas dos horas después, las dunas quedan atrás y se desciende hacia el inicio de las playas que mueren en el cabo, y que se divisan con una bruma marrón y barridas por el viento.
Las olas son altas y se ve como la mar encabritada expulsa haciendo rodar por la arena el cadaver de otro pingüino. Poco más alla, el bulto en medio de la arena del cuerpo de un lobo marino descomponiéndose, una gaviota muerta, más cadáveres de pinguinos, otro lobo semicubierto por la arena, y las primeras casetas de tablones del extremo del poblado.
Poco antes de llegar al núcleo del poblado, nos cruzamos con un chaval cargando a las espaldas un metro cuadrado de uralita, seguido de dos chicas llevando otra pieza de igual tamaño. Las piezas son similares a las que hay montadas, haciendo de techo a muchos chalets-barracón de la playa, en las afueras del poblado.
Tres horas de caminata después, llegamos al cabo, casi a los pies del faro, recorridos los aproximadamente 8 kilómetros de distancia que separan Valizas de Polonio. La caminata ha sido espectacular, y en la terraza de la posada restaurante Mariemar, sobre una franja rocosa alfombrada de miles de mejillones, donde el agua rompe más mansamente, desayunamos una litrona de cerveza, café y unas tostadas con mantequilla y mermelada. Charlamos con la pareja que lleva el negocio. Él nos habla de los asentamientos ilegales que van apareciendo año tras año. Barracas de madera y uralita que aparecen de la noche a la mañana, y que van alargando el perfil del poblado.
Hace pocos años eran literalmente 4 casas. Ahora el núcleo, aunque diseminado, se ha multiplicado por diez. Ella nos informa de la colonia de lobos marinos, conformada por los perdedores en la época de celo, de las luchas por las hembras, que son desterrados desde la Isla de lobos, visible a no muchos metros de la costa.
La colonia se ubica en el lado sur del faro, y bajo un complejo ministerial de protección de la fauna y del ministerio de pesca, que está vallado, obligando a rodearlo por un estrecho sendero entre las rocas. Más allá, por el mismo sendero, acaba y se anexa al también vallado recinto del faro, que permanece bajo vigilancia de la Armada de Uruguay.
Debajo mismo del faro, en unos salientes rocosos en el oceano, y con una cerca de protección a distancia prudencial para no molestarlos, pero que permite una visión cercana, se frotan, descansan, o combaten sobre las rocas golpeadas con fuerza por el agua, unas cuantas decenas de lobos marinos.
Bajo hasta los límites del vallado para capturar unas fotos, algunas todo lo que da de sí el corto zoom de mi cámara. Luego subimos a las rocas más altas bajo el faro, a calmar el cansancio, fumar un cigarro, y quedarnos un buen rato sin hacer nada, viendo los puntos de las cabezas de los lobos que están pescando, asomando en el agua, o a los que se dejan resbalar roca abajo antes de zambullirse en el momento propicio de la retirada del agua, para aparecer después un montón de metros mar adentro.
Entramos al recinto del faro que muestra un cartel con el horario de visitas, pero seguimos adelante por los terrenos, hasta salir por las vallas de madera de la entrada, que dan a las parcelas abiertas de algunas casas donde las gallinas y ocas andan sueltas, u otras que se ven cerradas a cal y canto.
Tenemos una hora hasta las 2, hora en la que arranca uno de los camiones de ganado del “Francés”, con la caja descubierta mínimamente adaptada para realizar el servicio de transporte de turistas a la entrada del parque en la ruta (carretera), y enlazar con los autobuses de línea o con los pocos locales que circulan.
Nos tomamos en un garito al lado de la “plaza del pueblo” desde donde sale el camión, un par de Pilsen, y 10 minutos antes de la salida, nos sentamos junto a una treintena de pasajeros que esperan como nosotros la llegada del transporte. La caja se abarrota, los primeros se suben a unos asientos de barras elevadas, la mayoría se sientan en unos bancos de madera en la caja, y un rezagado se queda de pie agarrado a las barras. Hay alguna tabla de surf en manos de algún pasajero, chaquetas moteras, una abuela y su nieta, los integrantes de un grupo evangelista brasileño, unas cuantas rastas, ...
El camión cargado tras pagar cada pasajero los 100 pesos (4 euros) del billete, arranca y se mete en la playa circulando por la orilla del agua, hasta que unos minutos después se desvía hacia el interior por un sendero arenoso por el que logran circular las grandes ruedas del vehículo. La caja brinca a ambos lados haciéndonos botar la media hora de camino hasta la entrada, donde nos descarga. Allí, unos agarran los vehículos particulares a los que no se permite la entrada al parque, la pareja de moteros brasileños monta en su moto, y la mayoría nos dirigimos a las marquesinas de uno u otro lado de la carretera, donde paran los autobuses a Montevideo o hacia el norte.
Un cuarto de hora después, aparece el bus de “Rutas del sol” que nos devuelve en media hora a Valizas, dejando atrás el Hippy Cabo Polonio, con sus barracas de dibujos psicodélicos, sus garitos de tablones pintados de colorines, sus chozas improvisadas, y su colonia de lobos marinos marginados. Al llegar a Valizas a las 3 de la tarde, aprovechamos para sacar en el puesto de “Rutas del Sol”, única compañía que llega, los billetes para Montevideo, para el día siguiente a las 5'30 de la mañana. Nos cuestan 371 pesos (15 euros), y el trayecto dura unas 5 horas.
Para no repetir con la oferta del “Rey de la milanesa”, nos vamos esta vez a un restaurante bien cuidado que está situado pasada la plaza de los juegos, a la entrada de la calle de nuestra cabaña. Se llama “Rabuk” y de la variada carta, pido una pizzeta de mozzarella de entrante, que luego resulta ser una Pizza XXL para 4 personas, y un Gramajo (revuelto de papas fritas con tocino, morrón, cebolla y mozzarella), del que me sirven una ración aproximada para 6 personas. Sandra pide un pescado del día, y tiene suerte porque no le traen un atún entero. Como un par de trozos de la “pizzeta” y unos bocados del gramajo, y le pedimos que nos envuelva todo lo que sobra para llevar.
Cuando escribo estas líneas después de una inevitable siesta, son las 8 de la noche y tengo todavía una pelota del revuelto de la comida en la boca del estómago. Nos despedimos de este precioso sitio, paseando un poco entre las casas de puertas tapadas por la arena, devolviendo los cascos retornables de las litronas, y comprando un arsenal para disparar, fumigar, gasear, repeler, acuchillar, aplastar e intoxicar a los mosquitos, para así poder dormir hasta las 4 de la mañana, hora de la diana para levantarse y recoger. Espectacular el Cabo Polonio. Hasta Montevideo, para la última y corta estancia antes del regreso a Spain.
El cielo está encapotado pero no llueve, así que el clima es perfecto para nuestro propósito. Al principio de la excursión, se va caminando por la playa. Unos pocos metros más adelante, comienza la escalada y descenso de duna tras duna, aunque siempre a pocos metros del borde del oceano.
El paisaje es en algunos puntos lunar; en otros hipnótico con grandes bloques de rocas de granito sobre la arena de las dunas u otras que han alcanzado el oceano para que rompan las olas con violencia. A tramos hay extensiones de hierbas bajas y matojos capaces de sobrevivir en esa superficie, que proporcionan cobijo a aves, algún reptil, o anfibios como unas amenazantes pero preciosas ranitas negras de puntos amarillos y pies rojos de apenas 2 o 3 cms de tamaño, que podemos ver moverse.
Durante todo el camino, nos acompañan huellas de pisadas que no se han borrado todavía, y moñigas de los caballos, que día tras día han ido cabalgando los turistas que han contratado esa excursión. A ratos chispea pero el cielo se comporta y seguimos secos hasta ver el perfil diminuto del faro que señala la punta de Polonio. Unas dos horas después, las dunas quedan atrás y se desciende hacia el inicio de las playas que mueren en el cabo, y que se divisan con una bruma marrón y barridas por el viento.
Las olas son altas y se ve como la mar encabritada expulsa haciendo rodar por la arena el cadaver de otro pingüino. Poco más alla, el bulto en medio de la arena del cuerpo de un lobo marino descomponiéndose, una gaviota muerta, más cadáveres de pinguinos, otro lobo semicubierto por la arena, y las primeras casetas de tablones del extremo del poblado.
Poco antes de llegar al núcleo del poblado, nos cruzamos con un chaval cargando a las espaldas un metro cuadrado de uralita, seguido de dos chicas llevando otra pieza de igual tamaño. Las piezas son similares a las que hay montadas, haciendo de techo a muchos chalets-barracón de la playa, en las afueras del poblado.
Tres horas de caminata después, llegamos al cabo, casi a los pies del faro, recorridos los aproximadamente 8 kilómetros de distancia que separan Valizas de Polonio. La caminata ha sido espectacular, y en la terraza de la posada restaurante Mariemar, sobre una franja rocosa alfombrada de miles de mejillones, donde el agua rompe más mansamente, desayunamos una litrona de cerveza, café y unas tostadas con mantequilla y mermelada. Charlamos con la pareja que lleva el negocio. Él nos habla de los asentamientos ilegales que van apareciendo año tras año. Barracas de madera y uralita que aparecen de la noche a la mañana, y que van alargando el perfil del poblado.
Hace pocos años eran literalmente 4 casas. Ahora el núcleo, aunque diseminado, se ha multiplicado por diez. Ella nos informa de la colonia de lobos marinos, conformada por los perdedores en la época de celo, de las luchas por las hembras, que son desterrados desde la Isla de lobos, visible a no muchos metros de la costa.
La colonia se ubica en el lado sur del faro, y bajo un complejo ministerial de protección de la fauna y del ministerio de pesca, que está vallado, obligando a rodearlo por un estrecho sendero entre las rocas. Más allá, por el mismo sendero, acaba y se anexa al también vallado recinto del faro, que permanece bajo vigilancia de la Armada de Uruguay.
Debajo mismo del faro, en unos salientes rocosos en el oceano, y con una cerca de protección a distancia prudencial para no molestarlos, pero que permite una visión cercana, se frotan, descansan, o combaten sobre las rocas golpeadas con fuerza por el agua, unas cuantas decenas de lobos marinos.
Bajo hasta los límites del vallado para capturar unas fotos, algunas todo lo que da de sí el corto zoom de mi cámara. Luego subimos a las rocas más altas bajo el faro, a calmar el cansancio, fumar un cigarro, y quedarnos un buen rato sin hacer nada, viendo los puntos de las cabezas de los lobos que están pescando, asomando en el agua, o a los que se dejan resbalar roca abajo antes de zambullirse en el momento propicio de la retirada del agua, para aparecer después un montón de metros mar adentro.
Entramos al recinto del faro que muestra un cartel con el horario de visitas, pero seguimos adelante por los terrenos, hasta salir por las vallas de madera de la entrada, que dan a las parcelas abiertas de algunas casas donde las gallinas y ocas andan sueltas, u otras que se ven cerradas a cal y canto.
Tenemos una hora hasta las 2, hora en la que arranca uno de los camiones de ganado del “Francés”, con la caja descubierta mínimamente adaptada para realizar el servicio de transporte de turistas a la entrada del parque en la ruta (carretera), y enlazar con los autobuses de línea o con los pocos locales que circulan.
Nos tomamos en un garito al lado de la “plaza del pueblo” desde donde sale el camión, un par de Pilsen, y 10 minutos antes de la salida, nos sentamos junto a una treintena de pasajeros que esperan como nosotros la llegada del transporte. La caja se abarrota, los primeros se suben a unos asientos de barras elevadas, la mayoría se sientan en unos bancos de madera en la caja, y un rezagado se queda de pie agarrado a las barras. Hay alguna tabla de surf en manos de algún pasajero, chaquetas moteras, una abuela y su nieta, los integrantes de un grupo evangelista brasileño, unas cuantas rastas, ...
El camión cargado tras pagar cada pasajero los 100 pesos (4 euros) del billete, arranca y se mete en la playa circulando por la orilla del agua, hasta que unos minutos después se desvía hacia el interior por un sendero arenoso por el que logran circular las grandes ruedas del vehículo. La caja brinca a ambos lados haciéndonos botar la media hora de camino hasta la entrada, donde nos descarga. Allí, unos agarran los vehículos particulares a los que no se permite la entrada al parque, la pareja de moteros brasileños monta en su moto, y la mayoría nos dirigimos a las marquesinas de uno u otro lado de la carretera, donde paran los autobuses a Montevideo o hacia el norte.
Un cuarto de hora después, aparece el bus de “Rutas del sol” que nos devuelve en media hora a Valizas, dejando atrás el Hippy Cabo Polonio, con sus barracas de dibujos psicodélicos, sus garitos de tablones pintados de colorines, sus chozas improvisadas, y su colonia de lobos marinos marginados. Al llegar a Valizas a las 3 de la tarde, aprovechamos para sacar en el puesto de “Rutas del Sol”, única compañía que llega, los billetes para Montevideo, para el día siguiente a las 5'30 de la mañana. Nos cuestan 371 pesos (15 euros), y el trayecto dura unas 5 horas.
Para no repetir con la oferta del “Rey de la milanesa”, nos vamos esta vez a un restaurante bien cuidado que está situado pasada la plaza de los juegos, a la entrada de la calle de nuestra cabaña. Se llama “Rabuk” y de la variada carta, pido una pizzeta de mozzarella de entrante, que luego resulta ser una Pizza XXL para 4 personas, y un Gramajo (revuelto de papas fritas con tocino, morrón, cebolla y mozzarella), del que me sirven una ración aproximada para 6 personas. Sandra pide un pescado del día, y tiene suerte porque no le traen un atún entero. Como un par de trozos de la “pizzeta” y unos bocados del gramajo, y le pedimos que nos envuelva todo lo que sobra para llevar.
Cuando escribo estas líneas después de una inevitable siesta, son las 8 de la noche y tengo todavía una pelota del revuelto de la comida en la boca del estómago. Nos despedimos de este precioso sitio, paseando un poco entre las casas de puertas tapadas por la arena, devolviendo los cascos retornables de las litronas, y comprando un arsenal para disparar, fumigar, gasear, repeler, acuchillar, aplastar e intoxicar a los mosquitos, para así poder dormir hasta las 4 de la mañana, hora de la diana para levantarse y recoger. Espectacular el Cabo Polonio. Hasta Montevideo, para la última y corta estancia antes del regreso a Spain.