La primera jornada no tuvo ninguna historia. Paramos a comer en las inmediaciones de Zaragoza y nos alojamos por la noche en un Ibis de Sant Andreu de la Barca, lo más económico (107 euros) que encontré en condiciones en un sábado cerca de Barcelona, pues necesitábamos un acceso rápido al puerto, ya que nos habían citado para el embarque a las siete de la mañana. Los Ibis suelen ser una apuesta segura para pasar una noche: sencillos pero cómodos, bien situados, con aparcamiento para el coche y aire acondicionado, lo que nos vino muy bien por el tremendo calor que hacía. Hay un polígono industrial en las inmediaciones, pero en fin de semana estaba casi todo cerrado y solo pudimos comprar algo para cenar en un supermercado.
Afortunadamente, el día del embarque era domingo y a unas horas tan tempranas apenas había tráfico, con lo que tardamos unos veinte minutos hasta la correspondiente terminal del puerto de Barcelona, situada en el Moll de Sant Bertran. Unos empleados nos dirigieron a las filas para el embarque del ferry a Génova, que todavía no había llegado. Rápidamente, hicimos el check-in en las oficinas y tratamos de encontrar un sitio para desayunar, pero fue imposible pese a que fuimos caminando hasta mitad de las Ramblas, que estaban soleadas y solitarias, un lujo impensable a otras horas pero inútil para nuestras necesidades: no había nada abierto. Tendríamos que esperar a embarcar. En las filas, había bastantes coches (y motos), pero tampoco una exageración: todo parecía bajo control y los autos permanecían a cubierto del achicharrante sol, lo que agradecimos mucho.


El ferry llegó procedente de Tánger y los coches que salían tuvieron que pasar un férreo control de la Guardia Civil, con perros incluidos. Fue curioso y entretenido observarlo todo desde las filas de embarque, que estaban al lado de las de llegada. Embarcamos con una hora de retraso y el ferry, de nombre Majestic, zarpó poco después. En recepción, nos entregaron las tarjetas-llave del camarote, bastante básico: dos camas, dos literas plegadas sobre las camas, una mesita, un armario y un pequeño cuarto de baño con inodoro, lavabo y ducha. El aire acondicionado funcionaba bien. Elegimos camarote interior por ser más barato y para una noche pensamos que no echaríamos de menos la ventana exterior, como así fue. Para dos personas, nos pareció suficiente. Cuatro pasajeros –incluso, niños- allí dentro habría resultado agobiante. En cualquier caso, hay que recordar que se trata de un ferry, no de un crucero, así que las comodidades excesivas y los entretenimientos programados brillan por su ausencia. El mejor pasatiempo, contemplar las vistas, primero en el puerto y luego desde el mar.

Nuestro camarote estaba en la planta 7, donde se ubicaba también la cafetería de la piscina (cerrada, por fortuna) y una amplia cubierta para tomar el aire y contemplar el mar. En la cubierta de la planta 8 se podía sacar a pasear a las mascotas, bastante numerosas, por cierto. En la planta 6, se hallaban el restaurante, otra cafetería, un self-service y dos cubiertas exteriores, además de una tienda y varios salones. En las plantas 6 y 8 estaban la mayor parte de las butacas que utilizan las personas que no han reservado camarote. No tuvimos necesidad de transitar por allí. De todas formas, el barco no iba demasiado lleno.

La cafetería y el self-service son caros y la comida no es nada del otro mundo, pero con eso ya contábamos, y lo asumimos. Quien lo desee, puede llevar provisiones. Hay bonos descuento para restauración y se puede pagar todo con tarjeta. El mar estaba en calma y la navegación transcurrió sin incidencias. Después de cenar en el self-sevice, estuvimos en cubierta contemplando la puesta de sol, algo estropeada por aparición de algunas nubes.

Por la noche, pudimos dormir pese a que el barco se movía bastante, señal de que iba a buena velocidad, lo que permitió recuperar el retraso con el que salimos de Barcelona y a las siete de la mañana nos avisaron por megafonía de que debíamos abandonar los camarotes con el fin de proceder a su limpieza para los siguientes pasajeros. Aunque la hora de llegada prevista eran las 09:15, hora y media antes, mientras desayunábamos en la cafetería, pudimos divisar las casas de Génova que se asoman al puerto. Resulta atractiva la visión de la ciudad desde el mar, si bien no me dio tiempo de hacer fotos, que pospuse para el trayecto de regreso. El desembarco fue muy rápido y pasamos la aduana sin detenernos, mostrando nuestros documentos de identidad brevemente por la ventanilla del coche. Al fin, estábamos en Italia.

De Génova a Trento.
Nuestro fugaz paso por Génova fue desesperante. Al tremendo calor, tuvimos que añadir unos atascos descomunales que nos llevaron a perder casi una hora en apenas el medio kilómetro que hay desde la terminal de ferris del puerto a la autopista que teníamos que tomar para salir de la ciudad. Incluso fuimos testigos de un accidente. Confieso que nunca nos hemos alegrado tanto de coger un ticket de peaje como entonces, pues suponía que podíamos encaminarnos al fin hacia nuestro primer destino de las vacaciones. Pero no todo era fantástico, y la “terrible” A-7, desdoblada pero con miles de curvas y sin arcenes, estaba atestada (habíamos estado allí hace treinta años y continúa igual). Una lástima la tensión que se vive en esa carretera, porque el entorno es precioso. Cuando nos incorporamos a la A-21, pudimos respirar un poco, pues aun con un tráfico muy intenso al menos presenta las características de una autopista o autovía. Eso sí, en el sentido contrario, las interminables filas de camiones procedentes de Centro Europa y cientos de coches formaban un atasco indescriptible. Por fortuna, en nuestra dirección la circulación era densa pero fluida. A media mañana, paramos en un área de servicio para tomar algo: tenían bocatas y “focaccias” variados y económicos para ser Italia. Estaban muy buenos.

Continuamos por la A-22 hasta las inmediaciones de Trento. Todo el trayecto lo hicimos con el mismo ticket de peaje que habíamos cogido en Génova, lo que resultó bastante cómodo. En Trento, pagamos 29,70 euros. No nos pareció demasiado caro para haber recorrido 348 kilómetros. Durante el último tramo, surcamos una parte del valle del río Adigio, donde se asienta la ciudad, rodeada por montañas y densos bosques. Antes de llegar, me dejó fascinada un pueblo fortificado que divisé sobre una colina. Desconozco su nombre y si se puede visitar.
