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En Namibia tampoco hay persianas y a las seis entra el sol a cuchillo entre las cortinas. Desayuno leche con cereales comprados por el camino y reparo en las dimensiones de la casa, en su mobiliario de museo, en la disposición de los platos de porcelana y cubiertos macizos de alpaca en el comedor, en la cocina de forja, en las viejas cajas de galletas de lata encima de la alacena, como si hubiese ocupado una casa habitada por fantasmas. En el pasillo hay un cuadro en el que explica la historia de la granja, el coste de la tierra, la proveniencia de los materiales y el agua para la construcción de la casa. Admiro el respeto que aquí se tiene por la poca historia del país.
Recojo y me acerco a pagar a la primera casa la cercana a la carretera. Le pregunto a Kinna por qué residen en esta casa moderna y no en el casón. Me cuenta que la historia de sus suegros, el reparto de la herencia, la terrible sequía de hace pocos años que obligó a vender todas sus ovejas y de la necesidad de obtener ingresos extra. Doy las gracias por su hospitalidad, la excelente cena y me despido. Ella hace lo propio deseándome una conducción segura, pidiéndome cuidado con las carreteras de tierra y recomendándome el itinerario para llegar a Lüderitz.
Desde Grunau, enseguida tomo la primera carretera secundaria de grava. La calzada es ancha pero de firme desigual. El paisaje es desértico, ningún coche, poca vegetación, mucho polvo. Grupos de antílopes pastan en los márgenes y levantan la cabeza a mi paso, pero corren si paro a fotografiarlos. Alguno se detiene en la distancia a observarme.
Llego pronto al Cañón del Río Fish. Las vistas de las marcas en el terreno por el paso del agua son espectaculares. Decido caminar desde la altura, admirando el paisaje.
Es pronto y en vez de seguir la recomendaciones de Kinna, decido dar una vuelta para tomar la carretera que bordea el sur de Namibia, siguiendo el curso del Río Oranje, que hace de frontera con Sudáfrica. Enseguida comprendo que el circular sobre la grava es cansado y requiere de toda mi atención. En una curva pincho una rueda y el coche se desestabiliza hasta sacarme de la plataforma. Un gran arbusto detiene la inercia justo cuando las ruedas se levantaban del suelo. ¡Menudo susto!.
El coche queda atrapado en la arena y no puede avanzar. Un todoterreno de matrícula sudafricana se detiene a los cinco minutos. El hombre me dice que soy un hombre de fortuna mientras saca una eslinga con la que toar el coche. Una vez sobre la calzada empiezo a cambiar la rueda. Le doy las gracias y se despide. Al poco para un segundo vehículo. El hombre me pregunta y pese a indicarle que todo está controlado, me ayudó con la maniobra hasta el final.
Ciertamente puedo considerarme afortunado.
Llego a Lüderitz a las 21h. Por las calles no se ve un alma, hay una cierta bruma y el ambiente resulta algo misterioso. Finalmente doy con el hostal y no hay nadie. Llamo al primero de los teléfonos que figura pitado en grandes caracteres enla fachada de edificio. Lo coge un animado muchacho, Chisto, que dice presentarse en diez minutos. Con puntualidad aparece, me da las llaves, me indica mi habitación, me da la clave del wifi y me da un plano donde figura indicado dónde puedo cenar. Le doy las gracias y me dirijo al restaurante más próximo, donde ceno pescado.
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Al día siguiente es sábado y, advertido por Christo, quien me hace saber que el horario comercial en ese día, acaba alrededor de las 13h. Así pues, tras hacer temprano algunas compras para las acampadas, arreglo el pinchazo y me dirijo a Kolmanskop, un antiguo campamento minero abandonado en 1956 que ha sido literalmente barrido por las dunas. Resulta inquietante pasearse por unos edificios centenarios, bien acabados, aun en pie completamente inundados de arena. Parece como i la ciudad estuviese habitada por fantasmas que se pasean por los pasillos cuando los turistas abandonan la instalación tras el toque de queda a las 13h. A esa hora es cuando el guarda se pasea cerrando las dependencias en las que se exhibe mobiliario, artículos o paneles explicativos.
De allí me dirijo a Díaz Point, al otro extremo de la bahía, donde una cruz rememora la izada en 1488 por Bartolomé Díaz, reclamando esas tierras para la Corona Portuguesa.
De regreso a la ciudad, resulta chocante ver los locales cerrados y las calles vacías como si allí también se hubiese impuesto el toque de queda. Veo un bar abierto donde como una hamburguesa de pescado mientras veo el final de un partido de la liga inglesa y el inicio de uno de la española. Allí volveré tras descansar en el hostal y contemplar desde su terraza la puesta de sol, para ver el Barça – Rayo. Me sorprendo cuando el árbitro pita nada menos que dos penaltis a nuestro favor. ¡Cosa de fantasmas!
Día 15, Lüderitz.
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