Primer día: Madrid-Lima-Miraflores.
Los últimos días se fueron echando encima y, casi sin darnos cuenta, aunque con los nervios de cada comienzo de viaje, nos encontramos en la T-4 esperando para embarcar.
Nuestro vuelo era con Lan y salía a las 12,30 de la madrugada, aunque se retrasó un poco y salimos a la 1. Era un avión con apariencia de antiguo, con asientos con poco espacio para las piernas, en filas 2-3-2, y con ( al menos), pantalla en el respaldo de cada siento para ver películas o juegos. En principio nos dieron asientos separados, se lo dijimos a las azafatas/o al subir, pero nos dijeron que lo comentásemos con la persona que nos tocase al lado. Eran las filas 41 y 44, al final del avión. El mío en el pasillo de la 44, la última fila, al lado de una chica joven, americana, que solo hablaba inglés, y que cuándo la azafata le preguntó lo del cambio de asiento a la fila 41, pasillo, pero de los 3 asientos del medio, le contestó señalando la ventanilla, que estaba muy agusto allí, y que sorry. Yo habría dicho lo mismo.
Llegó al asiento de la 41 un joven, también americano, al que le preguntaron lo del cambio y, lógicamente, aceptó. Total era al lado de una chica joven, que también hablaba inglés, maja y con la que, al poco tiempo, le vi charlando y riendo.
Nosotros, al final juntos, en la fila del medio, al lado de una señora peruana gordísima, que se iba desparramando al quedarse dormida encima de nuestro asiento.
Un viaje de casi 13 horas en el que nos dieron bastante bien de comer, yo creo que de los mejor cocinados, de todos los muchos vuelos largos que hemos hecho. Una cena: raviolis de salmón en salsa de espinacas, ensalada, pastelito de postre, galletitas saladas para untar mantequilla y queso. Vino blanco, en vaso de cristal, y té. Los cubiertos de metal (en todas las compañías te quitan hasta un cortauñas para subir al avión, y luego te dan cuchillo y tenedor de metal...) Un desayuno-comida: ensalada de frutas variadas, tortilla francesa, champiñones, yogourt, tostaditas con queso y mantequilla, agua, café o té.
Dos horas después de comenzar el viaje, después de cenar, apagaron las luces y a dormir, quién pudo. No fui capaz de dormir ni cinco minutos. Paseé un par de veces entre pasillos, para estirar las piernas, y en la zona de atrás, en la cocina de la tripulación, estuve un buen rato en una improvisada tertulia que se organizó entre dos azafatas y cuatro o cinco pasajeras, de las que no podíamos dormir. Entre ellas la peruana de nuestro lado, que con mucho afán de protagonismo contaba lo grande que era su casa en Nuremberg, dónde vivía, y la cantidad de plantas que tenía en sus ventanas; estaba casada con el ingeniero agrícola y no podían dejar de decorarla si todo el mundo lo hacía. La azafata peruana le hacía muchas preguntas- sarcásticas algunas- y se acercó a traer su móvil para enseñar a todo el mundo las fotos. Un chalet rodeado de césped, con grandes ventanales con maceteros corridos llenos de flores de temporada, en lo que parecía una zona boscosa en las afueras de la ciudad. Viajaba con su marido y su hija, y entre ellos hablaban alemán, lo que me hizo pensar que hacía muchos años que ella había llegado allí, y había tenido suerte en casarse con el ingeniero alemán.
En la cocina tenían preparadas un par de bandejas, en una, botellas de coca-cola y de agua y vasos apilados, y en otra, sándwiches y bollitos envueltos que, de vez en cuando, algún otro pasajero llegaba y se servía. Tampoco había visto en otros viajes esta forma de autoservicio de entre-horas.
La conversación pasó después a referirse a la comida peruana y al chef Gaston Acurio y sus restaurantes. Y los tres azafatas/o me preguntaron cosas sobre el "Mercado de San Miguel" de Madrid, que les parecía la octava maravilla en sitios de comida y picoteo. Yo estuve de acuerdo con ellos. Curiosamente al pasar inmigración, una vez aterrizados, al sellarnos el pasaporte, el agente nos preguntó también por el "Mercado de San Miguel" y comentó que algo así quería montar allí en Perú.
Poco antes de aterrizar, en la espera del baño, estuve hablando con un español de Pamplona, que viajaba por trabajo y decía estar pasando el peor viaje de su vida. Era muy alto y no podía poner las piernas de ninguna manera. Venía desde Varsovia a Lima, vía Madrid, ya que su empresa alemana tenía negocios en ambos sitios. Me habló regular de Perú, y de cada sitio que yo le nombraba al que íbamos a ir, me respondía con alguna pega, solo le gustaba la comida peruana... No le volví a ver una vez que aterrizamos.
Nunca había hablado con tanta gente en un vuelo.
Llegamos a las seis de la mañana (tras las conversaciones y dos películas), y en poquísimo tiempo teníamos ya las maletas, que empezaban a salir cuándo llegamos a la cinta, y poco después estábamos en la salida, en dónde nos esperaban el chófer y el guía de Inkandina con el cartel de mi nombre.
Lima nos recibió totalmente nublada (dicen que está así casi siempre) y con un olor desagradable al salir del aeropuerto, y que no me dejó hasta que nos fuimos de ella. Un olor fortísimo a tubo de escape de coche viejo y mala gasolina, que a veces era muy agobiante.
Parece ser que lo nublada no es sólo por el clima sino también por la contaminación. En sus calles y carreteras vimos coches, coches, coches, en un atasco continuo, sin que se respeten pasos de cebra o semáforos o peatones. Quién más puede, pasa.
El barrio de Callao, en dónde está el aeropuerto y el puerto de Lima, es una zona bastante fea con casi todos los edificios sin terminar (nos enteramos que se pagan impuestos una vez terminado el edificio, y así con los ladrillos sin enfoscar, en teoría, está sin terminar aunque esté habitado.
Nos llevaron al "Hotel Ducado" en el Barrio de Miraflores. Es una casa colonial restaurada, de la que queda un patio interior precioso con una balconada de madera dejada de adorno. Otro edificio más moderno, cierra el patio. Nos dijeron que nos daban una habitación más grande que la reservada, por si necesitábamos descansar. Era un apartamento con salón y cocina americana, una habitación amplia con dos camas grandes, y un baño normal de tamaño, pero con una ducha grande con una alcachofa gigante. Los muebles eran, más que antiguos, viejos y tenía un olor a humedad y cerrado bastante fuerte. Después de tantas horas de vuelo no quisimos ni plantearnos la habitación, que ya era de agradecer que estuviera preparada.
Volvimos a bajar a la recepción para hacer cuentas con el guía de Inkandina y repasar los talones y billetes de todo el viaje. Le pagamos íntegramente el resto del dinero (ya habíamos hecho el pago del 20% con transferencia bancaria: 840 dólares, como señal).
Dejamos las maletas y nos fuimos a conocer Miraflores. Es un barrio "moderno", al lado del mar, con calles atestadas de coches y polución y, según nos dijeron, ningún problema respecto a nuestra seguridad; aunque las vallas de las casas están electrificadas y con los remates con grandes pinchos de hierro contrapeados.
Pasamos por el centro de Miraflores, con el Ayuntamiento, la iglesia, y el parque Kennnedy, y llegamos hasta el Mercado de Artesanías, una especie de zoco de cuatro manzanas, con joyerías de plata en dónde ya compramos algo , artículos de lana de alpaca, y recuerdos típicos(muchos idénticos a los que nos iremos encontrando a lo largo del viaje).
Callejeando, nos paró un guardia jurado que vigilaba un comercio, para preguntarnos de dónde éramos. Lo hizo de forma tan amable, que nos paramos a conversar con él. Nos recomendó para comer tres restaurantes de pescados y mariscos en la cercana Calle San Martín: El Pez On, Embarcadero 4, Punto Azul. (Nos ha llamado mucho la atención la gran cantidad de guardias jurados de empresas privadas -algunos armados hasta los dientes- que hay en cualquier zona del país y, muy especialmente en las ciudades. Guardaportales, les llamó un camareros). Seguimos caminando y, por curiosidad nos acercamos a la calle San Martín.
Pasamos por los tres restaurantes, todos con muy buena pinta, pero El Pez On nos encantó por su carta hecha con mucho sentido del humor, entrelazando el nombre de los platos con palabras más o menos eróticas o sugerentes, como: Pez-on ardiente, Salta del tigre, Qué buenas colitas..., y la descripción de sus platos era apetecible.
Nuestra idea era comer en el Tanta, uno de los restaurantes de Gastón Acurio, el chef peruano tan de moda, y nos dirigimos al que creímos que estaba más cerca de dónde nos encontrábamos. Después de una buena caminata lo encontramos y, nos pareció que era solo tipo cafetería, con sandwiches y bocadillos. Más tarde veríamos que, muy cerca del hotel, en el Larcomar, había otro Tanta.
Volvimos al Pez On, que en realidad era el que nos había atraído al pasar, y allí comimos, magníficamente atendidos. Es un restaurante bastante moderno y nuevo, con un patio-terraza posterior semicubierta con toldos triangulares, muy luminoso y agradable. Nos pusieron de aperitivo maíz salado y tostado de gran tamaño, con salsas picantes. Comimos: Ceviche Carretón: Un ceviche mixto con pescado, langostinos, pulpo y cebolla roja, con cloclo (maíz blanco), cebolla frita crujiente encima, yuca y un trozo de camote (boniato) cocido. Nos encantó su sabor, el ceviche estaba fresco y en su punto. Llevaba una hierba que nos pareció que tenía un sabor fresco, pero demasiado intenso, y que ellos llamaron perejil. Todo el viaje nos estará persiguiendo éste sabor, demasiado predominante para nosotros, pero que tanto gusta a los peruanos. El picante nos lo pusieron en un plato aparte.
También pedimos "La buena causa": Causa rellena de pulpa de cangrejo, con chicharrón de pescado escabechado y fideos de boniato crujiente de adorno, con salsa de ají amarillo. (Causa es un puré de patata relleno de lo que se te pueda ocurrir). En total con unas cusqueñas, 82,50 soles. En Madrid había pensado que no me arriesgaría con el ceviche, por si me causaba problemas intestinales, y a la primera, lo como; y la verdad es que estaba buenísimo.
Al salir nos fuimos a descansar un rato al hotel, y a las cuatro de la tarde de nuevo en la calle. Llegamos hasta la costanera, una zona paralela al mar con hoteles y casas de lujo, y el centro comercial Larcomar, con tiendas de marcas conocidas y caras, y puesto con muy buen gusto.
Todo el paseo, que es bastante largo, va sobre el mar en un acantilado de 80 metros. Las playas de abajo con grava, ya que la tierra se la llevan los tsunamis; el último terremoto fue hace 12 años, pero dicen que continuamente se notan movimientos, y en todos los edificios hay una zona señalada para protegerte. Pasamos por el Parque del Amor, con bancos que te traen lejano recuerdo a Gaudí y sus trencadis.
Hay una zona preparada para practicar parapente, con escuelas y monitores, que permite que, tras firmar un contrato y pagar 75 dólares, cualquiera pueda subir, con el monitor detrás, para disfrutar la experiencia. Me quedé con las ganas de haberlo probado, pero estaba demasiado cansada.
Llegamos hasta un faro en un parque y lo que parecía el final del paseo, aunque continuaba el acantilado.
Ya de vuelta, compramos fruta en un puesto del parque (mi estómago aún luchaba con el ceviche y la causa), y en el centro comercial un bocadillo de chancho asado que nos llevamos al hotel. Así nos acostábamos pronto, después de casi dos días sin dormir.
Los últimos días se fueron echando encima y, casi sin darnos cuenta, aunque con los nervios de cada comienzo de viaje, nos encontramos en la T-4 esperando para embarcar.
Nuestro vuelo era con Lan y salía a las 12,30 de la madrugada, aunque se retrasó un poco y salimos a la 1. Era un avión con apariencia de antiguo, con asientos con poco espacio para las piernas, en filas 2-3-2, y con ( al menos), pantalla en el respaldo de cada siento para ver películas o juegos. En principio nos dieron asientos separados, se lo dijimos a las azafatas/o al subir, pero nos dijeron que lo comentásemos con la persona que nos tocase al lado. Eran las filas 41 y 44, al final del avión. El mío en el pasillo de la 44, la última fila, al lado de una chica joven, americana, que solo hablaba inglés, y que cuándo la azafata le preguntó lo del cambio de asiento a la fila 41, pasillo, pero de los 3 asientos del medio, le contestó señalando la ventanilla, que estaba muy agusto allí, y que sorry. Yo habría dicho lo mismo.
Llegó al asiento de la 41 un joven, también americano, al que le preguntaron lo del cambio y, lógicamente, aceptó. Total era al lado de una chica joven, que también hablaba inglés, maja y con la que, al poco tiempo, le vi charlando y riendo.
Nosotros, al final juntos, en la fila del medio, al lado de una señora peruana gordísima, que se iba desparramando al quedarse dormida encima de nuestro asiento.
Un viaje de casi 13 horas en el que nos dieron bastante bien de comer, yo creo que de los mejor cocinados, de todos los muchos vuelos largos que hemos hecho. Una cena: raviolis de salmón en salsa de espinacas, ensalada, pastelito de postre, galletitas saladas para untar mantequilla y queso. Vino blanco, en vaso de cristal, y té. Los cubiertos de metal (en todas las compañías te quitan hasta un cortauñas para subir al avión, y luego te dan cuchillo y tenedor de metal...) Un desayuno-comida: ensalada de frutas variadas, tortilla francesa, champiñones, yogourt, tostaditas con queso y mantequilla, agua, café o té.
Dos horas después de comenzar el viaje, después de cenar, apagaron las luces y a dormir, quién pudo. No fui capaz de dormir ni cinco minutos. Paseé un par de veces entre pasillos, para estirar las piernas, y en la zona de atrás, en la cocina de la tripulación, estuve un buen rato en una improvisada tertulia que se organizó entre dos azafatas y cuatro o cinco pasajeras, de las que no podíamos dormir. Entre ellas la peruana de nuestro lado, que con mucho afán de protagonismo contaba lo grande que era su casa en Nuremberg, dónde vivía, y la cantidad de plantas que tenía en sus ventanas; estaba casada con el ingeniero agrícola y no podían dejar de decorarla si todo el mundo lo hacía. La azafata peruana le hacía muchas preguntas- sarcásticas algunas- y se acercó a traer su móvil para enseñar a todo el mundo las fotos. Un chalet rodeado de césped, con grandes ventanales con maceteros corridos llenos de flores de temporada, en lo que parecía una zona boscosa en las afueras de la ciudad. Viajaba con su marido y su hija, y entre ellos hablaban alemán, lo que me hizo pensar que hacía muchos años que ella había llegado allí, y había tenido suerte en casarse con el ingeniero alemán.
En la cocina tenían preparadas un par de bandejas, en una, botellas de coca-cola y de agua y vasos apilados, y en otra, sándwiches y bollitos envueltos que, de vez en cuando, algún otro pasajero llegaba y se servía. Tampoco había visto en otros viajes esta forma de autoservicio de entre-horas.
La conversación pasó después a referirse a la comida peruana y al chef Gaston Acurio y sus restaurantes. Y los tres azafatas/o me preguntaron cosas sobre el "Mercado de San Miguel" de Madrid, que les parecía la octava maravilla en sitios de comida y picoteo. Yo estuve de acuerdo con ellos. Curiosamente al pasar inmigración, una vez aterrizados, al sellarnos el pasaporte, el agente nos preguntó también por el "Mercado de San Miguel" y comentó que algo así quería montar allí en Perú.
Poco antes de aterrizar, en la espera del baño, estuve hablando con un español de Pamplona, que viajaba por trabajo y decía estar pasando el peor viaje de su vida. Era muy alto y no podía poner las piernas de ninguna manera. Venía desde Varsovia a Lima, vía Madrid, ya que su empresa alemana tenía negocios en ambos sitios. Me habló regular de Perú, y de cada sitio que yo le nombraba al que íbamos a ir, me respondía con alguna pega, solo le gustaba la comida peruana... No le volví a ver una vez que aterrizamos.
Nunca había hablado con tanta gente en un vuelo.
Llegamos a las seis de la mañana (tras las conversaciones y dos películas), y en poquísimo tiempo teníamos ya las maletas, que empezaban a salir cuándo llegamos a la cinta, y poco después estábamos en la salida, en dónde nos esperaban el chófer y el guía de Inkandina con el cartel de mi nombre.
Lima nos recibió totalmente nublada (dicen que está así casi siempre) y con un olor desagradable al salir del aeropuerto, y que no me dejó hasta que nos fuimos de ella. Un olor fortísimo a tubo de escape de coche viejo y mala gasolina, que a veces era muy agobiante.
Parece ser que lo nublada no es sólo por el clima sino también por la contaminación. En sus calles y carreteras vimos coches, coches, coches, en un atasco continuo, sin que se respeten pasos de cebra o semáforos o peatones. Quién más puede, pasa.
El barrio de Callao, en dónde está el aeropuerto y el puerto de Lima, es una zona bastante fea con casi todos los edificios sin terminar (nos enteramos que se pagan impuestos una vez terminado el edificio, y así con los ladrillos sin enfoscar, en teoría, está sin terminar aunque esté habitado.
Nos llevaron al "Hotel Ducado" en el Barrio de Miraflores. Es una casa colonial restaurada, de la que queda un patio interior precioso con una balconada de madera dejada de adorno. Otro edificio más moderno, cierra el patio. Nos dijeron que nos daban una habitación más grande que la reservada, por si necesitábamos descansar. Era un apartamento con salón y cocina americana, una habitación amplia con dos camas grandes, y un baño normal de tamaño, pero con una ducha grande con una alcachofa gigante. Los muebles eran, más que antiguos, viejos y tenía un olor a humedad y cerrado bastante fuerte. Después de tantas horas de vuelo no quisimos ni plantearnos la habitación, que ya era de agradecer que estuviera preparada.
Volvimos a bajar a la recepción para hacer cuentas con el guía de Inkandina y repasar los talones y billetes de todo el viaje. Le pagamos íntegramente el resto del dinero (ya habíamos hecho el pago del 20% con transferencia bancaria: 840 dólares, como señal).
Dejamos las maletas y nos fuimos a conocer Miraflores. Es un barrio "moderno", al lado del mar, con calles atestadas de coches y polución y, según nos dijeron, ningún problema respecto a nuestra seguridad; aunque las vallas de las casas están electrificadas y con los remates con grandes pinchos de hierro contrapeados.
Pasamos por el centro de Miraflores, con el Ayuntamiento, la iglesia, y el parque Kennnedy, y llegamos hasta el Mercado de Artesanías, una especie de zoco de cuatro manzanas, con joyerías de plata en dónde ya compramos algo , artículos de lana de alpaca, y recuerdos típicos(muchos idénticos a los que nos iremos encontrando a lo largo del viaje).
Callejeando, nos paró un guardia jurado que vigilaba un comercio, para preguntarnos de dónde éramos. Lo hizo de forma tan amable, que nos paramos a conversar con él. Nos recomendó para comer tres restaurantes de pescados y mariscos en la cercana Calle San Martín: El Pez On, Embarcadero 4, Punto Azul. (Nos ha llamado mucho la atención la gran cantidad de guardias jurados de empresas privadas -algunos armados hasta los dientes- que hay en cualquier zona del país y, muy especialmente en las ciudades. Guardaportales, les llamó un camareros). Seguimos caminando y, por curiosidad nos acercamos a la calle San Martín.
Pasamos por los tres restaurantes, todos con muy buena pinta, pero El Pez On nos encantó por su carta hecha con mucho sentido del humor, entrelazando el nombre de los platos con palabras más o menos eróticas o sugerentes, como: Pez-on ardiente, Salta del tigre, Qué buenas colitas..., y la descripción de sus platos era apetecible.
Nuestra idea era comer en el Tanta, uno de los restaurantes de Gastón Acurio, el chef peruano tan de moda, y nos dirigimos al que creímos que estaba más cerca de dónde nos encontrábamos. Después de una buena caminata lo encontramos y, nos pareció que era solo tipo cafetería, con sandwiches y bocadillos. Más tarde veríamos que, muy cerca del hotel, en el Larcomar, había otro Tanta.
Volvimos al Pez On, que en realidad era el que nos había atraído al pasar, y allí comimos, magníficamente atendidos. Es un restaurante bastante moderno y nuevo, con un patio-terraza posterior semicubierta con toldos triangulares, muy luminoso y agradable. Nos pusieron de aperitivo maíz salado y tostado de gran tamaño, con salsas picantes. Comimos: Ceviche Carretón: Un ceviche mixto con pescado, langostinos, pulpo y cebolla roja, con cloclo (maíz blanco), cebolla frita crujiente encima, yuca y un trozo de camote (boniato) cocido. Nos encantó su sabor, el ceviche estaba fresco y en su punto. Llevaba una hierba que nos pareció que tenía un sabor fresco, pero demasiado intenso, y que ellos llamaron perejil. Todo el viaje nos estará persiguiendo éste sabor, demasiado predominante para nosotros, pero que tanto gusta a los peruanos. El picante nos lo pusieron en un plato aparte.
También pedimos "La buena causa": Causa rellena de pulpa de cangrejo, con chicharrón de pescado escabechado y fideos de boniato crujiente de adorno, con salsa de ají amarillo. (Causa es un puré de patata relleno de lo que se te pueda ocurrir). En total con unas cusqueñas, 82,50 soles. En Madrid había pensado que no me arriesgaría con el ceviche, por si me causaba problemas intestinales, y a la primera, lo como; y la verdad es que estaba buenísimo.
Al salir nos fuimos a descansar un rato al hotel, y a las cuatro de la tarde de nuevo en la calle. Llegamos hasta la costanera, una zona paralela al mar con hoteles y casas de lujo, y el centro comercial Larcomar, con tiendas de marcas conocidas y caras, y puesto con muy buen gusto.
Todo el paseo, que es bastante largo, va sobre el mar en un acantilado de 80 metros. Las playas de abajo con grava, ya que la tierra se la llevan los tsunamis; el último terremoto fue hace 12 años, pero dicen que continuamente se notan movimientos, y en todos los edificios hay una zona señalada para protegerte. Pasamos por el Parque del Amor, con bancos que te traen lejano recuerdo a Gaudí y sus trencadis.
Hay una zona preparada para practicar parapente, con escuelas y monitores, que permite que, tras firmar un contrato y pagar 75 dólares, cualquiera pueda subir, con el monitor detrás, para disfrutar la experiencia. Me quedé con las ganas de haberlo probado, pero estaba demasiado cansada.
Llegamos hasta un faro en un parque y lo que parecía el final del paseo, aunque continuaba el acantilado.
Ya de vuelta, compramos fruta en un puesto del parque (mi estómago aún luchaba con el ceviche y la causa), y en el centro comercial un bocadillo de chancho asado que nos llevamos al hotel. Así nos acostábamos pronto, después de casi dos días sin dormir.